El fantasma de Harlot (174 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

Para mi siguiente visita, esta cuestión había sido resuelta.

—Se puede almacenar material suficiente en la concha de un buccino —aseguró Doc— como para abrir un agujero negro en el espacio. Destrucción total en un radio de treinta metros.

La mantarraya, sin embargo, presentaba dificultades. ¿Intentarían usar una viva?

—Sería poco viable —dijo Doc—. Tendríamos que drogar al señor Manta, y en ese caso no reaccionaría. Entendemos que el animal debe ser lo bastante feroz para atacar y hacerse atravesar por un arpón.

—Exactamente.

—Con su aprobación, estamos en condiciones de construir nuestro propio prototipo de mantarraya con fibra sintética. Provisionalmente, llamémoslo un «mantoide». Lo que no puedo asegurar es que el facsímil funcione como queremos.

—¿Es decir, vivo primero, luego mortalmente herido?

—Eso mismo. Conectaremos al facsímil un ordenador impermeable. De esa manera podemos programar al señor Mantoide para que active sus aletas mientras permanezca quieto. Podríamos incluso desarrollar un lenguaje corporal mediante el cual la mantarraya dé la impresión de estar diciendo: «Señor Nadador, por favor, no se acerque con su arpón. No si sabe lo que le conviene». Podemos programar al mantoide para eso. Pero debemos tomar en consideración a su osado nadador. Una vez que dispare sobre el facsímil, ¿podemos suponer que no errará?

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—Ese tipo no errará.

—Perfecto. Para asegurarnos, podríamos instalar una opción. En caso de que no hubiese registro de penetración de arpón, inhibiríamos la danza mortal. Es perfectamente posible dentro de estos parámetros. Pero ¿cómo programar el comportamiento del señor Mantoide en caso de que el arpón falle? ¿Debemos programarlo para atacar, o para que simplemente diga: «Basta por hoy», y se vaya? No podemos incluir esa opción sin capacitar antes al ordenador para que sea capaz de recibir dos órdenes. ¡Demasiado! Es muchísimo mejor suponer que el osado nadador no errará el blanco.

—Proyecte sobre esa suposición.

—Muy bien. En ese caso —dijo Doc— trataremos de encontrar una película sobre el comportamiento de las mantarrayas durante los primeros diez o veinte segundos posteriores a una herida de arpón. Si el Departamento de Cine no posee una película adecuada a nuestras necesidades, heriremos con un arpón a un par de mantarrayas en nuestro estanque de Florida, y lo filmaremos. Eso nos debería proporcionar los datos necesarios. —Levantó un dedo en señal de precaución—. Aun así, si como resultado obtenemos un factor de probabilidad negativa, la respuesta a su solicitud será negativa. Y comprenda que no es que no queramos, sino que aquí la responsabilidad es reina.

—¿Cuándo lo sabrán?

—Deberíamos tener un resultado en dos semanas.

Entretanto, Cal reunía nuestro material. El enlace con AM/LÁTIGO, un caballero bautizado AM/SANGRE, resultó ser un abogado cubano, un comunista bien situado en La Habana. Conocía a Rolando Cubela desde los tiempos de la universidad. Siguiendo las instrucciones de Cal, otro cubano (que una noche fue lanzado en paracaídas sobre Cuba) se acercó a AM/SANGRE para una charla preliminar; AM/SANGRE, a su vez, habló con AM/LÁTIGO quien, según nos enteramos, se sentía muy mal en el Ministerio de Asuntos Exteriores y estaba dispuesto a escuchar la opción del caracol marino.

Cal tomó una decisión. ¿Debíamos poner al tanto a Cubela sobre el alcance total de su misión? La política de la Agencia era no sacrificar a sus agentes, pero para un hombre de la jerarquía de Cal era posible hacer caso omiso de la política. Cal decidió que AM/LÁTIGO sólo supiera lo suficiente para llevar a Castro a un lugar determinado en el arrecife.

Por otra parte, sacrificar a un agente de esa manera sentaría un pésimo precedente. Doblemente malo si llegaba a saberse.

—Ese hijo de puta de Castro —dijo Cal— estaba dispuesto a usar los misiles contra nosotros. Diablos, si tuviese la certeza de que funcionará, cambiaría mi vida por la de él.

—¿Responde eso a tu pregunta?

—Bien, ¿a ti qué te parece? ¿Informamos a AM/LÁTIGO, o lo consideramos prescindible?

—No hay opción —respondí—. No puede ser tan tonto como para llevar a Castro a un lugar determinado en un arrecife y suponer que no pasará nada.

—Amigo, careces de la suficiente experiencia para saberlo —dijo Cal—. Si le das demasiados detalles a un agente, le entrará pánico. El camarero que eligió Roselli para que le llevase la bebida envenenada a Castro fue un grave error. Le temblaba tanto la mano que Castro lo invitó a que probase la bebida. Eso me hace pensar que tal vez AM/LÁTIGO no sea el hombre indicado para esta misión. Ya nos está pidiendo garantías. Le dijo a AM/SANGRE que no ama tanto a Castro como para acompañarlo al más allá. Me parece que nos va a pedir un arma de largo alcance, con un teleobjetivo.

—¿Por qué no aguardamos a ver si ST puede fabricar la mantarraya?

Cal asintió, sombrío.

—Tengo un viejo amigo en Hollywood que fue íntimo de Irving Thalberg, ese gran productor de los años treinta. Una vez Thalberg le dijo: «¿Sabes cuánto desperdiciamos en el cine? De cada veinte proyectos, ni siquiera uno llega a convertirse en película». Me pregunto, Rick, si con nosotros no ocurre lo mismo.

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De hecho, los parámetros trajeron una respuesta negativa, pero para entonces ya era la tercera semana de mayo, y se barajaban otras posibilidades. Nuestros oficiales en la Embajada estadounidense en Moscú nos informaron que Castro estaba reaccionando favorablemente ante la hospitalidad de sus anfitriones soviéticos, lo que molestó al director McCone. Pronto le propuso a Bobby Kennedy y al Grupo Permanente del Consejo Nacional de Seguridad subvertir «a los altos mandos militares en Cuba hasta el punto de que deseen derrocar a Castro».

Mi padre, al recibir la noticia de Helms, me guiñó un ojo. Ese último mes había empezado a guiñar el ojo de una manera extraña, casi obscena, como si la muchacha de la que estábamos hablando hubiera entrado en el despacho. Si ya habíamos dejado atrás la opción de la mantarraya, la perspectiva de emplear a AM/LÁTIGO seguía en pie. Por cierto, el guiño se refería a AM/LÁTIGO. Cal y Helms habían trabajado durante un mes para convencer a McCone de que aprobase la última propuesta. «Siempre hay que recurrir al lenguaje —dijo Cal — . Hemos construido para nosotros mismos una base que es casi tan buena como una directiva. Subvertir a líderes militares hasta el punto de que deseen derrocar a Castro. Bien, hijo, dime: ¿Cómo es posible hacerlo a medias? Se puede subvertir a un oficial militar extranjero, pero no se puede controlar todos sus movimientos. Si Cubela logra meterle una bala a Castro en la cabeza, seremos capaces de remitirnos a la observación de McCone. Nadie en el Grupo Permanente se opuso a ella. Por lo tanto, estamos funcionando bajo la sanción de una autorización implícita. Nunca olvides el recurrir al lenguaje.»

Dos semanas después, el 19 de junio, Jack Kennedy envió al Grupo Permanente un memorándum referido a Cuba. «Aliméntese un espíritu de resistencia que pueda inducir a deserciones significativas y otras consecuencias de malestar.»

—Consecuencias de malestar —dijo Cal— acrecienta la autorización.

Cal nunca había tenido una opinión más alta de Helms.

—Dick se ha comportado de maravilla en esto —dijo—. Se necesita energía para autorizar lo de AM/LÁTIGO. Helms sabe tan bien como tú y yo lo inestable que ha sido el señor Cubela en el pasado, pero sabe también que debemos acabar con Castro, o muchos líderes del Tercer Mundo se formarán una mala impresión. Helms ve la importancia de esto hasta el punto de arriesgar su futuro. Está destinado a suceder a McCone, pero con Cubela no está jugando sobre seguro. Eso es algo que yo respeto.

—Sí, señor.

No sé si mi propio sentido de los acontecimientos futuros afectó mis percepciones durante el verano, pero me preguntaba si no estarían todos perdiendo en buena medida el control. Me llevó casi una semana obtener la respuesta a una pregunta simple. Cal me pidió que averiguase dónde estaba Artime. «Quiero poder localizarlo mentalmente», dijo.

Hunt no me lo quiso decir. «No puedo sacrificar la seguridad de otra persona», argumentó. Recibí informes de que Artime estaba en Nueva Orleáns con Carlos Marcello y Sergio Arcacha Smith; en el Ejército de los Estados Unidos, en el fuerte Belvoir; en Guatemala; en Costa Rica, México, Miami, Madrid, Venezuela y Nicaragua. Finalmente, resultó que estaba en este último país. Chevi Fuertes proporcionó la información. Bajo la sanción benévola de Somoza, Artime estaba adiestrando un ejército de varios cientos de cubanos, y sus gastos eran pagados (o no) por la Agencia. Este último detalle tendría que averiguarlo por mí mismo. Cal le envió la pregunta a Harlot, quien respondió lo siguiente: «No busquéis más allá de Bill Pawley, Howard Hughes, José Alemán, Luis Somoza, Prío Socarrás, Henry Luce, Carlos Marcello, Santos Trafficante, o amigos de Richard Nixon. Elegid. Dios conduce a Artime al dinero, y Howard Hunt puede ser la estrella que lo guía. A diferencia de Manuel Artime, yo no tengo a Dios en mi corazón. Ni la certeza angelical de Howard. En cambio, Dios habita en conciencia. Me pregunta si vale la pena seguir esto. Artime tiene trescientos hombres. Los conducirá cuesta arriba, y luego cuesta abajo. Mientras que tú, yo y tu hijo, el Joven Maravilla, deberíamos brindar por ello. Como ves, he llegado a compartir tu convicción de que se debe hacer algo con respecto al Gran Innombrable».

Bien, era una noticia. Harlot consideraba que Cuba era una mera mota de polvo en la gran batalla miltoniana entre la CIA y el KGB. «Sí —dijo Cal—, uno debe preguntarse por qué Hugh ha cambiado de parecer.»

Una comida con él no se materializó hasta comienzos de agosto. Tenía la ilusión de que Kittredge estuviese presente, pero Cal y yo nos enteramos, al llegar, de que se encontraba en Maine, en la Custodia. La comida, servida por la cocinera de los Montague, Merlinda, consistió, si mal no recuerdo, en rosbif y budín de Yorkshire, acompañada por Haut Brion cosecha 1955. ¿Será una treta de la memoria recordar la añada del vino?

Antes de sentarnos, nos animamos a base de Glenfiddich. Harlot estaba de un humor excelente y rebosaba malignidad. Hasta tuvo algo que decir acerca de Helms: «Sería perfecto si uno no se diera cuenta de que, cuando está solo, se muerde los labios».

A pesar de su reciente amor hacia Helms, mi padre rugió de risa. Yo, sin embargo, pude imaginar que también criticaría a Cal. Tenía la esperanza de que no se ocupara de mí. Cuando puntualizaba los defectos ajenos, aparecía en sus ojos ese brillo lejano que el dentista no logra ocultar cuando acerca el torno a una caries y empieza a limpiar la muela. Dean Rusk cayó bajo su escrutinio: «Es incapaz de avanzar si hay una nube en el cielo». A Nixon le fue peor: «Habría sido una buena recompensa para el diablo, pero se cansó de contemplarlo». Eisenhower era «un gran globo que remonta vuelo con gas inerte», y Kennedy «no tiene suficiente duplicidad para ser un buen jefe de Estado».

Rosen pronto sería honrado con la atención de Harlot. Esta noche, mi padrino estaba iluminado, y tenía una historia que narrar.

—¿Estáis al tanto del supuesto secreto de Arnold? —preguntó.

—Sí —contesté.

—No sé cómo lo soportas —explotó Cal—. Cualquiera de estas noches Rosen terminará en la cárcel después de una sesión en el lavabo de hombres.

—Admito que Rosen está en peligro —dijo Hugh—, pero no en el lavabo de hombres. En una sauna, quizás. O en un hotel, con el muchacho equivocado. Sin embargo, siento afecto por él. Vive en constante peligro, y eso lo mantiene con los ojos abiertos. Es algo que podemos usar.

Como si acabara de ser acusado de carecer de esa facultad vital, mi padre dijo, con cierto enfado:

—¿Para qué lo mencionas?

—Porque me siento indiscreto. De modo que divulgaré una pequeña operación. Ambos debéis jurarme que no revelaréis nada.

—Lo juro —dijo Cal, levantando la mano en un gesto automático. Me di cuenta de que era un ritual al que habían recurrido en varias ocasiones.

—Lo juro —dije yo, uniéndome a las filas.

—El Ataque de Rosen, así es como lo llamo —dijo Harlot—. Vino hace un par de meses y me preguntó acerca de sus perspectivas de progreso. «O la falta de ellas», observé. No quería hacerle perder tiempo, de modo que le dije: «Rosen, puedes llegar lejos, pero sólo si te consigues una esposa». «¿Diría lo mismo de Harry Hubbard?», preguntó. «Por cierto que no. No es ambicioso, ni homosexual», respondí.

Como decidí no reaccionar, Harlot prosiguió.

—Bien, no os deprimiré con la historia, desmoralizadoramente triste, que me contó Rosen. Su secreto lo condena a una prisión, y sufre mucho por sus hábitos. Le gustaría cambiar. Siente hacia el otro sexo una «inquietud subliminal» nueva para él. Como se me ocurrió que no sería mala idea que iniciara un nuevo hábito, le dije: «Para quienes sólo están interesados en lo que ocurre de la cintura para abajo, el sexo no es más que una fricción notablemente agradable en un canal familiar». «¿Debería empezar con rameras?», me preguntó, y pronto me confesó que podría cruzar el puente en el caso de que su compañera fuese altamente promiscua, pues de ese modo establecería cierta proximidad con todos los hombres que la hubiesen precedido. Me pareció un concepto interesante.

»—No te acerques a las rameras —le advertí—. Ya que estamos hablando con franqueza, te diré que quizá seas demasiado judío para soportar su desprecio.

»—Ésa es la mitad de lo que siempre he encontrado en el sexo —respondió Rosen—. Desprecio. Estoy acostumbrado a él.

»—Sí —dije—, pero si te acostumbras a las rameras, nunca encontrarás la clase de mujer adecuada no sólo para ti, sino también para la Agencia. Es decir, si quieres progresar.

»—Bien, quizá tenga razón —contestó—, pero las mujeres decentes no significan nada para mí.

«—Tonterías —repliqué—, no hay mayor placer que el que se obtiene de una repugnancia superada.

»—Está citando al marqués de Sade —dijo Rosen.

»—Por cierto —respondí, y nos echamos a reír—. Sí —dije, sabiendo que había revertido su argumento—, cambia de hábitos, y comienza por un territorio virgen.

»—¿Se refiere literalmente a una virgen? —preguntó.

»—¿Por qué no? —dije—. Creo que se me ocurre una.

»—¿Quién es? —quiso saber—. ¿La conozco?

»—Quizá de manera casual —respondí—. Regresó de América del Sur hace un par de años para trabajar conmigo, aunque bastante lejos de ti. Era inteligente, pero no adecuada para lo que yo requería. La alenté a que renunciara a su puesto en la Agencia, y le conseguí un trabajo en el Departamento de Estado. Ahora trabaja para Rusk.

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