El fantasma de Harlot (105 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El juego del diablo. Creo en el matrimonio, ¿sabes? Creo que los sacramentos son un pacto entre Dios y los hombres, y tan obligatorios como se supone que deben ser los contratos legales en el mundo empresarial, jurídico, industrial. Esos contratos pueden violarse, pero no demasiado, o de lo contrario los males de la sociedad alcanzarían un número crítico. Por analogía, creo que si se violan demasiados sacramentos Dios se comunica menos con nosotros. Es por este motivo que considero el matrimonio un voto sagrado.

Estaba lista para decirte te amo y adiós, querido mío, pero ¿cómo dejarte totalmente frustrado por no contarte lo que me pasó durante el Proyecto? Tengo el extrañísimo sentimiento de que debo decirte algo igualmente confidencial, igualmente importante para mí, o de lo contrario estaré violando nuestro pacto tácito. El convenio me pesa tanto como mi voto. Sucede que soy muy parecida a mi padre: ávida de poseer el conocimiento absoluto por una parte, y un tanto intimidada ante el mundo por la otra. Mi padre resolvió este dilema llenando su espacioso cerebro con Shakespeare, y después subsistiendo sobre la base del macizo esnobismo de su sabiduría. Mucho me temo que en sus peores momentos debe de haber tenido una existencia propia de una cagarruta (¡perdóname, padre!), pero aun así mi Papaíto Profesor puede haber actuado como un catalizador capaz de atraer las fuerzas horribles hacia los demás. ¿Te mencioné alguna vez el episodio del fantasma de la Custodia, Augustus Farr? Nunca se lo he contado a nadie. Me ha visitado. La primera vez fue la víspera de Pascua, hace mucho, cuando Padre nos leyó una parte de
Tito Andrónico
.

Mientras Lavinia entre sus muñones sostiene

el cuenco que recibe tu sangre culpable.

¿Lo recuerdas? Interiormente, me sentía atravesada, paralizada. Veía claramente mis propias muñecas como muñones sosteniendo un cuenco en el que estaba la cabeza de mi adorado Hugh. Por alguna razón, tú revoloteabas en el trasfondo. Eso me hizo pensar si no serías el verdugo, lo cual fue, sin duda, la manera más extraña de imaginarte, ya que pensaba que eras el joven más atractivo que jamás había conocido, tan bien parecido como Montgomery Clift, e igualmente solemne, tímido y resuelto. Lo mejor de todo era que todavía no estabas formado. Tu salvación es no haber sabido lo atractivo que en aquellos días resultabas para las mujeres, de lo contrario, te habrías convertido en un cerdo, lo que supongo que debes de ser ahora, después de un año y medio de retozar en tus burdeles uruguayos. Pero debo cuidarme, pues estoy a punto de volverte a atacar, un síntoma peligroso que he terminado por reconocer. Creo que se debe a que poseo un temor implícito a lo que te voy a decir a continuación. Aquella lejana víspera de Pascua tuve una experiencia espantosa. Augustus Farr, o su íncubo, o la criatura que fuese, me visitó en mi cama de la Custodia y me sometió a todo tipo de horrores. Me sentí como una oscura y sucia partera dando a luz a sangrientos fracasos y asquerosos hechos shakesperianos. Estaba en el más inmundo trance de la carnalidad, y tenía la boca llena de bestezuelas del submundo. ¿Recuerdas que esa misma tarde te había dicho que Hugh y yo habíamos felizmente logrado nuestra Solución Italiana? Esa noche, Augustus Farr fue mi guía sexual por esas oscuras y malolientes profundidades donde también reside la belleza, y me di cuenta de lo que Hugh y yo nos estábamos haciendo mutuamente mientras yo seguía siendo, de un modo ostensible, virgen. Ese mismo verano, en la Custodia, durante mi noche de bodas, Hugh, formal y sanguinariamente, finalmente me desfloró, y tuve la dicha conyugal de unirme a él, espasmo por cabriola, cabriola por espasmo, y él saltando como un macho cabrío de cumbre en cumbre, y sabiendo cómo caer. Sí, una experiencia extraordinaria. Puedo estar hiriéndote, mi querido Harry, pero pago en efectivo, y cuando me confieso, lo confieso todo. Sí, en el último, largo e ilimitado salto, estaba Augustus Farr, consustanciado en cuerpo y aliento con nosotros. Mi avidez debe de haberlo convocado, mi avidez que calaba tan hondo como las montañas sepultadas de lujuria y sabiduría de mi padre. Yo nunca había sabido que el bien y el mal pudieran hablarse tan intensamente el uno al otro en una danza como aquélla.

Después de esa noche de bodas, Augustus Farr no intentó acercarse a mí durante mucho tiempo, pero creo que consiguió poner su firma en mi matrimonio. Por supuesto, el matrimonio ocupa tantos estratos de uno que puede resultar melodramático hablar de una impronta maligna sobre toda una relación. Por otra parte, no se puede ignorar un diente de ajo en un pastel de bodas.

Farr no volvió a aparecer hasta mi sexto mes de embarazo, durante las vacaciones que tomamos en la Custodia en 1956. Ocurrió una noche de agosto, en el transcurso de un «congreso sexual» (lo llamo así porque Hugh estaba un tanto retirado debido a mi gran barriga). Polly Galen Smith me dijo una vez que ella hizo el amor hasta el día anterior a que naciera su bebé —¡tanto adora el sexo! —, pero en nuestro caso no fue así. Teníamos un congreso sexual. Sin embargo, esa noche especial me sentí la concubina más gorda del serrallo, y totalmente depravada. Recuerdo que deseé que hubiera alguien observándonos a Hugh y a mí.

De algún modo debo de haberle comunicado a mi querido compañero estas conmociones subterráneas, porque de pronto nuestro acto ya no tuvo nada escolar; Hugh y yo estábamos otra vez locos el uno por el otro, y sentí que el bebé se movía y formaba parte de nosotros. Luego, de pronto, éramos mucho más que eso. Una presencia maligna —llámala como quieras— estaba con nosotros. En el silencio de la noche yo podía sentir la resonancia libidinosa que el mal sabe impartir. Incluso ahora me resulta difícil relatarlo, pero tuve visiones rosáceas (es decir, ardientes) de la degradación humana, y oí gritos de placer que reverberaban en las fétidas profundidades del abismo. Augustus Farr estaba tan cerca de mí como mi marido y mi hijo sin nacer, participando de nuestros ritos saturnales. Sentí que si no me detenía en ese mismo instante, me robarían mi futuro hijo por algún trueque satánico. «Es sólo una idea», pensé, porque estaba temiblemente excitada y quería seguir, y con un grito fuerte e inhumano, Hugh hizo que nos hundiésemos con él. Luego me eché a llorar, porque sabía que Augustus Farr había estado allí, con nosotros. No quería creerlo, y ahora apenas si puedo escribirlo —me tiembla la mano—, pero él me había robado a... bien, no quiero escribir el amado nombre de mi hijo. Estos días camina de una forma extraña, y en ocasiones creo que su andar tiene algo de cojera diabólica. Su otro padrino es Allen. De hecho, celebramos la idea de dos padrinos, uno para Alfa, el otro para Omega. Cuando crezca, Christopher podrá escoger entre cualquiera de vosotros dos. Hasta esta carta, tú eres el único de los padrinos que sabe que hay otro. Por favor, no te consideres herido. En mi pensamiento eres igual a Allen.

Bien, no diré más sobre Farr en esta ocasión. Sólo puedo observar que no he perdido mi presentimiento de que las transacciones del submundo espiritual están relacionadas con nosotros en nuestro mundo, y desde entonces he sentido, racionalmente o no, que la seguridad de Christopher depende de mi fidelidad hacia Hugh. He llegado a la conclusión de que tus cartas debilitan esta lealtad. Están haciendo que me enamore de ti.

Desde el momento en que te vi en la sala de mis padres en la Custodia, una parte de mí supo que tú y yo podíamos ir juntos por la vida, sintiéndonos cómodos e íntimos el uno con el otro. Siempre te he amado, pero mi sentimiento nunca tuvo más importancia que un enriquecimiento colateral de mi devoción por Hugh.

Sin embargo, durante estos últimos dos años tus cartas han robado un lugar de mi corazón. He llegado a sentir hacia ti aversión, odio, celos horribles y, lo peor de todo, el tormento de una solapada sensación anticipatoria que habla de concupiscencia sexual. Para decirlo claramente, y detesto este ejemplo de vernáculo porque es demasiado preciso y no deja nada librado a la fantasía, me he sentido caliente por ti, sí, he sentido esa calentura baja, anhelante, esa especie de montaña rusa en las entrañas, exactamente lo que en un tiempo sólo sentí por Hugh. Ahora tú también la estimulas. Alfa y Omega acordaron trasladarse a otro sitio, y supe lo que significa estar enamorada carnalmente de dos hombres a la vez. Puede que sea natural amar a una persona a través de Omega, y a otra a través de Alfa, pero siento que tú y yo nos hemos metido en ambos. Mi pobre Alfa y mi pobre Omega están malditos, porque cada uno está enamorado a medias de ti, y eso no hace otra cosa que confundir mi equilibrio.

Harry, ¿tienes idea de cuan importante es Hugh para mí? La parte de mí que no está libre del deseo mundano, respeta las fuerzas y poderes que él me otorga. Jamás soportaría ocupar un papel inferior a los más altos poderes de la sociedad. (Mi padre, que es exactamente igual que yo, se convirtió en un pedante pomposo e insufrible cuando se dio cuenta de que no hacía vibrar ninguna campana en los grandes salones abovedados.) Yo puedo ser peor. A eso suma la ambición soterrada de mi madre. ¿De qué otro modo, si no, pudo volverse loca?

Entonces, acepté el Proyecto. Puedo decirte que tenía que ver con la manipulación y control de otras personas, y que los medios empleados pronto se tornaron solemnes y pegajosos. Si llegaba a hacerse público, ST podía volar por los aires. De hecho, Hugh y Allen temían tanto que algo saliera mal que decidieron probarlo en un medio controlado, gubernamentalmente hablando. ¿Sabes dónde? En Paraguay. Yo estaba probablemente a mil kilómetros de Montevideo. Soñaba contigo todas las noches, y te deseaba con lujuria en mi cama vacía, horrorizada de que mi útero, sí, mi útero, pudiera permitirme tanta deslealtad hacia Hugh. ¡Cuánto te odiaba al pensar que estarías retozando en despreciables burdeles! Sabía que lo hacías. En una ocasión estuve a punto de comprar un billete de avión y visitarte durante un fin de semana. Así de mal iban las cosas más abajo del ombligo. Hugh fue a visitarme y creyó que tenía una loca entre manos.

De todos modos, como aprendiste gracias a Chevi y a Libertad, a Varjov y a Zenia, sí, todos tenemos una desagradable veta de ruindad en la ingle (sí, la expresión me gustó). He descubierto cuan áspera y dura es mi naturaleza secreta. En Paraguay murió uno de los nuestros, y yo, que si bien no había iniciado el experimento, participé en él, no me sentí tan enferma como la ocasión requería. Después de todo, vivimos en una gran encrucijada moral. Para luchar contra el Oponente, nos atrevemos a hacernos mal a nosotros mismos, y siento que eso es, precisamente, lo que he hecho. Sólo que no volví con un bien como compensación. Nuestro experimento fracasó. ¿Habré puesto en peligro mi alma?

La respuesta surge de manera curiosa. Como digo, me siento diez años mayor, y, por dentro, desolada como el mismísimo infierno. Una vez de regreso en Georgetown, decidí tomar ciertas medidas. Como había hecho una jugada audaz, con resultado negativo y confuso, la pátina del fracaso estuvo a punto de cubrir mi carrera para siempre. En consecuencia, tomé dos decisiones. Vi a Allen Dulles y le solicité una autorización para dedicarme a una tarea independiente. Intentaré escribir mi pospuesta obra magna sobre Alfa y Omega. Creo que, muy aliviado, me dio su bendición, y ahora parto rumbo a Maine, donde trabajaré todo el año, y tal vez por años futuros. «Durante el tiempo que sea necesario» es la expresión que usábamos en Paraguay cuando teníamos que hacer algo desagradable.

Ésa fue la primera decisión. La segunda es que voy a dejar de vivir contigo en mi mente. Con esto quiero decir que dejemos de escribirnos. Luego, por más que deseaba guardar tus cartas, llegué a la conclusión de que era peligroso. Si Hugh llegaba a descubrirlas, mi vida quedaría destruida. (Después de haber contribuido a destruir la vida de al menos un sudamericano, me sentía vulnerable ante los terribles costos.) Además, me estaba convirtiendo en adicta a tus cartas. La única decisión posible era destruirlas. Las pasaría por una trituradora.

Sin embargo, cuando llegó el momento no pude hacerlo. No, me resultaba imposible destruir todas tus cartas. De modo que utilicé mi equipo de oficina (ahora tengo mucha práctica) y microfilmé este testimonio de la mente, corazón y nariz de Harry Hubbard, y deposité el paquete en tu nueva caja. He triturado casi una caja llena de tus cartas escritas en tu papel barato durante los últimos veinte meses. Después, me sentí tan mareada y descompuesta que hice algo que jamás había hecho antes: fui a un bar, me senté ante la barra, temblando por exhibirme así en un lugar público (¡aunque fuera una chica de Radcliffe!), bebí dos whiskies sin hielo, me puse de pie, sorprendida de que nadie me hubiera abordado, me fui a casa, y justifiqué el aliento a alcohol diciendo que había tenido un día terrible en la oficina. Christopher se echó a llorar cuando lo besé.

Así están las cosas. Mi propósito es muy serio, Harry. Cualquier contacto entre nosotros debe cesar de inmediato, incluso rehusaré verte cuando, una vez que acabe tu misión, regreses a Washington. Ruega por mí, para que haga un buen trabajo en Maine. Cuánto tiempo estaremos separados, escapa a mi intuición. Siento que serán años. Quizá, para siempre. No renunciaría a ti si no te amara. Por favor, créeme. Debo aferrarme a mi sacramento. Todavía creo que Dios sangra cada vez que quebrantamos nuestros votos.

Te amo.

Adiós, querido mío.

35

Fue la última carta que recibí de ella en el Uruguay. Durante muchos meses, abría los ojos por las mañanas con el desasosiego de los desolados que despiertan sin poder decirse al principio qué hay de malo. Sólo saben que han perdido a alguien. Luego el recuerdo se presenta como un verdugo ante la puerta.

Me había dicho que me amaba. Eso lo empeoraba todo. Si hubiese sido mi esposa, no la habría llorado más. Un velo mortuorio descendió sobre mi trabajo. Mi correspondencia con Kittredge había permitido que esa estación lejana pareciese formar parte de la historia continua del mundo. Ahora era solamente un lugar remoto. Privado de mi interlocutora, sentía como si mi capacidad de percepción hubiese decrecido. Cada pequeño incidente ya no encontraba su lugar en una sucesión de hechos. Desesperado, empecé un diario, pero era prosaico y desapasionado, y lo abandoné.

En un esfuerzo por librarme de aquel entumecimiento, usé mis días acumulados de licencia para visitar Buenos Aires y Río de Janeiro. Caminé kilómetros por ciudades llenas de vida, y bebí en bares elegantes. Viajé como un fantasma, sin reñir ni encontrarme con nadie. Visité prostíbulos famosos. Por primera vez fui consciente del odio a los hombres que es posible hallar en la boca de las rameras. Cuando regresé a Montevideo, fui a Punta del Este y traté de jugar en el casino, pero era demasiado parsimonioso. Por muy aburrido que estuviese, ni siquiera podía decir con seguridad que lo estaba. Hasta tuve una última noche con Sally.

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