Tomó un trago largo y pensativo. Mi padre siempre podía hacer que un clisé cobrara vida. Muchas veces he oído acerca de personas que cuando beben mucho alcohol se vuelven pensativas, pero mi padre bebía como un irlandés. Daba por sentado que con el fuego de la bebida entraban en él verdaderos espíritus. Inhalaba la animación que lo rodeaba, y sabía exhalar su propio entusiasmo. Nunca hay que malgastar la emoción.
—Rick, hay algo que debes tener muy claro. Se está librando una guerra. Estos comunistas son insaciables. Durante la guerra los tratamos como amigos, y nunca se repondrán de eso. Cuando seas mayor, puedes tener la mala suerte de entablar una relación con una mujer fea que disfrutará de lo que le ofrezcas pero que nunca ha compartido nada con otro hombre. Es demasiado fea. Amigo mío, te verás en dificultades. Verás que es insaciable. Le has hecho probar el fruto prohibido. Así son los rusos. Han conocido Europa oriental, y ahora la quieren toda.
Hizo una pausa y continuó:
—No, no es una buena analogía. Es mucho peor que eso. Estamos en una lucha final y definitiva con los rusos, y eso significa que debemos usarlo todo. No sólo el fregadero, sino también los bichos que salen del fregadero.
Se interrumpió a causa de los dos caballeros de pelo blanco sentados a su derecha. Se estaban levantando para marcharse.
—No pude evitar oír lo que le estaba diciendo a su hijo —dijo uno—, y debo decirle que estoy totalmente de acuerdo con usted. Esos rusos quieren cascarnos la nuez y comerse lo de dentro. No debemos permitírselo.
—No, señor —contestó mi padre—; no se comerán nada, se lo aseguro.
Y con estas palabras se puso de pie. Nos unía el ánimo espléndido que caracteriza un acuerdo en común. En el ambiente del Veintiuno reinaban el honor, la aventura y la opulencia que otorgan unos ingresos suficientes. Hasta yo podía prosperar allí. Volvimos a sentarnos.
—Guárdate esto estrictamente para ti —dijo mi padre—. Voy a confiarte un gran secreto. Hitler solía decir: «El bolchevismo es un veneno». No hay que rechazar de plano esa idea sólo porque la haya expresado Adolfo. Hitler era tan espantoso que arruinó para todos nosotros el ataque contra el bolchevismo. Pero la idea fundamental es correcta. El bolchevismo es veneno. Hemos llegado al punto —bajó la voz hasta el murmullo más bajo usado durante el almuerzo— de tener que emplear a unos cuantos de esos viejos nazis para luchar contra los rojos.
—Oh, no —dije yo.
—Oh, sí —dijo él—. Ni siquiera tenemos opción. El OSO no es muy competente. Se suponía que debíamos poner agentes en todos los países tras el Telón de Acero, y ni siquiera pusimos migajas para los pájaros. Cada vez que construíamos una red, descubríamos que los rusos ya tenían una. El gran Oso Ruso mueve sus ejércitos por cualquier parte detrás del Telón de Acero, y nosotros ni siquiera tenemos un sistema efectivo de alarma. Si hace dos años los rusos hubieran querido marchar sobre Europa, habrían podido hacerlo. Nos habríamos levantado por la mañana para oír sus tanques en las calles. Por espantoso que te parezca, la Inteligencia no es fiable. ¿Te gustaría vivir con una venda en los ojos?
—Supongo que no.
—Llegamos al extremo de tener que utilizar a un general nazi. Lo llamo General Microfilme. No puedo revelar su nombre. Era uno de los principales de la Inteligencia alemana en el frente ruso. Se ocupaba de recuperar a los rusos más prominentes capturados por los alemanes y volverlos a infiltrar detrás de las líneas rusas. Por un tiempo lograron carcomer el Ejército Rojo; incluso hicieron entrar a algunos de sus muchachos en el Kremlin. Justo cuando estaba por terminar la guerra, este general, antes de destruir sus archivos, enterró cinco cajas de metal en algún lugar de Baviera. Contenían las copias microfilmadas de sus archivos. Un producto voluminoso. Lo necesitábamos. Ahora tenemos tratos con él. Ha construido nuevas redes a través de toda Alemania Oriental, y no hay mucho de los planes que tienen los rusos para Europa del Este que los comunistas alemanes no informen a los agentes de Alemania Occidental. Este general puede ser un ex nazi, pero, nos guste o no, es valioso. De eso me ocupo yo. Se trabaja con lo casi peor para vencer lo peor. ¿Te das cuenta?
—Quizá.
—Quizá tú seas demasiado liberal, Herrick. Los liberales se niegan a mirar al animal en su totalidad. Dennos las partes más sabrosas, dicen. Creo que Dios necesita unos cuantos soldados.
—Bien, pues creo que yo podría ser un buen soldado.
—Así lo espero. Cuando te rompiste la pierna fuiste un excelente soldado.
—¿Lo crees así?
Este solo momento hizo que el almuerzo fuera maravilloso para mí. De modo que quería que lo repitiese.
—No hay duda de ello. Un gran soldado. —Hizo una pausa. Jugó con su copa. Con la mano libre hizo un movimiento de vaivén sobre la mesa, del pulgar al meñique—. Rick —anunció—, tendrás que ser valiente de nuevo.
Era como aterrizar después de un largo vuelo. A cada instante mi foco se movía más cerca del de mi padre.
—¿Se trata de algo médico? —pregunté. Luego me respondí a mí mismo—: Es por las pruebas que me han hecho.
—Déjame hablarte primero de lo positivo. —Asintió—. Es operable. Hay un ochenta por ciento de probabilidades de que sea benigno. De modo que cuando lo extirpen, sacarán todo.
—¿Un tumor benigno?
—Como has oído, están seguros en un ochenta por ciento. Una estimación conservadora. Yo diría un noventa y cinco por ciento.
—¿Por qué lo crees?
—Puedes tener fuertes dolores de cabeza, pero los poderes existentes no están listos para sacarte de escena. No tiene sentido.
—Quizá nada de esto tenga sentido —dije yo.
—No lo creas. Preferiría que te desplomaras aquí, en público, en mi restaurante favorito, que verte descender a ese nihilismo inmaduro. No, considéralo de esta manera. Supón que el Diablo cometió un error y descargó su envidia sobre ti —otra vez mi padre empezó a susurrar como si el nombrar a Satanás en voz alta pudiese convocarlo—, en ese caso, vamos a echarlo de inmediato. A extirparlo. Rick, tus jaquecas desaparecerán.
—Eso está bien —dije.
Estaba a punto de llorar. No debido a la operación. No me había percatado de que hubiera una operación tan próxima, aunque formaba parte de mi horizonte de expectativas. Hacía tres meses que me estaban sometiendo a pruebas. No, estaba listo para llorar porque ahora sabía por qué mi padre me había invitado a almorzar y me había confesado sus secretos profesionales.
—Convencí a tu madre —dijo—. Es una mujer muy difícil, pero tuvo que reconocer que he conseguido uno de los mejores neurocirujanos del país. Debo decirte, confidencialmente, que también trabaja para nosotros. Lo hemos convencido para que nos ayude con unas técnicas de lavado de cerebro que estamos experimentando. Necesitamos mantenernos a la par de los rusos.
—Supongo que conmigo aprenderá un poco más acerca del lavado del cerebro.
Mi padre esbozó una sonrisa.
—Él te dará todas las oportunidades para que llegues a ser el hombre que deseas ser.
—Sí —asentí. Tenía una sensación horrenda, que no podía explicar. Sabía que el tumor era lo peor de mí. Todo lo podrido estaba concentrado en él. Sin embargo, siempre había supuesto que tarde o temprano desaparecería solo—. ¿Qué ocurre si no se opera? Puedo seguir viviendo con mis jaquecas.
—Existe la posibilidad de que sea maligno.
—¿Quieres decir que cuando me abran la cabeza pueden descubrir un cáncer?
—Una posibilidad entre cinco.
—Tú dijiste noventa y cinco por ciento. ¿No es eso una posibilidad entre veinte?
—Muy bien. Una entre veinte.
—Papá, eso es veinte a uno. Diecinueve a uno, en realidad.
—Me refiero a otra clase de probabilidades. Si las jaquecas te debilitan durante tus años de desarrollo, terminarás siendo un hombre a medias.
Ya me imaginaba el resto. «Debes ponerte en forma», me diría después.
—¿Qué piensan los médicos? —pregunté por fin.
Era evidente que me acababa de dar por vencido.
—Dicen que hay que operar.
Años después, un cirujano me dijo que la operación debía de haber sido electiva, no obligatoria. Mi padre mintió. Su lógica era simple. Él no me manipularía a mí ni a ningún otro miembro de la familia que sostuviera algo contrario a sus propios sentimientos a menos que estuviese implicada otra persona; si se consultaba a una tercera parte, entonces se había recurrido a una autoridad. Como yo había preguntado qué opinaban los médicos, mi padre se había erigido en autoridad final.
Sacó la cartera para pagar la cuenta. A diferencia de Al, mi padre no hacía chasquear el dinero. Lo depositaba sobre el platillo como si fuese un emplasto.
—Cuando esto haya terminado —dijo—, te presentaré a un querido amigo a quien le he pedido que sea tu padrino. No es una costumbre tener un nuevo padrino a los quince años, pero el que te dimos al nacer era un amigo de tu madre, y ha desaparecido. El tipo que traeré es muy superior. Te gustará. Se llama Hugh Montague, y es uno de los nuestros. Hugh Tremont Montague. Hizo proezas para la OSS cuando trabajábamos juntos con los británicos. Durante la guerra trabajó con J. C. Masterman, un nombre que puedo decirte. Profesor de Oxford. Uno de sus grandes espías. Hugh te informará acerca de todo eso. Los ingleses son verdaderos ases en este tipo de trabajo. En 1940 capturaron a varios de los primeros espías alemanes enviados a Inglaterra y lograron darles la vuelta. Como resultado, la mayoría de los espías alemanes posteriores fueron detenidos al llegar. Durante el resto de la guerra, el ABWEHR recibió la peor contrainformación por boca de sus propios agentes en Inglaterra. ¡No te imaginas lo mucho que los británicos querían a sus agentes alemanes! Tan leales con ellos como con sus propios perros de caza. —Mi padre se echó a reír con ganas — . Debes convencer a Hugh para que te diga los nombres en código que nuestros amigos británicos le pusieron a los alemanes. Nombres perfectos para perros, como APIO, NIEVE, GARBO, ZANAHORIA, TELARAÑA, SALMONETE, LÁPIZ LABIAL, NEPTUNO, PEPPERMINT, PIOJOSO, VAGABUNDO, TÍTERE, CANASTA, BIZCOCHO, BRUTUS. ¿No retrata eso a los ingleses?
Durante años me quedaba dormido rodeado por hombres y mujeres que sostenían placas de bronce con nombres en mayúsculas: BRUTUS, TELARAÑA, TESORO, ARCO IRIS. A medida que me preparaba, al final de mi almuerzo en el Veintiuno, a perder para siempre una parte del cerebro, los nombres de viejos espías, nombres en código de perros de caza, empezaban a ocupar, uno por uno, la cavidad que los aguardaba.
En mi adolescencia me bastaba decir «Dios», y pensaba en el sexo. Dios era para mí la lujuria. Dios era como la imagen del diablo que nos presentaban en la capilla de St. Matthew's. La capilla estaba dedicada a Cristo diariamente, pero al menos una vez por semana nos enterábamos de las tentaciones de un espíritu algo legendario, llamado Satanás. La capilla mantenía bien separados a Dios y Satanás, pero yo, a diferencia de otros estudiantes de St. Matthew's, no hacía más que confundirlos. Tenía buenas razones para ello: fui introducido en las relaciones carnales durante mi primer año de colegio por un capellán asistente que se apoderó de mi pene de catorce años y lo succionó gomosa e infatigablemente entre sus apretados, desdichados labios.
Estábamos en Washington, D. C, en un viaje de excursión. Quizá sea ésta una razón más por la que odio a nuestra delicada y opresiva capital, ese amplio pantano bien pavimentado. El aburrimiento y la mala memoria están en la raíz de muchas opresiones, supongo, y esa noche yo compartía una cama doble con el capellán asistente en un hotel económico no lejos de la calle H Noroeste. No podía dormir y me sentía lleno de aprensiones justo en el momento en que el capellán salió de una etapa de ronquidos estentóreos, murmuró varias veces el nombre de su esposa («Bettina, Bettina»), procedió a tomarme de las caderas y despojó mis atónitas y jóvenes partes pudendas de su prístino rocío. Recuerdo que permanecí acostado allí y tomé cabal conciencia de los otros dieciséis integrantes de mi clase que también participaban del viaje y estaban en el hotel. Los visualicé, de dos en dos y de cuatro en cuatro, en los otras seis habitaciones donde habían sido instalados. El capellán asistente era nuestro guía en ese viaje anual a Washington, y como durante mi primer año en el colegio nadie me asociaba con ningún compañero, y era considerado un solitario, el capellán asistente, un tipo comprensivo, me asignó a su cuarto.
En los otros cubículos, ¿quién podía saber lo que estaba sucediendo? En St. Matthew's lo llamaban «embromar». Como mi memoria estaba estigmatizada por las imágenes de la bestia de dos espaldas de mi padre y mi madrastra (una bestia de dos espaldas mucho antes de que encontrara la frase en
Otelo
), yo me mantenía a distancia de ese tipo de juegos. No obstante, todos sabíamos que pasaban cosas así en los dormitorios del colegio. Los muchachos se colocaban uno junto al otro y se acariciaban para ver cuál la tenía más larga. Era la edad de la inocencia. Que fuera más gruesa no era ni siquiera un concepto que nos imagináramos, pues habría sugerido penetración. Lo más cerca que los muchachos llegaban a eso era cuando montaban a una dulce criatura gorda llamada Arnold; lo llamábamos el Arnold de St. Matthew's. Ya a los catorce años teníamos cierto ingenio literario, y el Arnold de St. Matthew's solía bajarse los pantalones y acostarse en una cama, exhibiendo sus nalgas. Seis u ocho de nosotros observaba mientras dos o tres de los más atléticamente formados se turnaban golpeando el surco entre las nalgas de Arnold con sus flamantes instrumentos.
—Eres asqueroso —decían, y él contestaba, con un gimoteo:
—Bah, callaos. Vosotros también lo hacéis.
Jamás era algo homosexual. Era «embromar». Una vez terminado, no era extraño que el jovencito saltara del cuerpo de Arnold, se limpiase, y exclamara:
—¿Por qué no eres una niña? Pareces una niña.
Y era cierto. Las nalgas de Arnold parecían dos lunas. Pero Arnold, que tenía su propia dignidad masculina que defender, respondía:
—Bah, cállate.
Era más pequeño que los muchachos que lo usaban, de modo que ellos casi no le pegaban por ser grosero.
Como digo, yo simplemente observaba. No era aficionado a comparar el tamaño de los falos. Me sentía electrizado, pero ya a los catorce años había adquirido parte del aislamiento propio de los Hubbard. No demostraba interés.