El fantasma de Harlot (172 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

ROSELLI: Muy bien. Capa y espada. Muy bien.

HARVEY: A Roma. O'Brien será el nuevo rey de esos jodidos italianos.

ROSELLI: No tiene necesidad de hablar así delante de mí.

HARVEY: A menudo olvido que es usted italiano.

ROSELLI: Como quiera. Llevaré la cuenta.

HARVEY: Me mandan a un lugar de segunda, amigo.

ROSELLI: Seguro. Comprendo. Llama jodidos italianos a las personas, pero tiene que cuidarse el culo. Quiere tomar Las Vegas por asalto. Cuidado: terminará siendo un vagabundo. Hágame un favor.

"59

Aprenda a hablar a los italianos antes de partir. No intente herir su honor.

HARVEY: El mundo está lleno de mierda. ¿Lo sabía? De mierda. Bebamos.

Kittredge, el resto de la transcripción no interesa. Espero que te guste lo que hice. Dejo las interpretaciones para ti.

HARRY (con prisa)

P. D. Confieso que me molestaron los comentarios de Roselli referidos a Modene. ¿No tienes nada que agregar en ese sentido?

26

8 de marzo de 1963

Querido Harry:

Has hecho un trabajo excelente, aunque la conversación no sea más que el chorro de la ballena. Ya temía esas referencias a Modene. Sabía que no te harían feliz pero, por otra parte, tú eres el único que has oído hablar a ambos hombres en otras ocasiones.

Te confieso que he estado pensando en Modene. Hace varias semanas, Hugh me entregó una serie de transcripciones AURAL-BARBA AZUL con este comentario: «Estoy prácticamente seguro de que estas damas ya no tienen importancia. No obstante, échales un vistazo».

Una nunca sabe qué piensa Hugh. Siempre puede poner una trampa. Por lo tanto, estudié unas cien páginas de cháchara entre Modene y Willie. Como Modene hizo las llamadas desde un teléfono público, puedes estar seguro de que gran parte de la conversación no hace más que referirse a lo molesto que es hablar desde una cabina. Harry, si insistes te enviaré las transcripciones, pero no diferirán del resumen que te hago. Antes de seguir leyendo te aconsejo que te tomes una copa.

Modene no ha entrado en contacto con Jack en muchos meses. Como habrás adivinado por el comentario de Roselli, no es feliz. Está bebiendo mucho. Obedeciendo la sugerencia de Sam, dejó de trabajar para Eastern, y ahora vive en Chicago. Giancana se ocupa de sus gastos, y ella no hace mucho más que esperarlo. Se queja constantemente de que está engordando, pero luego le dice a Willie que Sam ya no habla de casarse con ella. Busca el nombre de Phyllis McGuire en las columnas de sociedad, y se pelea con Sam. Le pregunta a Willie: «¿Te gustaría ser la número dos?». «¿Lo dejarás?», le pregunta Willie. La respuesta de Modene es: «No sé cómo». Está embarazada. Ella y Sam están de acuerdo en que debe abortar. Hay complicaciones. Necesita una segunda operación. Está convencida de que Sam ordenó a los médicos que hicieran un mal trabajo.

Por otra parte, el FBI no ha dejado de molestarla. Hay días en que no quiere ir a la esquina a comprar crema para el café porque cree que la están esperando. ¿Por qué piensa eso? Porque esa mañana sonó el timbre de la puerta de calle, y ella no contestó. De hecho, no abre la puerta a menos que esté esperando a alguien. Incluso la devota Willie empieza a cansarse de Modene. Comparan lo que han aumentado de peso. Como sospechaba, Willie es gordita. De estatura normal, pesa setenta y ocho kilos. Modene, algo más alta, pesa setenta y dos. Las conversaciones sugieren que, en efecto, Modene le está consumiendo demasiado tiempo a Willie.

Ahora que lo pienso mejor, incluiré la transcripción de una conversación entre Modene y Sam. Cómo lograron obtener esta joya los acólitos del Buda sigue siendo un misterio. Sabemos cuánto revisa Giancana el apartamento de Modene en busca de micrófonos, pero puede haber sucedido que el secuaz encargado del trabajo se hallara bajo los efectos de una borrachera, o que estuviera implicado en algún asunto criminal y se viera obligado a satisfacer al FBI.

MODENE: Tengo ganas de ir a San Francisco. ¿Por qué no me llevas?

GIANCANA: Te aburrirías. Se trata de un viaje de negocios.

MODENE: Vas a ver a Phyllis.

GIANCANA: McGuire está de gira por Europa. En Madrid. Te mostraré los recortes de Prensa.

MODENE: Por lo que veo, estás tan interesado por ella que recortas las noticias de ella y las llevas en el bolsillo.

GIANCANA: Tengo que hacerlo. Es la única forma de que creas que no está conmigo.

MODENE: Ella es la número uno. ¿Sabes lo que soy yo?

GIANCANA: No te pongas vulgar.

MODENE: Me vaciaron. No soy más que una bolsa vacía.

GIANCANA: No hables así.

MODENE: Soy un envase quirúrgico.

GIANCANA: ¿Quieres bajar la voz?

MODENE: ¿Por qué no llevas a tu número dos a San Francisco ahora que la número uno no está?

GIANCANA: No puedo, cariño.

MODENE: Porque no quieres.

GIANCANA: Es debido a tus estipulaciones.

MODENE: ¿De qué estás hablando?

GIANCANA: De la noche en que te llevé a Denver. Estipulaste la clase de habitación que querías. Nada de suite. Sólo una habitación. No puedo estar en una habitación. Necesito espacio.

MODENE: Deberías saber que no me siento tranquila en una suite. Te lo dije. Oigo cosas en el cuarto contiguo. Si viajamos por un fin de semana, estás ausente durante horas. Quiero tener la seguridad de una habitación con dos vueltas de llave.

GIANCANA: ¿Cómo podemos ir a ninguna parte, Modene? No estás bien. ¿Y si el FBI nos espera en el aeropuerto?

MODENE: No me lleves.

GIANCANA: Deja que consiga una suite en el St. Francis, y te llevaré.

MODENE: Tiene que ser una habitación.

GIANCANA: Reservaré una suite para mí y una habitación para ti. Cuando yo tenga que salir para encontrarme con alguien, tú te quedarás en la habitación. Pero dormiremos en la suite.

MODENE: No dormiré en una suite. Te repito que durante la noche oigo ruidos en el cuarto contiguo.

GIANCANA: Entonces, quédate aquí y emborráchate.

MODENE: Ya que me dejas elegir, prefiero quedarme aquí. Pero necesito dinero para movilizarme.

GIANCANA: ¿Adonde piensas movilizarte?

MODENE: Me quedo en Chicago. Pero me mudaré a un estudio. (15 de noviembre de 1962.)

Harry, no sé si quieres ponerte en contacto con Modene, pero después de pensarlo he incluido su nueva dirección y número telefónico. Están en el sobre pequeño cerrado que he puesto dentro de este otro de papel manila. Espero que lo medites bien antes de llamarla.

Te echo de menos. ¡Si sólo encontráramos un modo de vernos sin poner en peligro nuestra disciplina interior!

K.

27

Una noche, en un bar de Miami, recordé que antes de un partido de tenis, Modene se vendaba las uñas con esparadrapo. Ignoro si se debió al alcohol, pero el hecho es que los ojos se me llenaron de lágrimas. Si hubiera tenido su número de teléfono en el bolsillo, y no en un sobre cerrado dentro de un cajón bajo llave en el despacho, la habría llamado.

No he dicho nada de mi vida privada durante este período, aunque no hay nada que valga la pena registrar. Salí con unas cuantas de las atractivas secretarias que trabajaban en JM/OLA; las señoritas buscaban marido, mientras que yo, por cierto, no iba detrás de una posible esposa. Pronto volvía a reunirme con mis camaradas de Zenith para tomar unas copas. Cuando bebía en exceso, interrumpía por un par de días y le escribía una larga carta a Kittredge.

Fue un período curioso. Todo había empezado a moverse cuando mi padre volvió de Tokyo, pero tenía instrucciones de reorganizar a JM/OLA y transformarlo en una operación más reducida. Para marzo la escala era menor, aunque el trabajo consumía igual cantidad de tiempo. Cada vez que ordenaba un traslado, a mi padre le remordía la conciencia: él mismo había sido enviado muchas veces a lugares del mundo que consideraba inapropiadas para sus méritos y habilidades; por eso, procuraba estudiar el 201 de cada oficial que debía trasladar a una estación indeseable, y revisaba el legajo por segunda vez si el hombre debía viajar con su familia. En un principio pensé que lo hacía por consideración hacia sus subalternos, hasta que me di cuenta de que también se estaba protegiendo a sí mismo, pues no quería un número excesivo de quejas poniendo en duda sus criterios.

Las incursiones cubanas que enviamos durante los primeros meses de 1963 eran escogidas con referencia al presupuesto. Cualquier proyecto que figurase en los libros desde hacía tiempo, y que en consecuencia hubiese acumulado gastos, recibía la aprobación de Cal antes que una nueva operación que pudiese resultar menos costosa. Como esta práctica significaba que se utilizaban los proyectos de Bill Harvey a costa de otros nuevos concebidos por Cal, pensé que era una actitud más que generosa, hasta que advertí que, nuevamente, el motivo de mi padre no era tan bueno. «No puedo explicar una y otra vez a los auditores de la Compañía —decía Cal— que anulo una operación infructuosa porque fue iniciada por Bill Harvey. Los auditores nunca atienden razones. Son todo lo perezosos que la ley les permite.»

Mi educación progresaba.

Sin embargo, nuestro principal problema durante ese período eran las continuas negociaciones entre la Casa Blanca y el Kremlin. Estos poderes estaban supervisando la retirada gradual de los misiles, y había obstáculos. Bobby Kennedy nos alentaba a que organizáramos una operación de vez en cuando (nada importante, como para trastornar la transacción mayor), pero si Castro no respetaba ciertas promesas hechas por Kruschov, nosotros no teníamos por qué abandonar los ataques a la costa cubana. Una suerte de afinación. El inconveniente, no obstante, era que los exiliados no hacían más que pellizcar las cuerdas con sus ataques no autorizados. Alfa 66, el Comando 77, el Segundo Frente, el MIRR, o cualquiera de los grupos menos organizados (cuyos nombres variaban con tanta rapidez que no había tiempo de cambiar las etiquetas de sus carpetas) disparaban contra un barco soviético o hacían volar un puente en algún camino de tierra próximo a la costa cubana. Era como afinar los instrumentos con un diapasón chino. Los rusos protestaban aduciendo que nosotros estábamos detrás de aquellos actos de sabotaje, y eso, precisamente, era lo que los cubanos de Miami querían.

Desde el punto de vista de Kennedy, no era el momento propicio para esta clase de malentendidos. Los republicanos aprovechaban para agitar. El senador Keating, de Nueva York, que era una de las voces republicanas últimamente más oídas, sostenía que los soviéticos habían pertrechado una cantidad de cuevas cubanas con misiles no registrados. Helms no hacía más que enviar memorandos dirigidos a Cal pidiéndole que extendiera la Inteligencia. Pero era imposible verificar nada. Según los informes que recibíamos de nuestros agentes en Cuba, Castro almacenaba tanques, municiones, e incluso aviones en esas cuevas. Si la entrada de la cueva tenía una puerta y un puesto de guardia, como era posible que ocurriese, cualquier campesino cubano que cooperara con un grupo clandestino podía confundir fácilmente un tanque de gas con un misil. Y si no era así, los exiliados cubanos trasmitían estas observaciones a Keating después de adulterar la interpretación.

Sí, se trataba de un equilibrio delicado. El 31 de marzo la Casa Blanca anunció que se tomarían «todas las medidas necesarias para detener las incursiones de los exiliados». Estas medidas pronto involucraron a la Guardia Costera, el Departamento de Inmigraciones, el FBI, la Aduana y JM/OLA. Según descubrí en seguida, el gobierno era un organismo con una cualidad notable: jamás miraba hacia atrás. El FBI incursionó en muchos campamentos de exiliados en el sur de Florida y encontró bombas y cargas de dinamita. Se acusó a cubanos locales. Se interrumpió nuestro apoyo financiero a Miró Cardona y a la Comisión Revolucionaria Cubana. El Consejo Nacional de Seguridad dio por terminadas las invasiones de Cal. «La política es como el clima —fue la reacción de Cal—. Hay que esperar que cambie. La próxima vez que estés en Florida, guíate por este principio.» Se refería a un mensaje que puso sobre mi escritorio, proveniente de un caballero llamado Charlie Sapp, Jefe de la Inteligencia Policial de Miami. Decía: «La violencia, dirigida hasta el momento contra la Cuba de Castro, puede volverse ahora contra las agencias gubernamentales de los Estados Unidos».

—Llamé al señor Sapp —me dijo Cal—. No hacía más que hablar de los extremistas anticastristas. Temperamentos exaltados. Coyotes salvajes. Dice que desde octubre, cuando quedó claro que no entraríamos en guerra, se ha formado un grupo marginal absolutamente fuera de control. En este momento, están depositando panfletos en los buzones de la Pequeña Habana, Coral Gables y Coconut Grove. —Cal me leyó uno—: «Patriotas cubanos, enfrentaos a la verdad. Sólo una cosa permitirá que los cubanos patriotas regresen triunfantes a su país: un acto inspirado de Dios. Un acto que ponga en la Casa Blanca a un tejano que es amigo de todos los latinoamericanos».

—¿De quién proviene? —pregunté.

—No hay nombre. Lleva como firma: «Un tejano que protesta contra la influencia oriental que ha terminado por controlar, degradar, corromper y esclavizar a su propio pueblo». La retórica apunta a la Sociedad de John Birch.

—Sí —dije—, todos nosotros, el pueblo esclavizado de los Estados Unidos.

—Bien, no es necesario que reacciones como un colegial —dijo Cal—. No se gana nada con esa actitud de superioridad hacia la Sociedad de John Birch.

—¿De qué diablos hablas?

Nunca me había dirigido a él en esos términos. Me había olvidado de su genio. Fue como abrir la puerta del horno.

—Está bien —le dije—. Te pido disculpas.

—Aceptadas —dijo, y no pude por menos que imaginármelo como un sabueso que atrapa un pedazo de carne al vuelo.

Pero yo no carezco de genio, tampoco.

—¿Crees realmente que estamos esclavizados?

Se aclaró la garganta.

—Estamos corrompidos.

—¿Por quién?

—Ésa es una pregunta compleja, ¿no lo crees? Mejor pregúntate si los Kennedy tienen sentido de un valor
a priori
.

—¿Y en caso de que no lo tengan? Respiraba pesadamente.

—En St. Matt's, mi padre solía decirnos que el hombre que carece de valores
a priori
tarde o temprano hace un pacto con el diablo.

—Supongo que tú piensas lo mismo.

—Por supuesto. ¿Tú no?

—Yo diría que a medias.

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