El fantasma de Harlot (47 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

A su vez, Harvey no iba a rebajar la hermosura de su operación. Una noche en que yo viajaba con mi metralleta en el asiento delantero del NEGRITO, le oí describirla por primera vez. En el asiento trasero llevábamos a un general de tres estrellas (quien, según entendí, estaba haciendo una gira de inspección de las instalaciones de la OTAN para la Jefatura Conjunta) y el señor Harvey interrumpió el viaje en una calle lateral de Steglitz. Entramos en un parking, cambiamos el Cadillac por un Mercedes también blindado y reanudamos el viaje, esta vez con Harvey al volante. El conductor con su fusil, yo y el general nos ubicamos atrás. «Indícame las vueltas», ordenó Harvey al conductor, que empezó a dar direcciones. Avanzamos rápidamente por las afueras de Berlín, desviándonos de tanto en tanto por calles laterales para asegurarnos de que nadie nos siguiera. Recorrimos veinte kilómetros, pasando dos veces por Britz y Johannisthal antes de llegar a Rudow y el campo abierto.

Entretanto, Bill Harvey le contaba al general los problemas a los que tuvo que enfrentarse durante la construcción del túnel. Transmitía su monólogo por encima del hombro. Yo tenía la esperanza de que el general tuviera buen oído, ya que, por muy familiarizado que estuviese con la voz de Harvey, apenas si podía entender sus palabras. El general se las arreglaba para compartir conmigo el asiento sin dar ninguna muestra de que advertía mi presencia, de modo que pronto empecé a disfrutar con sus dificultades de audición. Reaccionó apoderándose de la coctelera llena de martini.

—Se trata, que yo sepa, de un túnel único, aunque tiene un hermano construido en el campo de pruebas de misiles de White Sands, en Nuevo México, cuya extensión es de ciento treinta y cinco metros, mientras que la del nuestro es de cuatrocientos cincuenta. También se parecen en el hecho de que el suelo es arenoso en ambos casos, el de allá y el que debimos enfrentarnos aquí, en Altglienicke. Como dijeron nuestros ingenieros de suelo, el verdadero problema era el terreno blando. Cavábamos el túnel, poniendo un aro de acero tras otro para sostenerlo en todo el trayecto, pero ¿qué pasaba si las perturbaciones del terreno producían una pequeña depresión en la superficie? En una fotografía podría aparecer como una arruga. No es posible tener un fenómeno no explicado ante los reconocimientos aéreos soviéticos. No cuando estamos construyendo un túnel hacia Berlín Este.

—En Jefatura Conjunta estábamos muy preocupados —dijo el general.

—Lo imagino —replicó Harvey—, pero ¡qué diablos! nos arriesgamos, ¿verdad, general Parker?

—Técnicamente hablando, es una acción de guerra —dijo el general— penetrar en el territorio de otra nación ya sea por aire, mar o tierra. En este caso, bajo tierra.

—¿No es un hecho? —dijo Harvey—. Vaya si tuve trabajo esa Navidad. El señor Dulles me dijo que en lo posible no nos refiriéramos en forma escrita al monstruo. —Harvey seguía hablando y conduciendo, haciendo rechinar los neumáticos en cada curva con tanto aplomo como el músico de una orquesta sinfónica entrechoca los címbalos en el momento preciso.

—Sí, señor —continuó Harvey—, este túnel exigió soluciones especiales. Los problemas de seguridad eran prácticamente insuperables. Uno puede construir el Taj Mahal, pero ¿cómo hacerlo sin que los vecinos lo noten? Este sector de la frontera está fuertemente patrullado por los comunistas.

—¿Qué fue lo que alguien hizo con el Taj Mahal? —preguntó el general en voz baja, como si no estuviera seguro de cuán embarazoso sería que lo oyeran.

Dejó la copa y volvió a cogerla.

—Nuestro problema —dijo Harvey— era librarnos del producto inmediato de la construcción: toneladas de tierra. Para cavar el túnel tuvimos que excavar aproximadamente quince mil metros cúbicos de tierra. Eso es más de tres mil toneladas, equivalente a varios cientos de cargas de camión. Pero ¿dónde arrojar tanta tierra? Todos en Berlín tienen una visión de trescientos sesenta grados. Hans sabe contar. Fritz busca incrementar sus ingresos mediante su poder de observación. Muy bien, digamos que descargamos la tierra por todo Berlín Oeste para reducir la cantidad visible en un solo lugar; aun así tenemos el problema del conductor del camión. Diez camioneros son diez paquetes de seguridad altamente vulnerables. Se nos ocurrió una solución única: no sacaríamos la tierra del lugar. En lugar de eso, construiríamos un gran depósito cerca de la frontera de Altglienicke en Berlín Este, y pondríamos una antena parabólica. «Ja, ja —dice el SSD—, mirad a esos americanos que fingen construir un depósito y tienen una AN/APR9 en el techo del supuesto depósito. Y fíjate, Hans, el depósito está fuertemente protegido por alambre de espino. Los americanos están haciendo una estación de intercepción de radar. Ja, ja, otra más en la Guerra Fría.» Bien, general, lo que los alemanes del Este y el KGB no sabían es que este depósito tenía un sótano de más de treinta metros de profundidad. Nadie se preocupa por la tierra que podemos transportar mientras estamos construyendo el sótano para el depósito. Ni siquiera los camioneros. Todos saben que es una estación de radar que simula ser un depósito. Sólo cuando terminamos con los camiones empezamos a excavar el túnel. El espacio del sótano es adecuado para recibir los quince mil metros cúbicos de tierra que sacamos. Como verá, general Parker, fue una solución elegante.

Se adelantó a un coche con tiempo suficiente para no chocar de frente con un camión que avanzaba por el carril opuesto.

—¿De modo que toda esa tierra ha estado en el sótano todo el tiempo? —preguntó el general.

—Pues no es peor que sepultar el oro en el fuerte Knox —dijo Harvey.

—Ya entiendo —dijo el general — . Por eso la llamaron Operación Oro.

—Nuestra política —dijo Harvey con tono escrupuloso— es no discutir la nomenclatura de los criptónimos.

—Muy bien. Me parece una postura razonable.

—Ya hemos llegado —dijo el jefe.

Al final de una larga calle vacía que corría entre terrenos baldíos se veía la silueta de un depósito cuya parte posterior era iluminada por los faros de los automóviles que pasaban por la carretera de circunvalación del lado de Alemania Oriental. El depósito tenía sus propios reflectores pequeños que iluminaban un perímetro rodeado por alambre de espino, así como focos en unas cuantas puertas y ventanas; por lo demás, parecía bien custodiado y bastante inactivo. Me intrigaban más los sonidos de los coches y camiones que pasaban más allá, en el Schönefelder Chaussee. El ruido parecía el rumor del mar al romper contra la costa. Eran vehículos que no sospechaban nada. Nuestro depósito no llamaba más la atención que cualquier edificio en la noche junto a una carretera desolada.

El centinela abrió la verja y aparcamos a menos de un metro de la puertita del depósito. Harvey saltó del coche para entrar en el edificio.

—Le ruego que me perdone por ir delante de usted —le dijo al general cuando nos unimos a él—, pero nuestra gente de E y A en el cuartel general dicen que soy el operario de la CIA más reconocible del mundo. Excepto Allen Dulles, claro está. De modo que no queremos que los comunistas se pregunten por qué vengo aquí. Eso podría poner en funcionamiento su motor mental.

—¿E y A? ¿Estimaciones y Asesoramientos?

—En realidad, la A corresponde a Análisis.

—Ustedes son iguales a nosotros, una sopa de letras.

—Para que pueda llegar el correo —dijo Harvey.

Caminamos por un pasillo con unos pocos despachos, la mayor parte vacíos, a ambos lados. Luego el jefe abrió otra puerta que daba a una habitación grande y sin ventanas, con luces fluorescentes en el techo. Por un instante pensé que estaba de vuelta en el Nido de Serpientes. Sobre hileras interminables de mesas había magnetófonos que arrancaban y paraban. Sobre una plataforma, una consola del tamaño de un órgano, con luces oscilantes. Sentados ante ella, seis técnicos estudiaban las configuraciones locales de señales, mientras que otros técnicos empujaban mesas rodantes cubiertas de cintas y cartuchos. El sonido electrónico de ciento cincuenta magnetófonos Ampex (el señor Harvey nos proporcionó el número) cuyas cintas avanzaban o retrocedían indicando la conclusión o el comienzo de una conversación telefónica producían un conjunto sonoro que me hizo recordar la música electrónica de vanguardia que había escuchado en Yale.

¿Habría un diálogo telefónico entre la Policía de Alemania Oriental y/o el KGB y/o el Ejército soviético que no estuviera siendo captado en ese momento por uno u otro de los Ampex? Sus zumbidos y canturreos, su aceleración y desaceleración, eran un compendio de la mente grupal del enemigo. Pensé que el espíritu comunista debía de parecerse y sonar como esa horrible sala, ese portento sin ventanas de la historia de la Guerra Fría.

—Todo lo que ve aquí es sólo una pequeña parte de la operación —dijo suavemente Harvey—. Ahora está tranquilo.

Nos condujo a una enorme puerta corredera, la abrió y accedimos por una rampa a un espacio aún menos ventilado, iluminado apenas por una solitaria bombilla que colgaba del techo. Podía percibir un ligero aroma a tierra contaminada. Debido a la rampa, a la mínima iluminación y a las paredes de tierra a ambos lados, me sentí como si estuviéramos descendiendo por la galería interior de una tumba antigua.

—Es condenadamente curioso —dijo el general— cómo uno nota los sacos de arena después de que se refuerza un refugio subterráneo. Algunos huelen bien; con otros hay que taparse la nariz.

—Tuvimos problemas —dijo Harvey—. A quince metros de profundidad, la tierra que encontramos era realmente hedionda. Al sur del lugar proyectado para el túnel existía un cementerio que tuvimos que evitar porque, de descubrirse, los soviéticos habrían difundido la noticia de que los americanos estaban profanando tumbas alemanas, lo cual habría sido una excelente propaganda para ellos. De modo que intentamos más al norte, a pesar de que el cementerio ofrecía un suelo más adecuado.

—Aun así había un hedor del que tenían que librarse —dijo el general.

—No —dijo Harvey.

Ignoro si se debía a mi presencia, pero Harvey, aunque técnicamente inferior en rango al general, no parecía dispuesto a decir «señor».

—¿De qué tuvieron que librarse, entonces? —insistió el general.

—Podíamos soportar el hedor, pero teníamos que localizar su origen.

—Claro. Ustedes los de Inteligencia deben de saber muy bien cómo vérselas con algo hediondo.

—Seguro, general. Lo localizamos. Una típica pesadilla de ingeniería. Descubrimos que habíamos invadido el campo de drenaje del sistema séptico construido para el personal de nuestro propio depósito.


C'est la vie
—dijo el general.

Estábamos al borde de un agujero cilíndrico de unos siete metros de diámetro y curiosamente profundo. No pude calcular la profundidad. Al mirar hacia abajo, uno parecía asomarse a un trampolín ubicado a tres metros de altura a fin de calcular el salto, pero luego parecía una zambullida más larga hacia la oscuridad. Sentí un vértigo hipnótico, menos desagradable que magnético. Tenía que bajar por la escalera que conducía a la base.

Descendía unos seis metros. Al llegar al suelo nos cambiamos los zapatos por botas de suela acolchada que encontramos en un armario. Allí dejamos las monedas que teníamos en los bolsillos. Llevándose un dedo a los labios, como si atrajera todos los ecos errantes, Harvey nos condujo por un sendero estrecho. Yo seguía sintiendo ese vértigo hipnótico, magnético, que de pronto se me antojó honorable. Iluminado desde arriba por bombillas separadas entre sí por una distancia de tres metros, el túnel se extendía ante nosotros hasta desaparecer. Me sentía como en un cuarto de espejos cuya vista repetida nos conducía al infinito. De dos metros de altura, dos metros de ancho, un cilindro perfecto de casi cuatrocientos cincuenta metros, el túnel nos conducía por un pasillo estrecho entre bajas paredes cubiertas de sacos de arena. A intervalos, sobre los sacos, había amplificadores conectados a cables recubiertos de plomo que se extendían a lo largo del túnel.

—Transportan la savia del grifo al cubo —susurró Harvey.

—¿Dónde está el grifo? —preguntó el general en voz baja.

—Es una de las atracciones que nos esperan —respondió Harvey.

Seguimos caminando con pasos cuidadosos. Se nos había advertido que no debíamos tropezar. A lo largo de la ruta pasamos junto a tres hombres de mantenimiento, cada uno aislado en su puesto de observación. Habíamos entrado en el dominio de CATÉTER. Era un templo, me dije, e inmediatamente sentí un escalofrío en la nuca. CATÉTER estaba habitado por su propio silencio; era como avanzar por el interior del largo acceso hasta el oído de un dios. Una iglesia para serpientes, me dije.

Habíamos recorrido unos cuatrocientos metros, aunque a mí me parecía que hacía más de media hora que caminábamos por el túnel, cuando llegamos a una puerta de acero con marco de cemento. Un hombre de mantenimiento que nos acompañaba sacó una llave, la insertó en la cerradura, la hizo girar y luego marcó cuatro números en otra cerradura. La puerta se abrió sobre goznes silenciosos. Nos encontrábamos en el final del túnel. Sobre nuestras cabezas se elevaba un pozo vertical que desaparecía en la oscuridad a unos cuatro metros de altura.

—¿Ven esa plancha de arriba? —susurró Harvey—. Justo encima es donde hicimos la conexión a los cables mismos. Era la parte más delicada. Nuestras fuentes nos informaban que los ingenieros de sonido del KGB precintaban los cables con nitrógeno para protegerlos contra la humedad; además, les adosaban instrumentos para detectar cualquier posible caída en la presión del nitrógeno. Por eso, un año atrás, justo encima de nosotros, ustedes habrían sido testigos de un procedimiento comparable, en precisión y tensión, a una operación nunca antes practicada llevada a cabo por un eminente cirujano. —De pie junto a Harvey traté de imaginar la terrible ansiedad de los técnicos cuando conectaron la derivación—. En ese instante —dijo Harvey—, si algún alemán hubiera estado inspeccionando la línea, sus medidores habrían registrado nuestra conexión. Como un nervio que salta. De modo que, en definitiva, fue una carambola. Pero lo logramos. En este momento, general, estamos conectados a ciento setenta y dos circuitos. Cada circuito transporta dieciocho canales, lo cual significa que estamos en condiciones de grabar a la vez más de dos mil quinientas llamadas telefónicas y mensajes telegráficos del Ejército y la Policía. Eso sí puede llamarse cobertura.

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