»Era enorme. Yo era grande, pero ese chaval era enorme. No me sentí desmoralizado, entendedme. Estaba seguro de mí mismo. De modo que dije: "Amigo, no sé si te habrás dado cuenta, pero tienes el brazo alrededor de mi chica." "Bien —dijo él—, ¿qué piensas hacer al respecto?" Sonreí. Con una sonrisa de campesino, como si lo único que me quedara por hacer fuese largarme de allí. Entonces, le pegué en la cara con la lata de cerveza. Yo de pie, él sentado. Le pegué con el brazo derecho con que practicaba mis flexiones. La base de la lata de cerveza formó un círculo que iba desde la base de las ventanas de la nariz hasta la mitad de la frente. Le rompí la nariz y le corté las dos cejas. Parecía un cruce entre murciélago y cerdo.
Nos quedamos en silencio ante este recuerdo rememorado con tranquilidad.
—¿Cómo creen que reaccionó el tío? —preguntó Butler.
—¿Cómo? —preguntó Susan.
—Se quedó sentado. No parpadeó ni se movió. Sonreía. Luego dijo: «¿Quieres jugar? Juguemos». ¿Qué creen que dije yo?
—No lo sé —respondió ella—. Dónelo.
—Le dije: «Amigo, ya puedes quedarte con ella. Te la regalo».
Y eché a correr. —Una larga pausa—. Eché a correr, y desde entonces, no paro.
Susan Pierce se echó a reír.
—Dios mío —dijo. Luego le dio un beso en la mejilla—. Eres un encanto. Eres tonto, pero me gustas.
En el rostro de Susan apareció la lujuria de quien se siente propietario.
Después de algunos minutos se hizo obvio que todo cuanto podía hacer yo era decir buenas noches. Mientras me encaminaba hacia mi lecho no logré encontrar explicación de por qué a Susan le había gustado tanto la historia. Sin embargo, a mí me impresionó el que él hubiera contado la misma historia a un grupo de compañeros en la Granja, aunque con un final totalmente diferente. Entonces no había huido. Se había quedado para recibir la paliza más grande de su vida de parte de aquel enorme chaval. Después le había hecho el amor a Cora Lee todo el verano.
Me sentía deprimido. Durante mis años en la universidad había salido con chicas como Susan Pierce a beber cerveza. Nada más. Ahora él iba a seducirla la primera noche. ¿Era porque estábamos en Berlín? Yo no creía que en Estados Unidos las muchachas como Susan Pierce se acostaran la primera noche. Con este pensamiento, me quedé dormido.
A las cuatro de la madrugada un galón de cerveza alemana recorrió el camino de las Valkirias por mi tracto urinario. Despierto, después de dos horas de inconsciencia, me sentía varado en un desierto de neón nocturno: sobrio, frío, totalmente electrizado. La realidad de mi situación volvió a caer sobre mí. Las horas pasadas bebiendo cerveza con Huff-Butler pesaban sobre mi corazón como un sinapismo. William Harvey estaba sobre la pista de KU/GUARDARROPA.
Hice lo posible por aplacar mi pánico. Antes de que yo saliese para Berlín, Hugh Montague había conseguido pasar mi criptónimo por las tres transformaciones mágicas. Mientras yo era trasladado al curso intensivo de alemán, él lograba hacer desaparecer del Nido de Serpientes todos los papeles que revelaban la presencia de Herrick Hubbard en él. Mi 201 me ubicaba ahora en Servicios Técnicos durante ese período, y Servicios Técnicos estaba impregnado de seguridad. Mi pasado inmediato había sido eficazmente lavado.
Harlot me entregó todo esto como regalo de despedida. Ahora nada me parecía sólido. Padecía de la peor forma de paranoia para un hombre de mi profesión: sospechaba de mi protector. ¿Por qué había elegido Montague un sendero con tantas circunvoluciones? ¿De qué demonios estaba huyendo yo? El hecho de no haber proporcionado una solución para un caso imposible en el Departamento de Documentos podría haber causado la inclusión de una carta desagradable del jefe de base de Berlín en mi 201, lo que no habría beneficiado mi carrera. ¿Podía compararse eso al daño que produciría ahora el descubrimiento de la verdad? Harlot estaba en situación de aguantar un temporal (había mucho lugar en la carpeta de sus logros) pero yo viviría dentro de una mortaja profesional, si es que no se me obligaba a renunciar. Me vestí y tomé el
U-Bahn
hasta el Departamento de Defensa. Allí tenía acceso a un teléfono seguro. A esa hora el Departamento de Defensa estaba desierto a mi alrededor. Hice una llamada al teléfono que Harlot estaba autorizado a tener en su casa de Georgetown. Era medianoche en Washington. En medio de ese despacho vacío, oí el sonido de su voz, transmitida electrónicamente y reconstituida, lo que proporcionaba a sus palabras un timbre hueco, como si fuesen pronunciadas a través de un tubo. Rápidamente le expliqué mi nueva posición. La tranquilidad que me transmitió fue inmediata.
—Eres tú, querido muchacho, quien sostiene las riendas, no el rey William. Resulta divertido que te pongan a seguir tu propio rastro. Ojalá me hubiera pasado eso cuando tenía tu edad. Es algo que utilizarás en tus memorias, suponiendo que alguna vez se nos permita escribirlas.
—Hugh, no quiero estar en desacuerdo, pero Harvey ha empezado a preguntarme qué hice durante esas cuatro semanas en los Servicios Técnicos.
—La respuesta es que no hiciste nada. Es una historia muy triste. No te apartes de ella. Nunca te dieron un destino. Nunca conociste a nadie, excepto la secretaria que custodia la primera sala de espera. Pobre muchacho, sentado en el borde de la silla, aguardando que le asignen un destino. Muchos de nuestros mejores candidatos mueren de esa manera en Servicios Especiales. Di... —Hizo una pausa—. Di que pasabas el tiempo en la sala de lectura de la Biblioteca del Congreso.
—¿Qué hacía allí?
—Cualquier cosa. Especifica algo. Di que leías a Lautréamont, preparándote para acceder a Joyce. Harvey no irá más allá de eso. No le interesa recordar cuan desprovisto de cultura está. Podrá abusar de ti un poco, pero en su corazón sabe que personas como Harry Hubbard hacen cosas desacostumbradas, como leer a Lautréamont mientras esperan un destino en Servicios Especiales.
—Sucede que Dix Butler sabe que yo estuve en el Nido de Serpientes.
—Quienquiera sea el tal Dix Butler, dale la impresión de que el Nido de Serpientes era tu tapadera. No se lo digas. Haz que él mismo llegue a esa conclusión. Pero te aseguro que te estás preocupando innecesariamente. Harvey está demasiado ocupado como para rastrear tus actividades hasta el fondo. Simplemente, dale una nueva información cada semana apara indicarle que progresas en la búsqueda de GUARDARROPA.
Tosió. Fue como un ladrido en el centro del teléfono.
—Harry —dijo—. Hay dos elecciones en la Compañía. Te afliges hasta morir, o prefieres disfrutar de un poco de incertidumbre.
Parecía a punto de colgar.
Debo de haber inscrito una nota áspera en el empíreo de su tranquilidad, pues a continuación dijo:
—¿Recuerdas nuestra conversación sobre VQ/CATÉTER?
—Sí, señor.
—Ese proyecto es lo más importante del mundo para Harvey. Si empieza a presionarte con GUARDARROPA, oblígalo a ocuparse de CATÉTER.
—Se supone que yo no sé nada sobre CATÉTER, excepto que es un criptónimo.
—Bill Harvey es un paranoico de grueso calibre. Este tipo de personas piensan por asociación. Háblale del túnel Holland, o del doctor William Harvey. Bill debe de saber que su noble tocayo descubrió la circulación de la sangre en 1620, pero si por casualidad nuestro jefe de base no conoce al gran Harvey (nunca esperes demasiado de un hombre del FBI y nunca te decepcionarás), haz que piense en los canales circulatorios. En las arterias. Al poco tiempo su pensamiento volverá a centrarse en el túnel. Te aseguro, Harry, que Bill Harvey está convencido de que un día dirigirá la Compañía, y VQ/CATÉTER es su billete de ida a la Dirección. No llegará, por supuesto. Se autodestruirá antes. Su paranoia es demasiado rica en octanos. De modo que limítate a desviar su atención.
—Bien, gracias, Hugh.
—No tengas lástima de ti mismo. Si te ves obligado a correr ciertos riesgos antes de estar preparado, mucho mejor. Serás el doble de bueno en tu próximo trabajo.
Logré pasar ese día. Envié un cable a la sección de Berlín Oeste en Washington, notificándoles que el jefe de base quería rastrear el criptónimo de KU/GUARDARROPA hasta el Control de Archivo-Puente. Por primera vez me pregunté si Control era una persona, una oficina o una máquina. Luego llamé a Dix Butler y arreglé para salir con él esa noche. Tan pronto como nos encontramos, me contó acerca de Susan Pierce.
—Era un caso seguro —me dijo — . Me imaginé que le gustaría mi pequeña historia.
—¿Por eso se la contaste?
—Por supuesto.
—¿En realidad fue así? En la Granja nos contaste otra versión.
—No trates de comprenderlo. Yo varío la anécdota de acuerdo con la ocasión.
—¿Por qué? ¿Se trata de la psicología femenina?
—Tu polla tiene dieciséis años. —Me apretó el antebrazo con dos dedos—. Hubbard, admítelo. No tienes gonorrea.
—Podría tenerla.
—¿Y si te llevo al lavabo para un examen?
—No iría.
Se echó a reír.
—Quería acostarme con Susan Pierce. Pero tuve que reconocer que mi aproximación inicial era equivocada. Me estaba presentando como demasiado seguro de mí mismo. Con muchachas como ella es imposible conseguir nada a menos que puedan sentirse superiores. De modo que hice que sintiese lástima por mí.
—¿Cómo sabías que no se disgustaría?
—Porque es arrogante. La vergüenza es una emoción que no quiere experimentar jamás. Prefiere la compasión. Del mismo modo que si le temes a la ceguera, desarrollarás algún sentimiento hacia los ciegos.
Yo tenía una pregunta más íntima que hacer. «¿Qué tal era en la cama?» Pero la mano inhibitoria de St. Matthew's me oprimió la garganta. El costo de verse a uno mismo como adecuadamente decente es que esas preguntas no están permitidas. Aun así, esperaba su relato. Algunas noches, después de oír algunos detalles sexuales que él me proporcionaba, regresaba a mi apartamento mientras él se dirigía a otra cita. Entonces yo no podía dormir. Sentía mis ijadas colmadas por sus relatos.
Esa noche Dix no dijo nada más sobre Susan. ¿Era porque se sentía más cerca de ella o porque la experiencia había sido insatisfactoria? Yo estaba descubriendo en qué buen agente de Inteligencia me estaba convirtiendo: la curiosidad pesaba en mis intestinos como comida indigesta.
Aun así, Dix omitió cualquier revelación. Esa noche estaba en un estado excepcional de tensión. Más de una vez repitió:
—Necesito acción, Herrick.
Raras veces me llamaba por mi primer nombre, pero cuando lo hacía, las ironías no carecían de atracción. Yo no sabía explicarle que un antiguo apellido adquiría nuevo vigor cuando uno lo recibía como primer nombre, y podía resultar hasta fortalecedor cuando se firmaba con él. De modo que no dije nada. Si bien jamás habría soportado que me apretase los labios como a Rosen, podría haber algún otro precio que pagar. Esa noche no bebía cerveza, sino bourbon.
—Te voy a poner al corriente sobre mí, Hubbard —me dijo — , pero no te chives o te arrepentirás. Y mucho.
—Si no confías en mí —le dije— no me cuentes nada.
Se mostró dócil.
—Tienes razón. —Extendió la mano para apretar la mía. Una vez más me sentía como si estuviese sentado junto a un animal cuyo código de comportamiento no se basara, de manera equilibrada, en sus instintos—. Sí —dijo—, pagué un precio por huir de ese tipo al que golpeé con la lata de cerveza. Pagué, y volví a pagar. Me despertaba de noche, sudando. Avergonzado. No hay paliza tan mala como las profundidades en que uno se hunde en el nadir de la vergüenza.
Usó la palabra como si se tratase de una adquisición reciente. Yo casi esperaba que agregara: «He aprendido la resonancia de la sorpresa verbal».
—Me sentía tan mal por dentro —dijo, en cambio—, que empecé a enfrentarme a mi padre, el hombre a quien siempre había temido.
Asentí.
—No era un hombre grande —continuó—. Era ciego de un ojo debido a una antigua riña, y tenía una pierna mala. Pero nadie podía vencerlo. No lo permitía. Era un viejo perro malo. Usaba un bate de béisbol o una pala. Cualquier cosa. Una noche empezó a insultarme, y lo derribé de un golpe. Luego lo até a una silla, le robé la escopeta y una caja de municiones, metí todas mis pertenencias en una maleta de cartón, y me fui. Sabía que apenas se soltase, me buscaría con la escopeta. Le robé el coche. Sabía que no me delataría a la Policía. Sólo esperaría a que regresase.
«Bien, Herrick, inicié una vida de delincuencia. Con quince años y medio de edad, aprendí más en un año que la mayoría de la gente en toda la vida. Estábamos en guerra. Los soldados, lejos de casa. De modo que me convertí en lo que las mujeres deseaban. Aparentaba diecinueve años, y eso me ayudaba. Iba a una ciudad por la mañana, y la recorría en el coche hasta que escogía la tienda para robar. Luego elegía el bar adecuado. Me quedaba bebiendo con los borrachos hasta que encontraba a la muchacha o mujer conveniente, según mi estado de ánimo. ¿Quería aprender de alguna persona experimentada y hambrienta, o buscaba enseñarle a alguna más joven el arte de la lujuria? Dependía del día. Algunas veces se cogía lo que había, pero puedo decir que dejé un buen número de mujeres satisfechas en Arkansas, Illinois y Missouri. Era malvado y dulce, una combinación imposible de superar.
»No podía disfrutar más de la vida. Elegía a la mujer, o a la muchacha, aparcaba el coche en una calle lateral, le pedía a la dama que me esperase mientras visitaba a un amigo para pedirle un poco de dinero, daba vuelta la esquina, me metía en el primer coche descapotable que encontraba, lo hacía arrancar puenteando los cables, me dirigía a la tienda seleccionada con una media cubriéndome la cara, y a punta de pistola obligaba al propietario a vaciar la caja registradora. La mejor hora eran las dos de la tarde. Entonces no había clientes y la caja registradora estaba llena con las ventas del mediodía. En un minuto volvía al coche robado, me quitaba la máscara, y dos minutos después depositaba el coche a una manzana del mío. En este punto regresaba al coche de mi padre, me subía a él y le decía a mi nueva amiguita: "Ya tenemos dinero, tesoro". En ocasiones, cuando abandonábamos la ciudad, oíamos las sirenas que sonaban por el distrito comercial. "¿Qué es eso?", preguntaba ella. "No tengo idea", respondía yo. Antes de alejarme unos quince kilómetros elegía un motel y allí me quedaba con la hembra durante veinticuatro horas o el tiempo que ella tuviera disponible. Seis horas, o cuarenta y ocho. Comíamos, bebíamos y fornicábamos. Esos robos eran como inyecciones de semen. Uno arrebata lo positivo de la gente cuando la atraca.