El fantasma de Harlot (108 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

—Si quieres acortar tus vacaciones por unos días, yo podría utilizarte. Tengo algunas maravillas, y uno o dos horrores, que relatarte.

2

Howard se veía delgado, ansioso, y completamente en su elemento. Como la noche era cálida, comimos en un restaurante al aire libre que, según me informó, la comunidad de cubanos exiliados llamaba Calle Ocho, precisamente por estar ubicado en esa calle. El personal de nuestro restaurante —un toldo, cuatro mesas y una parrilla carbonizada— estaba compuesto por una cubana que atendía la cocina y su marido, grande y haciendo las veces de camarero, pero el menú a base de carne de vaca, pimientos picantes, plátanos, frijoles y arroz resultó mucho más sabroso que la comida uruguaya.

Hunt acababa de regresar de un viaje por Cuba, adonde había ido para palpar la atmósfera. Después de obtener su alias operacional y un adelanto para el viaje, voló a La Habana, donde se hospedó en el hotel Vedado.

—Revisé concienzudamente mi inhospitalaria habitación, y después de asegurarme de que no había micrófonos ocultos en el colchón, y que el teléfono no estaba intervenido, me embarqué en una gira por la capital cubana. Barbudos por todas partes, Harry. Por Dios, aborrezco a esos hijos de puta de piel sudorosa y barbas mugrientas. ¡Sus roñosos uniformes de faena! Todos llevan pistolas automáticas checoslovacas. ¡Por Dios, cómo alardean! Con ese barato orgullo machista del abusador con juguete nuevo. Harry, se puede oler la mentalidad de esos maleantes asesinos por la manera en que cargan el arma sobre el hombro. En cualquier ángulo que elijan. Uno se pregunta si sabrán poner el seguro. Y las mujeres. Cacófonas como un rebaño de cabras. Cuando una mujer viste uniforme, de inmediato surgen en ella manifestaciones desagradables. Hay un número sorprendente de muchachas en la milicia, y atestan las calles con el único propósito de atacar los oídos con su cadencia: «
Uno, dos, tres, cuatro, ¡viva Fidel Castro!
Mujeres sin ninguna gracia. Y su asquerosa cadencia.

—Suena horrible.

Bebió un buen trago de cerveza.

—Peor de lo que esperaba. La mitad de La Habana intenta escapar. Hay filas y filas frente a nuestra Embajada, tratando de conseguir un visado para los Estados Unidos. Quieren huir de todos los patanes que se han instalado en la cumbre.

»Fui a Sloppy Joe's. Siempre que voy a La Habana, visito Sloppy Joe's. Solía ser una peregrinación divertida. Fue allí donde mi padre hizo su dramática aparición treinta años atrás para recuperar el dinero que le había birlado su socio. Siempre he considerado ese bar como un cálido sitio de alborotadores donde era posible encontrar a Hemingway sentado a la barra, aunque, para decirte la verdad, el viejo Ernie ya no sale mucho. También fui al Floridita, pero tampoco es lo que era. Dos lugares desolados atendidos por camareros malhumorados. Una atmósfera muerta, Harry. El único lugar que continúa con vida es el burdel que está encima de la concesionaria de Mercedes Benz. Y Castro sigue haciendo declaraciones pomposas sobre la pureza nacional. Hay más prostitutas y chulos en la calle ahora que en los tiempos de Batista. Por lo menos, el viejo Fulgencio era capaz de patrullar La Habana. Pero ahora las putas salen como cucarachas con la esperanza de que algún turista las alquile.

—¿Lo hizo usted? —pregunté, sin poder evitar la tentación de hacerlo.

En Uruguay no me habría atrevido, pero de pronto sentí que una nueva era nacía para nosotros.

Hunt sonrió.

—Nunca debes hacerle esa pregunta a un tipo felizmente casado —respondió—, pero te diré que si alguna vez alguien te pregunta por qué crees que estás capacitado para el espionaje, la única respuesta correcta es mirar a tu interlocutor a los ojos y responder: «Cualquier hombre que haya engañado a su mujer sin ser descubierto, está capacitado».

Nos echamos a reír. No sé si se debía al sabroso aroma proveniente de la parrilla, o al mensaje del cielo tropical dividido por el hosco y a la vez servicial toldo sobre nuestras cabezas, pero la cuestión es que me pareció sentir la cercanía de La Habana. Ya en mi primera noche en Miami, al observar a los exiliados cubanos que recorrían la calle Ocho, sentí un estímulo de siniestra alegría. En el futuro, me aguardaban el ron y la borrachera de oscuros hechos.

—Todas las noches —dijo Hunt—, junto a la ventana de mi hotel, oía a los barbudos riéndose y gritando en la acera tal como lo hacen las pandillas callejeras. Son el peor elemento de las barriadas pobres de La Habana, sólo que ahora viajan en coches patrullas. Los oía irrumpir en las casas. Si no les abrían la puerta en seguida, las golpeaban hasta que parecía que iban a echarlas abajo. Imagínate los ecos en las viejas calles de La Habana de los golpes sobre esas viejas puertas macizas de madera. Eran lo suficientemente fuertes para despertar a todos los fantasmas del Caribe. Los barbudos se llevaban algún infeliz a la rastra. Todos van armados; intimidan a la gente y viajan en sus coches patrulla haciendo sonar las sirenas. Es triste. Había algo en la voluptuosidad de las noches de La Habana que hacía despertar en uno sugerencias sensuales. Esos bellísimos soportales del Malecón... Pero ahora todo es justicia revolucionaria. No se puede caminar por una calle de La Habana sin oír los altavoces imponiendo horas de propaganda no deseada en los oídos renuentes de las masas. La gente ha perdido el ánimo.

—¿Habló con muchos cubanos mientras estuvo allí?

—Mi misión era ponerme en contacto con algunas personas de una lista clasificada. Todos cuentan la misma triste historia. Trabajaron con Castro, lucharon con él, y ahora querrían destriparlo.

Miró a su alrededor en el restaurante, como para asegurarse de que estábamos completamente solos. Nada más que un gesto formal. Eran las once de la noche, y éramos los únicos clientes que quedaban. La cocinera había cerrado la cocina; su marido, el camarero, dormía.

—Apenas volví a los Estados Unidos —dijo Hunt—, le hice la siguiente recomendación al Cuartel del Ojo: «Fidel Castro debe ser asesinado antes o durante la invasión, y la tarea la deben llevar a cabo los patriotas cubanos».

Me oí silbar a mí mismo.

—Vaya recomendación.

—Bien, allá en Uruguay no hablaba simbólicamente cuando decía que había que atacar la cabeza. La cuestión es eliminar a Castro de manera tal que no se nos pueda echar la culpa. Lo cual es bastante complicado.

—¿Cómo reaccionó el Cuartel del Ojo ante su sugerencia?

—Diría que favorablemente. —Hunt emanaba un aura de piedad implacable—. De hecho, en este momento mi sugerencia está siendo examinada por tu padre.

—¿Mi padre? —pregunté, tal vez demasiado candorosamente.

—¿Nadie te ha dicho lo importante que es tu padre en esto?

—Supongo que no.

—Aplaudo el sentido de seguridad de tu padre.

Yo no. Una cosa era no saber nada de él durante un tiempo, y otra, humillante, enterarse de que formaba parte de la jerarquía operacional para Cuba. No sabía si me sentía tristemente lesionado, o aplastado del todo.

—¿Cómo se lleva usted con Cal? —pregunté a Hunt.

—Somos viejos conocidos. Trabajé para él en Guatemala.

—No lo sabía. Cal me dio a entender que siempre estuvo en el Lejano Oriente.

—Pues así es —dijo Hunt—, excepto por la operación de Guatemala, donde trabajó bajo las órdenes de Richard Bissell. Debo decirte, Harry, que nuestra seguridad es como uno de esos jardines laberínticos de los ingleses. Las personas pueden pasar a centímetros de los demás, sin saber jamás que del otro lado del seto hay un amigo íntimo. Tu padre es un as para asuntos de seguridad.

Yo estaba pensando, amargamente, que la única razón por la que Cal nunca me dijo nada acerca de sí mismo era porque yo nunca me gané su atención el tiempo suficiente para recibir una confidencia.

—Sí —dijo Hunt—, siempre pensé que no hablábamos sobre tu padre porque tú tratabas de impresionarme con lo bueno que eras en asuntos de seguridad.

—A la bodega —dije, y bebí un buen trago de cerveza.

Me sentía asombrado, y sobreestimulado. A partir de ese momento mi relación con todos los que participaban del proyecto cubano, sobre todo con Howard Hunt, daba un vuelco de ciento ochenta grados. Yo había supuesto que Hunt me había elegido para que lo acompañase porque mi actuación en Uruguay había sido excelente. La mitad de mi afecto por él dependía de eso. Ahora debía enfrentarme al hecho de que probablemente me consideraba un posible asidero en el palo ensebado de su ascenso.

Por otra parte, sentía que mi orgullo familiar se fortalecía por momentos. ¿A quién habían elegido, después de todo, para un proyecto tan difícil y peligroso, sino a mi padre? Me sentía listo para emborracharme con ron, y, como corolario, muy impresionado (y sorprendido) por el peso de mi disposición a asesinar. Mucho más cerca del corazón de lo que creía. Sí, estaba preparado para el ron, las acciones tenebrosas y la borrachera del Caribe.

3

Hunt había hablado de un motel en la calle Ocho donde solían esconderse unos cuantos cubanos de cierta notoriedad después de sus fallidos intentos de asesinar a los presidentes Prío Socarrás y Batista. Como el nombre del motel era Royal Palms, yo esperaba un establecimiento moderno, de cuatro o más pisos y amplios ventanales con marcos de aluminio. En lugar de eso, encontré un húmedo patio tropical rodeado por habitaciones pequeñas pintadas de verde oscuro para disimular las manchas de humedad en el estuco. Había un par de palmeras mohosas alrededor de cuyas bases pululaban los insectos. Descubrí que no me gustaban las palmeras atrofiadas ni los arbustos podridos. De hecho, el patio estaba tan lleno de vegetación, que había que aparcar los coches a la vuelta de la esquina.

Aunque las habitaciones que daban al patio estaban en perpetua sombra, el motel consumió todo el dinero que tenía asignado para alojamiento. Al parecer, existía un tropismo entre mi persona y los hoteles húmedos y malsanos. Una parte de mí parecía inclinarse por lo bajo e inferior. Por la noche, me quedaba dormido pensando en los frustrados pistoleros cubanos que habrían sudado sobre el mismo colchón sobre el que en ese momento yacía.

El hecho de vivir en la misma clase de lugar que habría escogido Raymond Chandler para Marlowe, dándole el tiempo suficiente para que llamara a una sórdida puerta, no me brindó lo que esperaba. Algunas habitaciones estaban ocupadas por hombres solos; en otras se amontonaban familias enteras. Todos eran cubanos. La administración consistía en una anciana, tuerta a causa de un glaucoma, y su moreno y sombrío hijo. Aunque a éste le faltaba casi todo un brazo, era diestro con la escoba: cogía el palo con la axila. De noche, en medio de los ruidos de las peleas, me llegaba la música cubana proveniente de las radios portátiles. Por unos libros me enteré de que la sangre afrocubana de los tambores le hablaba directamente a los dioses y a los santos fantasmas católicos vinculados a ellos. De no haberlo sabido, me habría costado conciliar el sueño, pero ahora me tranquilizaba saber que dormía rodeado de dioses. El aire olía a ajo y aceite.

Dormía bien. Estaba felizmente cansado. Mis primeras tareas en Miami me relacionaban con un desfile sorprendente de caras y lugares. Si a grosso modo seguía siendo un oficial de caso, ahora pasaba la mitad de la jornada conduciendo a alta velocidad mi Chevrolet Impala, adjudicado por el gobierno, a lo largo de los interminables y acogedores bulevares y carreteras de Miami y Miami Beach, para no hablar de mis viajes a los cayos y los Everglades. Estábamos montando una operación en el sur de Florida que se extendería en un radio de casi trescientos kilómetros, desde el norte de Fort Lauderdale hasta Key West, y desde el condado de Dade, a través del pantano Big Cypress, hasta Tampa y el Golfo. Como debíamos estar preparados para negar toda conexión con la operación, necesitábamos pisos francos que no pudieran ser reconocidos como tales, y por ello muchos nos habían sido cedidos en préstamo por estadounidenses o cubanos ricos que vivían parte del año en Miami. Más tarde me enteré de que la Compañía incluso había llegado a tener, aunque excepcionalmente, castillos sobre el Rin y el Loira, y templos en Kyoto. Por regla general, lo más seguro eran los pisos francos, austeros y funcionales. Sin embargo, en Florida esta regla fue transgredida muchas veces. Si bien me harté de habitaciones de hoteles baratos y de sórdidos apartamentos, también me reuní con cubanos en casas rodeadas de amplias extensiones de césped, con piscinas. Desde los ventanales se veía la lancha anclada en el muelle perteneciente a la residencia. En esta casa vacía, la media docena de cubanos reunidos temporalmente, fumigaba la atmósfera con los cigarros que fumaban las veinticuatro horas del día.

¿Me refiero a estas reuniones en forma abstracta? Pueden tener la seguridad de que vivía impresionado por nuestros amigos cubanos y lo impredecibles que eran. Algunos tenían bigotes y parecían piratas, otros eran calvos, con todo el aspecto de políticos avezados. Una de mis tareas consistía en servirles de chófer y llevarlos para la cita de turno a la espléndida casa franca elegida por Hunt en Key Biscayne, Coconut Grove o Coral Gables. Después, los conducía de regreso a cuartuchos casi tan miserables como el mío, preguntándome cuál sería la razón por la cual las reuniones tenían lugar en ambientes tan elegantes.

En estos asuntos, Hunt seguía siendo mi guía.

—Si los alojáramos en lugares caros, en una semana su arrogancia no tendría límites. Debes comprender la mentalidad cubana. No son como los mexicanos, y de ninguna manera pueden ser comparados con los uruguayos. No se parecen a nosotros en nada. Si un americano está tan deprimido que piensa en suicidarse, bien, podría hacerlo, pero un cubano avisa a sus amigos, hace una fiesta, se emborracha y mata a otro. Son traicioneros hasta con su propio suicidio. Lo atribuyo a los trópicos. La jungla provoca histeria. Por un hermoso sendero en la jungla puedes topar con un escorpión. Desde un árbol puede caerte sobre la cabeza cualquier insecto y dejarte inconsciente con su picadura. Los cubanos actúan como machos para dominar su histeria. Nuestra tarea es incitar su falta de equilibrio emocional y, muchacho, te aseguro que puede lograrse. Eso es exactamente lo que le hicimos a Arbenz en Guatemala.

Me había contado esa historia en Montevideo, pero debía oírla otra vez.

—Harry, nosotros sólo teníamos trescientos hombres, tres aviones remendados y un radiotransmisor en la frontera con Honduras, pero no dejábamos de enviar mensajes a tropas imaginarias utilizando un código tan simple que sabíamos que Arbenz y sus tropas lo descifrarían. Al poco tiempo empezaron a reaccionar ante nuestros mensajes falsos. Mencionábamos una unidad militar leal a Arbenz, y decíamos que planeaban traicionarlo. En una semana, Arbenz mantenía a sus batallones encerrados en los cuarteles. Creía que se unirían a nosotros. Además, aumentábamos el tamaño de nuestro ejército. «No podemos despachar dos mil hombres de inmediato, pero hoy les enviaremos mil doscientos y mañana el resto.» Todo estaba calculado para poner histérico al bando contrario. Arbenz abandonó Guatemala antes de que nuestros trescientos hombres pudiesen marchar sobre la capital, y todos los comunistas huyeron a las montañas. Uno de nuestros trabajos maestros. Ahora atacaremos a Castro con tantos informes de desembarcos múltiples que Castro no sabrá a qué parte de la isla apuntamos.

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