Cal sonrió. «¿De quién es el buey herido?», preguntó.
Me aferré a eso. No creía que tuviéramos una deuda con Castro en el sentido de un tratamiento razonable —no después de lo de los misiles— pero no había nada de malo en poder refrescar el sentido de confirmación.
Mientras tanto, nuestro acceso al despacho de Rusk iba en aumento. Si bien el nivel de entrada de Nancy Waterston era, en el mejor sentido, restringido, algunos memorandos de alto nivel pasaban por su escritorio. No obstante, su limitación como agente —la llamábamos EUFONÍA— era más prominente que sus virtudes. Se negaba a someterse al disturbio emocional de fotografiar documentos. Como compensación, tenía una rara facultad para recordar exactamente lo que había leído, y cuando llegaba a su casa por la noche se ponía a mecanografiar largas y detalladas recopilaciones de papeles confidenciales para Rosen. Como no habíamos hecho que su atención se concentrara en Cuba (para no revelar nuestros intereses hasta no haber comprobado su contabilidad), todo lo que recibimos durante octubre fue información referida a la reacción de Rusk ante un golpe de Estado en Honduras, la venta de trigo a la Unión Soviética y la renuncia de Harold Macmillan como Primer Ministro, asuntos por los que no teníamos un interés especial. Harlot llamaba «sustancias» a las entregas de Nancy.
No obstante, a comienzos de noviembre su trabajo produjo algunos resultados. El secretario Rusk empezaba a reaccionar ante el intento de iniciar el diálogo con Cuba, y EUFONÍA se ocupaba de suministrar a Rosen las sustancias de memorandos enviados por Rusk a alguno de los suyos en el Departamento de Estado: «Las inversiones diplomáticas de larga data con el Caribe no deben ser socavadas por negociaciones no tradicionales». Etcétera. Al poco tiempo, por intermedio de EUFONÍA nos enteramos de que Attwood había sido informado de que el entusiasmo que sentía el Departamento de Estado por las negociaciones con Cuba era «restringido». Un memorándum enviado por la oficina de Rusk el 7 de noviembre decía lo siguiente:
Antes de que los Estados Unidos contemplen siquiera la posibilidad de iniciar relaciones mínimas con el gobierno cubano, deberá cesar toda dependencia política, económica y militar del bloque sino-soviético, a la par que toda forma de subversión en el hemisferio. Castro tendrá que renunciar al marxismo-leninismo como ideología, remover de sus cargos a todos los comunistas, estar dispuesto a ofrecer una compensación por todas las propiedades expropiadas desde 1959 y devolver todas la industrias manufactureras, petroleras, mineras y de distribución a la empresa privada.
—Según parece, a Rusk no le importaría una rendición incondicional —observé.
—Bien —dijo Cal—, eso es lo mejor que tiene el viejo. Aborrece los movimientos imprevistos. Piensa que si se queda en el mismo lugar el tiempo suficiente, Kennedy volverá a su lado.
En La Habana manteníamos a Jean Daniel bajo cierta vigilancia (lo que no carecía de exigencias, dados los limitados recursos de nuestros agentes cubanos), pero los observadores aseguraban que Daniel no había tenido acceso a Castro durante sus semanas de permanencia en Cuba, teniendo que conformarse con visitar las minas, las refinerías de azúcar y escuelas de provincia. La iniciativa de conversaciones con Cuba parecía estancada, según Cal.
Aun así, no dábamos nada por sentado. La siguiente cita con AM/LÁTIGO fue concertada para el 22 de noviembre, y empecé a experimentar una agradable sensación de anticipación. Durante las noches que debía permanecer en Washington, asistía a clases de francés en la Agencia para mejorar mi conversación. No era necesario. Si todo iba bien, Cal y yo estaríamos en París solamente un día, pero me entregué al proyecto como si se tratase de una empresa solemne; dadas las circunstancias, el rigor de la sintaxis francesa parecía otorgar ciertas sugerencias sacramentales a la tarea que teníamos por delante. Curiosamente, a medida que nos acercábamos a la fecha, más empezaba a ver a Cubela no como un agente doble, sino como un asesino intachable.
El 18 de noviembre, el presidente Kennedy pronunció un discurso por televisión durante la cena de la Asociación Interamericana de Prensa que tuvo lugar en Miami. Dix Butler y yo lo vimos en un bar.
No pude evitar comparar lo que vi esa noche con la recepción apocalíptica que once meses atrás Jack Kennedy había tenido en el Orange Bowl. En esta ocasión nadie lo aplaudió puesto de pie al concluir su discurso, que en su mayor parte fue recibido en silencio. La audiencia, compuesta en su mayoría por exiliados de Miami, exhibía sus sospechas. Cuando Kennedy se refirió a «la pequeña pandilla de conspiradores cubanos» como un arma empleada «por poderes externos para subvertir el orden en las demás repúblicas americanas», y agregó que «esto, y nada más que esto nos divide; mientras continúe, nada es posible; sin esto, todo es posible», no hubo una gran reacción.
Más tarde, Butler dio su veredicto.
—¿Quieres saber cuál fue su mensaje? Pues te lo diré: «Líbrese de la Unión Soviética y podrá tener su socialismo, señor Castro». —Me dedicó una sonrisa amplia y maligna—. Se me ocurre que esta noche una cantidad de cubanos de Miami le clavarán alfileres a la efigie de cera de Jack Kennedy.
—Yo no conozco a demasiados cubanos ya —dije.
—Nunca los conociste.
En ese momento a punto estuve de pagar mi cuenta y largarme de allí, en parte indignado por lo que Dix acababa de decir, en parte apesadumbrado por la verdad que sus palabras encerraban, pero me pasó el brazo por encima de los hombros.
—Eh, compañero, anímate. Tú y yo participamos de la acción en una lancha, ¿no?
—Es más fácil llevarse bien contigo cuando las cosas ocurren demasiado aprisa como para que puedas abrir la boca —dije.
—De acuerdo. Vuela con los gansos silvestres. —Asintió — . Hubbard, éstas son las copas de la despedida. He conseguido que me trasladen a Indochina. Vuelvo al mejor hachís del mundo. —En ese momento tomaba bourbon con hielo, acompañado de cerveza—. Dile adiós de mi parte a Chevi Fuertes.
Bien, los giros de la conversación con Butler siempre eran lo suficientemente abruptos para dar vuelta a la esquina en cualquier momento.
—¿Dónde está Chevi? —le pregunté.
—No lo sé.
—¿Lo has visto?
—Desde la última vez que hablamos, sí. En realidad, sí. Lo he visto. De hecho, lo puse a parir. —Asintió ante la contundencia de la imagen—. Lo llevé a mi habitación de hotel, solo, y lo acusé de ser del KGB.
—¿Cómo conseguiste que fuera?
—Ésa es toda una historia. No importa. Aunque resulte difícil de creer, le gusta mi compañía. Estaba impecable. Traje azul claro, camisa amarilla, corbata anaranjada. A su lado, tú y yo habríamos parecido un par de soplapollas, Hubbard, porque Chevi sabe combinar los tonos pastel. Para ser un gordo traidor, se lo veía muy guapo. Podría abrir una tienda de ropa masculina en el centro. «Perdóname, pero verte me da tanta impresión que tengo que ir al lavabo», le dije. Y era verdad, Hubbard. Evacué.
Me sentí tentado de sugerirle a Butler que si alguna vez ascendía a las altas jerarquías de la Agencia le convendría no referirse a su actividad intestinal, pero resistí el impulso. Mejor así. Él quería hablar.
—Cuando volví, coloqué a Chevi en un sillón y empecé a trabajarle ambos lados.
—¿Ambos lados?
—De la cara. Una buena bofetada en la mejilla izquierda, otra en la derecha. Tenía el anillo puesto, de modo que eso hizo saltar el corcho. Empezó a sangrar sobre la camisa amarilla y la corbata anaranjada. Me llamó idiota y bestia. Le repliqué: «No, Chevi, es peor que eso. Esta noche vas a confesar que perteneces al DGI». Debías haber visto el discurso que pronunció sobre las complejidades de su trabajo. Si lo hubiera grabado, podría dar conferencias en Langley. Por fin reconoció que sí, tenía tratos. Después de todo, había hecho conexiones para mí con todos los grupos de exiliados, MIRR, Alfa 66, Comandos L, Trece de noviembre, MDC, Interpen, Cruzada para una Cuba Libre, Liga Anticomunista del Caribe. No paraba de hablar. Debe de haberse imaginado que mientras hablara no le pegaría. Enumeró cada una de las razones por las cuales él es nuestro agente mejor pagado en Miami.
«—Vayamos al grano —dije—. También tienes tratos con el DGI.
»—Sabes que es así —dijo—. Tú me alientas a ello.
»—Sí —admití—, siempre que sigas mis instrucciones al pie de la letra.
«—Comprendido —dijo.
»—No, comprendido no. Has doblado esquinas peligrosas. Das al DGI más de lo que te permito.
»—Tal vez amplíe los límites —admitió.
—¿Chevi admitió eso? —pregunté.
—Por supuesto. Estaba bajo presión.
»—Sí —dije—. ¿Cómo ampliaste esos límites?
«—Tienes que entender el juego —dijo.
»—Lo entiendo.
«—Entonces comprenderás por qué le he dado material al DGI para aumentar su confianza en mí.
»—Sí —dije—, creemos que eres un agente doble que trabaja para nosotros. Y quizás ellos también lo crean.
»—Sí —dijo—, pero están equivocados.
»—No —repliqué—, los del DGI no son estúpidos. Quizá les estés dando tanto como a nosotros, o puede que incluso un poco más.
»—¿No? —pregunté.
»—En mi peor aspecto, soy un mercado neutral.
«—¿Eso incluye ponerlos al tanto de la noche en que haremos un ataque? ¿Es por eso que capturaron a dos de mis hombres, y que mi nombre fue mencionado por la televisión de La Habana?
»—No —respondió—. Soy un mercado neutral. Doy información limpia a ambos bandos.
«Entonces vi su manera de actuar.
»—Tú —le dije— tienes tu hombre en el DGI. Sois íntimos amigos. Os dais por el culo el uno al otro. ¿No es así, jodido marica?
»—No —respondió.
»—Sí —insistí—. Eso ya es malo de por sí, pero ¿por qué le diste al DGI la fecha de mi ataque?
»—No —dijo—, yo no haría eso...
Butler se detuvo y me miró. Una vez mi padre me contó que los grandes animales, mientras agonizan después de haber sido heridos por un cazador, atraviesan por distintas expresiones. Vi a Butler maligno, apesadumbrado, contento, aterrorizado, luego satisfecho consigo mismo durante los siguientes veinte segundos.
—Hubbard —prosiguió—, lo cogí de las solapas, lo levanté del sillón, lo arrastré hasta el cuarto de baño y le metí la cabeza en la taza del water. No te ruborices, muchacho. No había dejado correr el agua anticipándome a lo que vendría. Soy un oficial de caso muy calculador. Le dije que si no confesaba conocería el verdadero sabor de la verdad. «No lo hice. Dix, amigo, créele a Chevi», imploró. No iba a mostrarme insistente. Reconozco que, invariablemente, la amenaza es mayor que la ejecución, pero el poder de algo que llamaría la fuerza de la consumación se apoderó de mí. Le metí la cabeza en esa taza hedionda, y se la restregué. No dejaba de gritar: «¡Cuba, sí! ¡Castro, sí!».
El barman se acercó.
—Por favor, caballeros, si van a hablar de Castro bajen la voz. Hay un par de cubanos aquí, clientes regulares... —Al ver la mirada de Butler, agregó—: Gracias.
Y se marchó.
—La próxima vez —me dijo Butler— será mejor que venga con un bate de béisbol.
Guardé silencio. Por lo general, permanecía callado con Butler.
—¿Confesó? —pregunté por fin.
—No —respondió Butler—. Cada vez que le levantaba la cabeza, decía: «Lo que guardo dentro de mí, jamás conseguirás sacármelo». Increíble. «Lo que guardo dentro de mí, jamás conseguirás sacármelo.» Finalmente lo metí en la bañera y abrí la ducha. En realidad, me metí yo también. Empecé a limpiarlo, restregándolo, y se enloqueció. Era como haber encerrado a un mapache en un cubo de basura. Salté de la bañera. No podía dejar de reírme. Pero casi me echo a llorar. En ese momento, amé a Chevi Fuertes. Lo amo ahora.
—¿Qué?
—Sí. Estoy borracho perdido. Pero él tenía la cara llena de mierda. Por coerción. Me siento fatal por haberle hecho eso. Porque disfruté haciéndolo, y ahora disfruto del remordimiento que siento. Hubbard, estoy perturbado. Ha desaparecido con su amante del DGI. Creo que está en Cuba, y yo voy a Indochina. Disfrutar del combate es el único don que Dios me ha dado.
—Vámonos de aquí —dije.
—¿Actué bien o mal? —Sabes lo que te contestaré.
—¿Y si me traicionó?
—¿Y si estabas equivocado?
—Puedo sentir la ira en tu boca —dijo Butler—. De modo que no me importa cómo me juzgues. No me importa. Si hice eso a Chevi fue porque decidí hacerlo. Hubbard, no podrás creerlo, pero me gustaría convertirme en un oficial de caso tan calculador como tú. —Se echó a reír—. Créeme, exportaré opio a Hong Kong.
Me las arreglé para llevarlo a su hotel sin problemas. Es lo único bueno que hice esa noche. Cuando regresé a mi apartamento, encontré un sobre que habían pasado por debajo de la puerta.
18 de noviembre
Estimado Peter (alias Roben Charles):
Peter, en Montevideo me pareciste un tipo honesto. Entonces eras sorprendentemente ignorante de las cosas del mundo, aunque no más ignorante que tus colegas, esos necios cowboys de la CIA. Ya he tenido bastante. Cuando leas esto, estaré en Cuba, si bien esa decisión me ha arrastrado, desilusionado conmigo mismo, por un peregrinaje a través de las seducciones de tu mundo, al que me adherí excesivamente. ¿Comprendes? Solía despreciar a los comunistas porque fueron a quienes primero pertenecí, y sabía que eran espiritualmente hipócritas. Cuando estaba en su compañía, cosa que en Uruguay era constante y permanente, sentía que la honestidad moría dentro de mí, y despreciaba su falsedad. Nunca hacían nada convencidos de que lo hacían por ellos mismos; no disfrutaban de una buena comida porque eran glotones y les gustaba serlo, sino que comían porque era su deber mantener la moral en función de la causa. Mentiras. Avalanchas de mentiras. Mi mujer era lo peor. Poder, corrección, rectitud. La odiaba lo bastante como para odiar a todos los comunistas. No hacía más que desear estar otra vez en Harlem, donde había vivido con una prostituta negra. Ella era voraz, tenía una línea recta que iba a su estómago y a su cono. Le gustaba el hombre que hablaba en voz alta, y no el petimetre de voz suave. Era una mujer simple. Era el capitalismo. Llegué a la conclusión de que el capitalismo era el mal menor.
Cuando uno hacía algo, lo hacía para uno mismo. Y resultaba. Menos por menos es más. Un mundo de gente voraz compone una sociedad buena. El capitalismo era surrealista. Me gustaba.