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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (51 page)

Volvimos a besarnos, aunque con menos ardor. Ella temblaba.

—¿Tienes
zwei Markt
—me preguntó.

Cuando encontré una moneda, la puso en el medidor de gas, me pidió cerillas, encendió la estufa y se quedó junto al fuego que formaba una susurrante llama azul detrás de leños artificiales. Yo sentía el peso de la ciudad. Toda Berlín estaba ahora contenida, para mí, en la imagen de una gárgola que se esforzaba en cargar una piedra cuesta arriba (¡nada de originalidad a esa hora!). Entonces volví a abrazarla, y nuestros cuerpos comenzaron a temblar allí donde no recibían el calor del fuego.

Yo no sabía cómo proceder. La faja parecía más formidable que nunca. Sobrio, estaba muy próximo a la nada total, pero mi erección, factor sagrado fundamental, estaba intacta. Esperaba ese momento desde hacía años. Era como si los fantasmas de los Hubbard fueran reuniéndose en torno a ella. En esa habitación fantasmagórica, más adecuada para velar un cadáver que para que un cuerpo vivo yaciera sobre otro, un filamento de deseo, caliente y aislado como el hilo conductor de una bobina eléctrica, rodeó mi cuerpo. Sin embargo, debe de haber alimentado un ápice de ardor en Ingrid porque de pronto comenzó a besarme ella también, y al cabo de un momento, con una renuencia muda tan grave y solemne como una procesión formal, dimos los cuatro pasos que nos separaban de la cama. Ingrid se sentó en el borde, comenzó a desprenderse del yugo de su faja y se quitó las medias que, al caer una a una, encendieron un nuevo filamento de deseo, reminiscencia de un daguerrotipo pornográfico, de alrededor de 1885, que durante toda mi niñez permaneció oculto en Maine en una caja de lata perteneciente a mi padre. Quizá mi padre la había custodiado a lo largo de toda su infancia. Otro leño familiar para arrojar al fuego.

A la luz de los veinticinco vatios, se reveló ante mí, sin preliminares, mi primera vagina. Como si estuviera robando en una casa y no quisiera demorarme, me desabroché los pantalones. Ingrid dejó escapar un gemido de placer al ver la presteza de mi erección. Yo, volviendo a mirar ese depositario de secretos femeninos, me sentí tentado de caer de rodillas para rendirle homenaje hasta que mis ojos saciaran su formidable curiosidad, pero, hijo del buen decoro, no me atreví a observar durante demasiado tiempo, temeroso de la superior relación de aquella vagina (por sus pliegues y escondrijos) con los secretos de la condición humana que yo ni siquiera podía llegar a contemplar. Por lo tanto, puse la cabeza de mi polla donde pensé que debía hacerlo, empujé, y entonces oí un nuevo gemido, esta vez de reproche. Ella cogió el pene y lo guió con dos diestros dedos, poniendo la otra mano contra mi pecho cuando yo comencé a sumergirme.

—¡No, Harry,
verwundbarl
Me duele. Ve despacio, despacio. Tú eres
mein Schatz, liebster Schatz
, mi soldadito.

Y se abrió el sostén, que tenía un broche en la parte delantera, donde nunca se me ocurrió buscar. Al ver esos dos pechos, un tanto reducidos, pero pechos al fin y al cabo, los primeros pechos desnudos que veía tan cerca de mí, me sumergí, y salí, y volví a sumergirme, y tuve una visión, como si estuviese entrando en la tierra del sexo (donde implosionan los universos de la mente, según supongo). Sí, vi a Allen Dulles cuando nos hablaba, el día de nuestra iniciación, acerca de una muchacha en una pista de tenis. Luego volví a sumergirme y a salir, y volví a sumergirme, y me di cuenta de que estaba dentro de un cono. Era otro mundo, y sucedía de repente: el interior de su vientre era la primera estación en el cielo. Pero otra parte de mí se sintió ofendida. ¡Qué auspicios mezquinos, qué iniciación tan asquerosa! No soportaba el hedor de ese cuarto frío y rancio. En efecto, un leve olor a avaricia surgía de ella, decidido como un gato, fastidioso como cierta triste putrefacción del mar. Así oscilé, mitad amante que se adentraba en el hipnotismo del amor, mitad espectador condenado a observarme en el acto del amor. Seguí serrando, hacia atrás y hacia delante, hacia atrás y hacia delante.

Pronto estuvo húmeda y dejó de dar un respingo cada vez que me hundía en ella, ¿o tal vez simplemente se movía menos? Debo de haberle hecho el amor a una velocidad feroz, porque los poderes del desagrado iban en aumento —¡ese cuarto miserable, y esa pobre muchacha hambrienta que en mí amaba a los Estados Unidos! — . Me movía en dos mundos a la vez, uno de placer, otro de falta de placer, y eso me mantenía en movimiento. No me atrevía a detenerme por miedo a que la erección desapareciera; hubo momentos en que el sudor me empapaba el cuello. En ese cuarto, una verdadera nevera apenas calentada, incorporado a medias, con los pies firmemente apoyados en el suelo, tenía ante mí, acostada en la cama, a una joven desconocida, y el calor no se congregaba en mis ingles. Estaba perdido dentro de una máquina de movimiento perpetuo, en un purgatorio de deseo, y me meneaba y bombeaba debajo de un palio, más y más, hasta que la imagen de las musculosas nalgas de Butler volvió a mí, y la máquina de movimiento perpetuo vaciló, dio un salto, y los filamentos del calor empezaron a girar en mi interior y mi cuerpo empezó a temblar con la arremetida de lo irreversible. En mi mente parpadeaban visiones de la vagina de Ingrid junto a visiones del culo de Dix, y entonces eyaculé, sin detenerme, y seguí eyaculando desde distintas mitades de mi ser, y vislumbré la interminable caída que se puede encontrar en nuestro camino hacia la beatitud.

Compartimos un cigarrillo. Ahora me sentía un poco mejor. Como si hubiera cometido una hazaña. La tristeza aún permanecía en los tramos exteriores, pero la mitad del mundo era mejor que nada. Adoraba a Ingrid, y no sentía nada por ella. En el fondo, había estado solo dentro de mí. Ahora ella me acariciaba la nariz con la punta de sus dedos, como si fuéramos una pareja de recién casados y ella estuviera examinando los rasgos de un rostro que estaría a su lado durante años. Luego habló. Mañana, en el club, le informaría a Maria. Tal fue la suma de su primer discurso. Ingrid estaba registrando derechos territoriales.

—¿Qué le dirás? —le pregunté.

Secretamente, yo prefería a Maria, y se me ocurrió que si Ingrid le hablaba bien de mí, quizá me echaría un segundo vistazo.

—Si me pregunta, le diré
schwerer Arbeiter, aber süsser
.

Puso un énfasis especial en estas últimas palabras; luego me besó.

A mí no me pareció que a la misteriosa Maria le intrigase demasiado un trabajador dulce.

El alba llegaba por la ventana. Ingrid volvería a su marido, a su hijo, a su madre, sus hermanos y sus primos, y yo tendría tiempo de darme un baño, cambiarme de ropa e ir a trabajar.

9

Ese día no dormí. A la madrugada, un taxi dejó a Ingrid en el miserable edificio de siete pisos en que vivía, y después me condujo a mi apartamento, donde me duché y salí al trabajo.

Esperaba que Bill Harvey se hubiera olvidado de la última conversación que habíamos mantenido, pero pronto mi esperanza se desvaneció. Antes de llenar mi taza de café sonó el teléfono, y la voz del jefe retumbó en mis oídos.

—Comienza tu ofensiva en Londres con estos tipos —dijo, y me dio tres nombres de tapadera: Otis, Carey y Crane—. Establece contacto con ellos en ese orden. Otis es un viejo amigo. Tiene poder para hacer el trabajo. Carey trabaja duro, y producirá resultados. Crane tiene menos experiencia, pero es muy dinámico.

—Jefe, ¿quiere que ponga a trabajar a los tres?

—Diablos, no. Trabaja con el que consigas. Y dile que le servirá para ganarse un par de puntos.

Con eso, colgó.

Para entonces yo ya tenía una idea bastante acertada de la seguridad de la Compañía como para anticipar las dificultades. Si la base de Berlín quería hablar con la estación de Londres, o de París, o de Japón, o de Argentina, el tráfico telefónico debía hacerse a través de Washington. Estaba prohibido evadir el centro. El procedimiento consumiría mucho tiempo, pero me entregué a él sin desdeñarlo. La revelación de las travesuras de las que había sido testigo la noche anterior, me hizo ver el motivo por el cual no se alentaba a los miembros de la Compañía en el extranjero a comunicarse directamente entre sí. Considerando la cantidad de comportamientos impropios de los que uno corría el riesgo de ser víctima, las comunicaciones periféricas se tornaban condenadamente expuestas: era mucho más seguro enviar los mensajes al centro para que de allí los volvieran a emitir al nuevo destino periférico.

En seguida puse manos a la obra. La tarea de arreglar con anticipación las llamadas telefónicas desde Berlín a Washington, y desde Washington a Londres, no era fácil, y me pasé la mañana requiriendo conferencias con Otis, Carey y Crane en momentos específicos de la tarde, a través de instalaciones telefónicas seguras en la estación de Londres.

A primera hora de la tarde logré hablar con Otis.

—¿Qué demonios es esto —preguntó— y quién es usted? Mi jefe no hace más que darme de patadas en el culo. Cree que estoy buscando que me transfieran a Berlín.

—No, señor, no se trata de eso —le dije—. El gran BOZO de Berlín necesita una ayuda de Londres. Para un asunto menor.

—Si es un asunto menor, ¿por qué Bill no usó la línea telefónica común y me llamó a mi casa?

Me sentí incómodo por el modo en que Otis usaba el primer nombre de Harvey, aunque se trataba de un teléfono seguro.

—La cuestión puede no ser menor. No lo sabemos.

—¿Cómo es su nombre?

—Sloate. Charley Sloate.

—Bien, Charley, muchacho, dime, ¿por qué pensó en mí Harvey?

—No lo sé, señor Otis. Dijo que usted era un viejo amigo.

—Bill Harvey no tiene viejos amigos.

—Sí, señor.

—¿Quién eres tú, el lacayo?

—Una rosa con otro nombre —se me ocurrió decir.

Otis rió.

—Charley, muchacho —dijo—. Hazme un favor. Lleva el proyecto de Bill Harvey a la esquina y dale una patada en el culo.

—Sí, señor.

—Voy a transgredir una regla que observo desde hace dos meses, y me beberé un martini antes de las cinco.

—Sí, señor.

—Bill Harvey. ¡Por Dios!

Colgó.

Por muy seguro que estuviese de que nadie en Londres daría con SM/CEBOLLA, aun así debía conseguir que Carey o Crane dieran curso a nuestra petición. De lo contrario, tendría que hacer frente al jefe de base Harvey con el informe de que no tenía ningún informe que darle.

Me preparé, entonces, para hablar con Carey, el hombre que había sido descrito como dispuesto a producir resultados. Me dije que Carey no conocería el rango de Charley Sloate, y que debía dirigirme a él como a un igual. Ciertamente, había sido demasiado humilde con Otis.

Fue una buena preparación, pero el señor Carey no estaba en Londres. No obstante, su secretaria se mostró encantada de poder hablar a través de un teléfono seguro.

—Ésta es la primera vez para mí, señor Sloate. Espero que no lo tome como algo personal, pero es como si estuviera en el fondo de un pozo. ¿Sueno truculenta yo también?

—Ya mejoraremos cuando tengamos un encuentro más íntimo.

—Es usted encantador.

—Gracias.

—¿Puedo decir cualquier cosa por este teléfono? —preguntó.

—Es seguro.

—Bien, el señor Carey está en los Estados Unidos. ¿Puede ayudarlo desde allí?

—Creo que no. ¿Cuándo tiene pensado regresar?

—No antes de dos semanas. Él y su mujer se están divorciando. Ha ido para hacer la división de bienes. Es un momento difícil para él.

—¿Puede hacer algo por mí? —le pregunté.

—Por supuesto.

—Estamos tratando de localizar a un hombre de la Compañía que fue destinado a Londres. Todo lo que tenemos es el criptónimo.

—Señor Sloate, me encantaría ayudarlo, pero ese tipo de acceso está vedado para mí.

—Sí, eso pensé.

—De hecho, recibí una reprimenda del señor Carey por no ser lo suficientemente cuidadosa. ¿Puedo decirle algo, sin que lo repita?

—Sí.

—Bien. Un par de veces pronuncié su verdadero nombre cuando hablaba con sus colegas, y eso es un antecedente muy negativo. Yo sabía que estaban al corriente de su verdadero nombre, pero aun así debí ser cuidadosa y usar el nombre tapadera.

—Yo también tengo problemas de ese tipo.

—Usted es muy agradable. —Hizo una pausa—. ¿Vendrá a Londres en alguna ocasión?

Hablamos de esa posibilidad. Me aseguró que era un buen lugar para los estadounidenses.

Me quedaba el dinámico señor Crane. A la hora asignada por TESAR (Teléfono de Seguridad Aprobado Rendezvous) escuché la voz del hombre que me ayudaría.

—Sí —dijo—. Habla Crane. Estaba esperando la llamada. ¿Cómo está el gran BOZO?

—Muy bien. Trabajando.

—Gran hombre. Dígale que le he dicho que haría cualquier cosa por ayudarlo, y antes de saber de qué se trata.

—Apreciará su confianza.

—Dígale que he aprendido un poco más acerca del póquer desde que me desplumó la última vez.

—¿Me está advirtiendo que no juegue con él?

—Señor Sloate, aprenderá a los pies de un maestro. Y pagará por ello. —Se aclaró la garganta. En el teléfono eso sonó como si una moto se pusiese en marcha, y pensé en los miles de electrones que se modulaban y desmodulaban en el sonido—. Deme la tarea —dijo el señor Crane—. Cuanto más difícil, mejor.

—La persona en cuestión ha intentado localizar a uno de nuestros hombres, un oficial joven, recientemente destinado a Londres. Su criptónimo es SM/CEBOLLA. No conocemos su nombre.

—¿Lo necesitan hoy?

—Preferentemente.

—¿Tienen otra hora asignada en este cordón umbilical?

—Sí. Tenemos un acceso de repetición a las 1800 de TESAR.

—Aún queda tiempo. Llamaré a las 1800.

Eran las cuatro menos cuarto. Todavía podía hablar con Harlot. Para entrar en su teléfono seguro no necesitaba ayuda de TESAR, ya que hablaría directamente a Washington. Sin embargo, en BOZO debíamos registrar todas las llamadas, y no quería que William
el Rey
Harvey se enterase. Sería necesario, por lo tanto, hacer un viaje al Departamento de Defensa, donde conservaba mi escritorio, aunque no me había acercado a él en tres semanas. Por otra parte, el Departamento de Defensa se encontraba a medio camino de BOZO por el sector estadounidense, y estábamos cerca de la hora punta. Claro que el teléfono podría estar fuera de uso. Tomé la decisión de llevar a cabo esta operación solo, sin ayuda de Harlot.

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