«Nunca intenté ahorrar nada de ese dinero. Una vez tuve tanta suerte que robé ochocientos dólares de una sola caja registradora. Como no había manera de gastar tanto dinero en bebida y una muchacha, me compré un Chevy usado y le envié un telegrama a mi padre: "Tu coche está aparcado frente al 280 de la calle Treinta Norte de Russelville, Arkansas. Llaves debajo del asiento. No me busques. Me voy a México". Me reí como un pájaro bobo mientras escribía ese telegrama. Podía ver a mi viejo buscándome con su pierna coja por Matamoros y Veracruz, en los peores bares. Tenía un diente como un colmillo roto.
Continuó con las historias. Un robo tras otro, una muchacha tras otra, descrita para mí.
—No quiero que empeore tu gonorrea, Hubbard, en tus pobres y detumescentes huevos jóvenes, pero la jaulita de esta dama...
Y seguía. Yo sabía todo acerca de la anatomía femenina, excepto cómo imaginármela tal cual era en realidad. Una gruta de espirales y meandros brillaba oscuramente en mi imaginación.
Luego su vida cambió. Se quedó en St. Louis durante unos meses, viviendo con un par de muchachos que acababa de conocer. Montaban juergas, y se intercambiaban las novias. Yo no podía creer su indiferencia hacia cuestiones de posesión.
—Solíamos turnarnos, metiéndoles la polla a través de un agujero abierto en las sábanas. Luego las muchachas exhibían una muestra de técnica oral. Había que adivinar cuál de ellas era la que chupaba. No resultaba nada fácil. Las chavalas eran increíbles para cambiar de estilo. Y lo hacían sólo para confundirnos.
—¿Y no te importaba que tu chica le hiciera esas cosas a otro tío? —le pregunté.
—¿Esas chavalas? Material incidental. Yo y mis compañeros hacíamos trabajos juntos. Robamos en una media docena de casas entre los tres. Te diré que no hay nada como robar en una casa. Es mejor que robar una tienda. Produce sensaciones muy extrañas. Barre con cualquier hábito sedentario que uno pueda tener. Por ejemplo, a uno de aquellos tíos le gustaba dejar una buena cagada en el centro de la alfombra del dormitorio principal. Y yo entendía por qué, Herrick. Si alguna vez entraras en una casa en mitad de la noche también lo sabrías. Te da una impresión de inmensidad. Tomas conciencia de todos los pensamientos que han pasado por esas paredes.
Bien podrías ser un miembro de la familia. Yo y mis compañeros teníamos un lazo que era más fuerte que el que pudiéramos tener con cualquier novia. —Me miró fijamente a los ojos, y me vi obligado a asentir—. No debes decir nada de esto, ¿me has oído?
Volví a asentir.
—Si la gente te pregunta acerca de mí, les dices que estuve tres años en los Marines. Es verdad. En cierto sentido.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —Me miró como si yo hubiese dicho una impertinencia—. Porque debes saber cuándo cambiar de rumbo. Hubbard, en el futuro no dejes de mirar por dónde voy. Puede que hable mucho, pero también hago mucho. A veces los que se jactan más son los que hacen más. Están obligados a ello, de lo contrario parecerían tontos. Sé que en la Compañía tendré enemigos hasta aquí —dijo, llevando la mano a la altura de la frente—, pero yo prevaleceré. ¿Entiendes por qué? Porque me entrego por entero a una empresa. Pero también porque sé cómo cambiar de rumbo. Éstas son cualidades contradictorias pero esenciales. El Señor las concede sólo a unos pocos.
»Todas las semanas —prosiguió, sin transición— nos detenía la Policía. No tenían nada contra nosotros, pero no hacían más que ponernos en la fila de sospechosos como carne de cañón. Estar en la fila de sospechosos no es un picnic. La gente que trata de recordar quién los atracó en la esquina de su propia casa a menudo está histérica. Puede señalarte por error. Ése era un factor. El otro era mi sexto sentido. Acababa de terminar la guerra. Momento de cambiar de rumbo. De modo que una noche me emborraché y a la mañana siguiente me alisté en los Marines. Estuve allí tres años. Te contaré eso algún día. El resto es historia. Salí, fui a la universidad de Texas con una Beca al Soldado Americano, jugué como
linebaker
entre 1949 y 1952, gracias a lo cual pude evitar que me enviaran como reservista a Corea, de donde podría haber regresado como héroe dentro de un ataúd (así son las cosas). Tenía la mirada puesta en el fútbol profesional. Terminé la universidad y empecé a jugar en los Washington Redskins, pero me rompí la rodilla. Entonces seguí el consejo de Bill Harvey e ingresé en la CIA con mis pares: tú y el resto de la élite intelectual.
—¿Fue entonces cuando conociste a Bill Harvey?
—Más o menos. A él le gustaba mi estilo de juego en los equipos especiales. Recibí una carta suya cuando todavía estaba con los Redskins. Almorzamos juntos. Podríamos decir que él me reclutó. —De repente, Butler me bostezó en la cara—. Hubbard, estoy hablando demasiado. Tengo seca la lengua.
Recorrió el salón con la mirada. Su desasosiego contrastaba con mi tranquilidad. Hizo una seña al camarero, y fuimos a otro bar. Las noches siempre terminaban sin incidentes, hecho que atribuyo a la prudente sabiduría de los alemanes. Sabían cuándo dejarlo solo. Para mí, la noche se hacía interminable. No podía sustraerme a la idea de que la búsqueda de KU/GUARDARROPA iba a estar conmigo en cada borrachera y resaca durante algún tiempo.
Los cables iban y venían. Pude informar al señor Harvey de que KU/GUARDARROPA se había trocado en KU/SOGAS. Ahora debíamos decidir si había que esperar setenta y dos horas para acceder al siguiente cambio de criptónimo, o ejercer presión sobre el Control de Archivo-Puente. Harvey me dijo que esperase. Tres días después pude informarle que estábamos en Corea del Sur, gracias a la atención de DN/FRAGMENTO.
—Eso nos demorará un par de semanas —dijo él.
—Puedo pegarle duro al Archivo-Puente —sugerí.
Yo ya empezaba a esperar una reacción contraria a cada movimiento que le proponía.
—No —replicó él — . Quiero meditar acerca de esto por un tiempo. Inicia una petición de investigación acerca de DN/FRAGMENTO. Con todo lo que tenemos que hacer, las dos semanas transcurrirán sin que nos demos cuenta.
Era verdad. Había mucho que hacer. Si durante las dos primeras semanas mi papel de edecán de William
el Rey
Harvey se había limitado a esperarlo hasta que subiera a NEGRITO-I (nuestro Cadillac blindado), el trabajo pronto se expandió. Debía estar listo para tomar notas, ser portador de desafortunadas órdenes del jefe de oficina en oficina y monitor del producto de las papeleras de significativos cuartos de hotel de ambos Berlinés, entregado por camareras o dependientes. También actuaba como contable secreto de nuestros desembolsos para gastos de operaciones especiales y de otras facturas que me pasaban los oficiales de situación bajo sus nombres en código. No es mi deseo sugerir que no me enteraba de nada. Tenía poco que hacer con una gran cantidad de cosas, pero por lo general no podía dar un informe completo de lo que hacía. Había que reconocer que teníamos en funcionamiento una fábrica de gran tamaño repartida en cuatrocientos treinta y cinco kilómetros cuadrados de Berlín Oeste y Este; cualquier información que nos llegase lo hacía como materia prima, nuestras tiendas de Inteligencia la procesaban, y el producto final era enviado mediante cables y correo diplomático al cuartel general junto al Estanque de los Reflejos y otras dependencias pertinentes en Washington. Igual que el secretario del superintendente, yo podía jactarme de tener un escritorio cerca del jefe. Pero estaba muy lejos de ser una bendición. Harvey trabajaba más que nadie que yo hubiera conocido. Como Harlot, consideraba el sueño una interrupción de la actividad seria. A diario revisaba los cientos de manifiestos de carga ingresados el día anterior en el aeropuerto de Schönefeld, y como casi no leía alemán, se necesitaban los servicios de dos traductores que trabajaban la noche entera en BOLLOS enumerando manzanas y fusiles. Harvey entendía los vuelos, la hora y el lugar de salida y llegada, y la cantidad del producto; sabía cómo se decía en alemán cajones y cajas, recipientes y cargamentos fuera de categoría; conocía el vocabulario de kilogramos y metros cúbicos. Hasta allí llegaban sus conocimientos lingüísticos. Como no estaba en condiciones de reconocer los nombres de la variedad de armas y productos diferentes que entraban en Berlín Este desde Moscú, Leningrado, Ucrania, Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, etcétera, había ordenado a sus traductores que asignaran un número a cada clase de artículo. Como había de todo, desde manzanas a fusiles, y existían diez variedades de manzanas y varios cientos de clases de armas pequeñas, Harvey había compilado un código de bolsillo de varios miles de números. En lugar de un diccionario, tenía un libro negro privado que contenía todos los números, pero no lo consultaba demasiado a menudo. Se sabía los números de memoria. Mientras viajábamos en el NEGRITO, él sostenía la copa de martini con una mano mientras con la otra seguía, con la ayuda de uno de sus dedos cortos y regordetes, un manifiesto de carga en el cual el traductor había puesto los números requeridos. Algunas veces, cuando quería tomar notas, dejaba la copa de martini en su soporte o, lo que era peor, me la pasaba a mí, y con su bolígrafo con colores codificados subrayaba los artículos en rojo, azul, amarillo o verde, de manera que en la segunda lectura de las páginas las relaciones entre las distintas fuerzas soviéticas estacionadas en Berlín empezaban a hablarle. Por lo menos, eso es lo que yo supongo. Nunca me explicó nada, pero canturreaba del modo en que lo hace un aficionado a las carreras de caballos mientras lee las páginas de las carreras. Su canturreo sonaba a mis oídos como el chisporroteo de una sartén.
—Veintiséis ochenta y uno, eso debe de ser alguna clase de Kalashnikov, pero me cercioraré. —Me ponía el martini en la mano, sacaba el librito negro—. Maldición, es un Skoda, no un Kally. Debería saber que 2681 corresponde a la ametralladora Skoda serie C, modelo IV. ¿No la habían dejado de fabricar? —Alzaba la vista—. Hubbard, anota esto. —Mientras yo buscaba mi libreta y mi estilográfica con la mano libre, él volvía a coger la copa, la vaciaba, la ponía en el soporte, y comenzaba a dictar—. Los soviéticos han archivado la anticuada Skoda serie C, modelo IV, o han vuelto a usar el modelo IV. Opción tres, están preparando una travesura. Lo último es lo más probable. Sólo noventa y seis Skodas en el embarque. —Se servía otro martini—. Ponerlo en el Cuarto del Útero —decía.
Se trataba de un enorme armario del tamaño de una celda junto a su despacho en GIBRAL, con los costados cubiertos de corcho, de manera que hacía las veces de una pizarra con cuatro costados. Allí sujetaba con una chincheta todas sus preguntas sin respuesta. Algunas veces concluía una jornada de dieciséis horas de trabajo mirando esa caverna de corcho y meditando acerca de sus enigmas.
Mi día, entonces, transcurría según ciertos parámetros. Tenía un escritorio junto al despacho del señor Harvey en GIBRAL, BOZO y el Centro de la Ciudad, y viajaba con él. Cuando lograba intuir que estaba a punto de partir, juntaba todos los papeles en los que estaba trabajando, los metía en mi «lacayo» (así es como le gustaba llamar a mi maletín) y corría por el pasillo detrás de él. Nos subíamos al NEGRITO, un verdadero arsenal en el que viajaban el conductor, el guardaespaldas con su metralleta, yo con la mía, y el jefe. Cuando no estaba hablando por el radio-teléfono o extrayendo la esencia de una pila de papeles, contaba historias.
Una vez me atreví a comentar que todos los jefes que había conocido en la Compañía contaban historias. Mi vasta experiencia se limitaba al señor Dulles, mi padre, Harlot y Dix, pero el señor Harvey no exigió que justificara mi afirmación. Se contentó con responder:
—Es algo biológicamente adaptable.
—¿Me lo puede explicar, jefe?
Ya no usaba el «señor».
—Bien, el trabajo asignado a los muchachos en este Ejército es antinatural. A un joven potrillo le gusta saber lo que está pasando. Pero no es posible informarlo de todo. Se necesitan veinte años para formar a un operario de Inteligencia confiable. Veinte años en los Estados Unidos, donde creemos que todo el mundo, desde Cristo (el primer estadounidense) hasta el repartidor de diarios, es confiable. En Rusia o Alemania bastan veinte minutos para enseñarle a un nuevo operario que no debe confiar en nada. Por eso estamos en desventaja con respecto al KGB. Por eso debemos dar un código al papel higiénico. Debemos recordar todo el tiempo que hay que mantener la mierda bajo control. Pero no es posible poner demasiados límites a la mente inquisitiva. Por eso contamos historias. Es la manera de transmitir algo importante en una forma aceptable.
—¿Aunque las historias sean indiscretas?
—Has puesto el dedo en la llaga. Todos tenemos la tendencia a hablar demasiado. Yo tenía un pariente que era alcohólico. Dejó la bebida. No volvió a tocarla. Excepto una o dos veces al año, cuando se emborrachaba como una cuba. Era biológicamente adaptable. Probablemente le habría pasado algo peor de no quebrar así la sobriedad. Quiero creer que en la Compañía es bueno que de tanto en tanto se filtre un secreto cuando se bebe entre amigos.
—¿Lo dice en serio?
—¡Ahora que lo pienso, no! Pero vivimos en dos sistemas. Inteligencia y biología. La inteligencia no nos permitiría decir nada sin autorización. La biología soporta la presión. —Asintió, confirmando sus propias palabras — . Desde luego, hay variaciones discernibles en nuestra plana mayor. Angleton es un superostra. Lo mismo que Helms. El director Dulles habla un poquito de más. Hugh Montague, demasiado.
—¿Cómo se clasificaría a usted mismo, señor?
—Como ostra. Trescientos cincuenta días al año. Canario durante dos semanas, en el verano.
Me guiñó un ojo.
Me pregunté si no sería un preludio para informarme acerca de VQ/CATÉTER. Ahora creo que le costaba vivir junto a mí el día entero sin poder jactarse de su gran logro. Además, yo necesitaba saber. Mi presencia dificultaba las conversaciones referidas a CATÉTER que se mantenían por el radio-teléfono del coche. De modo que llegó el día en que se me dio una acreditación y un nuevo criptónimo, VQ/BOZO III-a, el cual me clasificaba como asistente del mismísimo BOZO.
Se necesitó una semana más para llegar al túnel. Como yo imaginaba, Harvey hacía sus visitas de noche, muchas veces con celebridades militares que nos visitaban, como generales de cuatro estrellas, almirantes, miembros de la Jefatura Conjunta. Harvey no se molestaba en reprimir su orgullo. No veía tanto placer en un logro desde que en 1939, cuando tenía yo seis años, mi padre me presentó a William Woodward, padre, cuya cuadra había ganado el derby de Kentucky con
Omaha
en 1935. Cuatro años después, el señor Woodward seguía resplandeciendo cada vez que se mencionaba el nombre de
Omaha
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