El fantasma de Harlot (107 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

Me puse furioso. Resulté ser un agente de caso más celoso de lo que pensaba. No sentía tanta preocupación por Chevi como indignación por su pánico. ¿Habría confesado por poco? Sin duda, la situación de Chevi era delicada. Sentía ansiedad, pero decidí correr el riesgo y le pedí a Hunt que me acompañara, ya que lo más seguro era que no se molestase en esperar a que soltaran a Chevi.

Sin embargo, se mostró fastidiado, lo que era predecible.

—Qué fiasco. Nuestro mejor agente descubierto. Ya no nos sirve de nada.

—Lo sé, pero ocurrió.

—Me siento avergonzado. El lunes llega Archie Norcross a ocupar mi cargo. En lugar de entregarle una estación en orden, tengo que ayudarlo a recoger los huevos rotos.

—Lo siento.

—Deberíamos haber alertado a Peones acerca de la necesidad de proteger a AV/ISPA.

—Howard, no era posible. Habríamos revelado su verdadera identidad.

—Bien, llamaré a Pedro. Una llamada telefónica será suficiente.

¿Lo sería? Peones no estaba en Uruguay. Había una convención de policías en Buenos Aires.

Howard consultó el reloj.

—Tengo una cena en el club de campo. Podemos ocuparnos de esto mañana por la mañana.

—No podemos esperar hasta mañana. Esta noche pueden hacerle mucho daño.

—¿Crees que sería distinto si yo fuera contigo?

—Howard, me considerarán un funcionario sin importancia del Departamento de Estado. Pero saben quién es usted. Funcionará. Y usted podrá irse cuando ellos reciban el mensaje.

Levantó las manos.

—Llamaré a Dorothy. Qué diablos. A lo sumo, perderé una hora. Esta noche no es más que una de esas fiestas de despedida. —Apagó el cigarrillo—. Ese imbécil de Chevi Fuertes. Bien, por lo menos podremos demostrar cómo nos preocupamos por nuestros agentes.

La Jefatura de Policía estaba emplazada en un edificio de ocho pisos construido a principios de siglo para dar cabida a nuevas aventuras comerciales en expansión. Ahora, el vestíbulo parecía abrumado por las sombras de empresas fracasadas. La ley y la Policía se habían apoderado del edificio.

Nos dirigimos a los calabozos. Estaban en la parte trasera de los pisos inferiores, y yo sugerí que fuéramos a buscar al asistente de Peones. Su despacho estaba en el sexto piso, y el ascensor no funcionaba.

Las escaleras eran anchas. Tuve tiempo de contemplar la lobreguez. ¡Cuántas desilusiones se habrían aglomerado en estos silencios abovedados, qué olores rancios brotaban de los escalones! Las colillas que no habían logrado llegar a las escupideras yacían como escarabajos hinchados sobre un campo de antiguo linóleo.

Estábamos tan concentrados en conservar el aliento que nos pasamos de largo y llegamos a la séptima planta. Nos disponíamos a volver sobre nuestros pasos, cuando nos percatamos de que algo no iba bien. El piso entero estaba vacío. Las puertas de las oficinas estaban abiertas y mostraban cuartos sin muebles. La luz de la noche entraba por las sucias ventanas de tres metros de altura, cubiertas de hollín. Era como si hubiéramos perdido un recodo de nuestras vidas. Tuve tiempo de preguntarme si la muerte sería así, un vestíbulo sucio y vacío sin nadie esperando por uno.

—¿Puedes creerlo? —comentó Hunt —. Nos hemos pasado.

En ese momento, ahogados por el acero, las vigas de madera y la argamasa, llegaron a nuestros oídos gritos provenientes del piso superior. Aunque apagados, sonaban como el quejido de un perro arrollado por un coche. La sensación de pérdida reverberaba en el horizonte. Ni Hunt ni yo pudimos hablar. Era como si estuviéramos en una casa ajena, y desde el cuarto de baño emergieran ruidos increíbles de esfuerzo intestinal.

Cuando por fin llegamos al sexto piso y dimos con el asistente de Peones y nos presentamos, el nombre de Hunt hizo que el oficial se pusiera de pie e hiciera la venia. Nuestro trabajo fue rápido. Era una suerte que no nos hubiéramos demorado en ir, nos aseguró el asistente. La sesión de interrogatorio aún no había comenzado. El señor Eusebio Fuertes sería puesto bajo nuestra custodia.

—Bajo la de él —aclaró Howard, señalándome—. Yo llegaré tarde a una cita.

Esperé más de una hora, y cuando por fin vi a Chevi, los dos permanecimos en silencio. No hablamos hasta llegar a la calle. Durante cuatro horas no cesó de hablar de su situación, y para entonces yo ya le había prometido vastas extensiones de la Luna. Estaba a merced de Peones y del PCU. Cualquiera de los dos intentaría vengarse.

—Soy hombre muerto —me dijo.

—Los del partido no serían capaces de matarte, ¿verdad? —Confieso que, mentalmente, estaba escribiendo mi informe sobre «Políticas de exterminio del PCU».

—Se limitarían a expulsarme del partido —dijo — . Después se encargarían de mí los Tupamaros. Los extremistas del PCU los alertarían, y eso equivaldría a mi aniquilamiento. Hay una sola solución. Debe sacarme del país.

Hablé de Río de Janeiro y de Buenos Aires. Chevi dijo que eran dos opciones peligrosas. Le ofrecí el resto de América del Sur, América Central, México. Sacudió la cabeza.

—¿Dónde, entonces?

—Miami.

Dejaría a su mujer y a su familia. Eran demasiado comunistas. Iría a Miami solo. Debíamos conseguirle trabajo en un lugar decente. Un Banco, por ejemplo. Un hombre que hablaba español, pero que no era cubano, podía ser muy útil para tratar con los cubanos, que en cuestiones de dinero eran notoriamente informales.

—Nunca podré conseguirte condiciones tan ventajosas.

—Lo hará. La alternativa es demasiado espantosa. Para protegerme, tendría que dirigirme a los diarios de Montevideo. La publicidad sería más perjudicial para mí que para ustedes, pero en la celda he aprendido una cosa: no quiero morir. Para asegurarme, estaría dispuesto a hundirme en el infierno de la revelación pública.

En veinticuatro horas conseguimos documentos falsos, pasaporte y un visado para los Estados Unidos. Conseguimos emplearlo en un Banco de Miami, propiedad de la Agencia. Esa noche yo no habría apostado por ello, no después de ocho horas ante el codificador-descodificador comunicándome con los Avinagrados, lo que me dio un nuevo motivo para estar harto de Chevi; pero llegaría el momento en que él y yo volveríamos a trabajar juntos, allá en Miami.

Quinta parte
La bahía de Cochinos
Mayo de 1960-abril de 1961: Miami
1

Después de la partida de Howard Hunt, me quedé en Uruguay varias semanas y no regresé a los Estados Unidos hasta comienzos de mayo. Como me debían varias semanas de vacaciones, fui a Maine, con la intención de pasar por Mount Desert y hacer una visita inesperada a Kittredge en Doane.

No me atreví. ¿Qué posibilidad de fantasía me quedaba en caso de que me rechazara? La imaginación romántica es práctica en lo que a su subsistencia se refiere.

En cambio, fui más al norte, al parque estatal Baxter, y una vez allí escalé el monte Katahdin. En mayo es una empresa por demás molesta. Las moscas negras resultaron casi intolerables, y no me libré de ellas hasta que alcancé los vientos que barren la alta y abierta cresta que conduce a la cima.

La cresta se llama Knife Edge. Recorrerla no es una gran proeza, pero aun así, tiene un kilómetro y medio de extensión, con precipicios de cien metros de profundidad a ambos lados. Si bien la ruta no es nunca muy angosta, en mayo el hielo todavía no se ha fundido del todo, y a las tres de la tarde ya es noche cerrada. Caminé pesadamente por barrancos llenos de nieve y empecé a sentir que no sólo era el único hombre en aquella montaña, sino en los Estados Unidos. Como una revelación, me di cuenta de que mi ignorancia sobre temas como la política podía considerarse asombrosa. ¿Sería acaso una anomalía en la Agencia? Berlín me había pasado por alto, y en Uruguay había actuado en un país cuya política me había resultado extraña.

Ahora estaba listo para trabajar sobre Cuba. Era esencial realizar una investigación. Regresé a Nueva York, encontré un hotel económico en Times Square, y pasé una semana en la sala de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York tratando de ponerme al día acerca de nuestro vecino del Caribe. Leí un par de historias, pero retuve poco. Me quedaba dormido sobre el libro. Estaba preparado para derrocar a Castro pero no deseaba conocer la historia de su país. Me contentaba con estudiar números atrasados de
Time
, pero me temo que la única razón para hacerlo era que una vez Kittredge me había informado de que el señor Dulles, cuando quería reforzar un punto de vista de la Agencia, a menudo utilizaba esa revista. Además, Henry Luce había cenado una noche en el Establo.

Sin embargo, el primer año de Castro como líder era difícil de seguir. En Cuba había demasiadas disputas. Los ministros renunciaban en bloque como protesta por leyes recientemente promulgadas. Un episodio en especial me llamó poderosamente la atención. El 31 de enero de 1960 John F. Kennedy, senador por Massachusetts, anunció que aspiraba a la presidencia de los Estados Unidos. Me parecía joven. No era más que doce años mayor que yo y yo, por cierto, me sentía singularmente joven. Dos semanas de permiso habían estado a punto de acabar conmigo. Por otra parte, cada muchacha atrevida que veía en las calles de Nueva York me parecía arrebatadora.

Terminé invitando a mi madre a almorzar. No había hecho planes para verla; mi implacable falta de cariño hacia ella se asentaba en mi diafragma como una piedra. Aunque en realidad no sabía qué echarle en cara, me resultaba imposible perdonarla. Pero estaba enferma. Antes de marcharme de Montevideo, me envió una carta en la que me decía, entre otras cosas, que la habían operado; eso era todo: el informe de un hecho. Luego me hablaba de parientes que yo no había visto en años, y terminaba con insinuaciones. «Tengo una buena suma de dinero ahora, y no sé qué hacer con él; por supuesto, algunas fundaciones no dejan de flirtear conmigo.» No era preciso ser demasiado inteligente para darse cuenta de que en realidad me estaba diciendo: «Maldito, préstame un poco de atención, o regalaré todo lo que tengo.» En aquellos años el dinero no me importaba en absoluto. Tal vez fuera por orgullo, pero su amenaza me dejaba indiferente.

Sin embargo, la última página de su carta incluía una muy larga posdata. Allí su escritura revelaba lo que su voluntad no quería admitir: «Ay, Harry, he estado enferma últimamente —estallaba—. Me han hecho una histerectomía. Ya no tengo nada. No quiero volver a hablar del asunto».

Mientras ascendía por las blancas laderas boscosas del Katahdin, cuando caminaba en medio de la temperatura invernal del atardecer, o mientras dormitaba sobre la mesa de la biblioteca, un insoportable sentimiento de culpa presionaba sobre mi falta de cariño hacia mi madre. Me di cuenta de que estaba anclado a un tormento de amor que me impulsaba a llamarla. Finalmente, la invité a almorzar al Colony, pero ella prefirió ir al Veintiuno, ese reducto de hombres. ¿Sería para tomar posesión de mi padre?

Al saludarla vi que la histerectomía estaba marcada en su piel (plena pérdida capital). Su aspecto me pareció horroroso. Aun no tenía cincuenta años, pero la derrota —el pálido matiz de la derrota— se hundía en las arrugas de su cara. Mientras avanzaba hacia mí en el vestíbulo de entrada del Veintiuno, vi que había perdido todo lo que, según ella, se había ido. Con ello habían zozobrado los juegos del amor en los que había sido experta durante treinta años, y todos los bolsillos vacíos del corazón entregados a tales juegos.

Por supuesto, traté de pensar lo menos posible en estas cosas. Era mi madre. De hecho, yo luchaba con sentimientos contradictorios. Si bien la abracé al saludarla y, para mi sorpresa, experimenté un verdadero sentimiento de protección hacia esa mujer pequeña, correosa y de mediana edad en que se había convertido desde que la viera por última vez en el Plaza hacía ya tres años, no confié en esa ternura. Demasiado a menudo las putas de Montevideo habían hecho que me compadeciera perversamente de su patetismo, y las había abrazado con igual afecto. Ahora, al estrecharla entre mis brazos, se aferró a mí tan ferozmente que me sentí confundido y distante.

Durante el almuerzo trajo a colación el tema de mi padre. En ese momento, sabía mucho más de su vida que yo.

—Su matrimonio está en dificultades —me aseguró.

—¿Se trata de un hecho o de una suposición?

—Está otra vez en Washington, y muy ocupado con una empresa, o como quiera que se llame lo que hacen, y está solo.

—¿Cómo lo sabes? Yo no estoy enterado de nada.

—Nueva York tiene docenas de fuentes de información. Te digo que está en Washington, y ella prefirió quedarse en Japón. Mary, ese gran borujo blanco y obediente. No es del tipo de las que acampan en un país extranjero, a menos que haya conseguido un amante.

—Oh, mamá, nunca tuvo ojos para otro que no fuese Cal.

—Apuesto a que se ha enamorado de un pequeño y respetable caballero japonés con mucho dinero.

—No creo en nada de esto.

—Pues se han separado. Pronto te enterarás, supongo.

—Ojalá papá se hubiese puesto en contacto conmigo —le espeté.

—Ya lo hará. Cuando le venga en gana, claro. —Partió un trozo de pan y lo esgrimió como si ahora estuviera a punto de confiarme un secreto—. Cuando veas a tu padre quiero que le digas que le mando saludos. Y si puedes, Herrick, dile también que me brillaron los ojos cuando te di el mensaje. —Guardó silencio unos instantes; al cabo, agregó en un murmullo — : No, quizá sea mejor que no le digas tanto. O quizá sí. Usa tu propio juicio, Rickey. —No me había llamado así en años—. Estás más guapo que nunca —agregó, y jamás en mi vida me pareció menos bella. La operación pesaba sobre ella como una humillación social de la que simplemente no podía librarse—. Rickey, empiezas a parecerte a Gary Cooper de joven, a quien tuve el placer de invitar a almorzar.

Sólo sentí una pequeña punzada de ternura, pero al menos era pura. Después de que nos hubiésemos despedido, entré en un bar a tomar una copa, disfrutando del vacío de la hora temprana, y medité acerca de la naturaleza del amor. La mayoría de nosotros, cuando estamos enamorados, ¿no lo estamos sólo a medias? ¿Podían alguna vez concordar Alfa y Omega? Albergar pensamientos amables hacia mi madre hacía que otra parte de mí se sintiese más fría que nunca. ¿Cómo perdonarle a Jessica el que empezara a perder su belleza?

Esa noche, demasiado deprimido, me di cuenta de que como oficial de caso en Montevideo había perdido mi identidad, y que ahora no tenía nada con que remplazaría. Uno madura dentro de una identidad. Sin ella, sufre una regresión. Telefoneé a Howard Hunt a Miami.

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