El fantasma de Harlot (109 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

—¿Puedo hacer el papel de abogado del diablo?

—Es una de las razones por las que estás aquí.

—Castro sabe todo lo que sucedió en Guatemala. El
Che
Guevara era uno de los hombres que trabajaban para Arbenz.

—Sí —respondió Hunt —, pero Guevara es sólo una voz entre muchas. Nuestra ventaja es que los cubanos son únicos en lo que a creer en rumores se refiere. Aprovecharemos este pequeño defecto. Ahora mismo, aquí, en Miami, donde hay más de cien mil de ellos que han abandonado a Castro, los inundaremos de informaciones falsas que terminarán sobre el escritorio de Fidel. Como estamos situados en el centro de esa colmena de rumores, podemos empujar a Castro en cualquier dirección.

—Pero Castro también podría enviarnos información falsa y de ese modo desorientarnos fácilmente.

Hunt se encogió de hombros.

—Pues entonces, que sea una batalla de información falsa. Sabré dirigir a mi gente. Después de todo, somos menos histéricos.

Hunt había sido novelista antes de convertirse en hombre de la Compañía, y eso era algo que yo debía recordar. Un tipo más romántico que yo. Como al mismo tiempo era capaz de obedecer el reglamento al pie de la letra, hacía que me mantuviese atento a las distintas manifestaciones de Alfa y Omega, dato que, por otra parte, no necesitaba. Alfa y Omega me inundaban de pensamientos sobre Kittredge. Un poco más tarde ese mismo día, obligado a salir del camino por un verdadero diluvio, detuve el coche en el arcén y, apoyando la cabeza sobre el volante, estuve a punto de llorar. Repentinamente, me abrumó la necesidad de estar con ella. Ocurría a menudo. De pronto mi estado de ánimo se alteraba y me sentía desolado por la ausencia de Kittredge. Sufría de manera abominable por no poder escribirle, y no dejaba de enviarle cartas mentalmente. Esa noche, antes de dormirme, le escribiría otra. Pero la lluvia había cesado y me lancé a toda velocidad por la carretera, pálida como el marfil bajo el sol. A un lado del camino, tuve la suerte de ver una garza blanca posada sobre una pata junto a un pantano oscuro.

4

Esa noche, por fin, le escribí una carta, lo cual supuso una curiosa suspensión de mi incredulidad, pues sabía que jamás la enviaría.

Miami

15 de junio de 1960

Mi querida Kittredge:

¿Cómo poder explicarte lo que hago estos días? Tengo tantas tareas pequeñas y tan pocos precedentes para guiarme. En el peor de los casos, soy un lacayo de Howard Hunt y debo obedecer sus caprichos; en el mejor, soy Roberto Charles, edecán del legendario Eduardo, oficial de Acción Política para la futura operación sobre Cuba, que viaja a menudo a Miami, Nueva York y Washington mientras yo me quedo para proteger nuestra tapadera, según la cual Eduardo es un importante ejecutivo de corporaciones de acero que lucha contra el comunismo en el Caribe, misión que desempeña a solicitud de personas con las conexiones políticas más importantes. Por supuesto, esto no sirve para engañar a nuestros cubanos, pero sí para enardecerlos. Quieren que la Compañía intervenga.

Aun así, Howard es culpable de impulsos terriblemente caprichosos. Por ejemplo, quería que yo usara el nombre de Robert Jordán como tapadera.

—Algunos cubanos —le dije—, pueden haber leído
Por quién doblan las campanas
.

—Jamás —respondió — . No los nuestros.

Por último nos pusimos de acuerdo en que me llamaría Robert Charles. Inmediatamente después siguieron las tarjetas de crédito, una cuenta bancaria y otros papeles. Nuestra oficina en Miami está en condiciones de proveer todo esto, de modo que ahora tengo documentos que me acreditan como Robert Charles. Me temo que los cubanos han empezado a llamarme
El joven Roberto
.

Con respecto al lugar de trabajo, conservamos nuestras oficinas en Zenith Radio and Electronics, Inc., en Coral Gables, cuyo edificio linda al sur con el campus de la universidad de Miami. Después de estar tanto tiempo en Montevideo, no puedo decirte lo extraño que me parece no contar con mi supuesto trabajo en la Embajada estadounidense. Pero ahora soy representante de ventas de Zenith. El exterior de este espacioso cuartel general de operaciones tiene el aspecto de lo que solía ser: un edificio bajo de oficinas con un par de naves adosadas. Dentro, sin embargo, todo ha sido modificado para nuestro uso. Hasta podemos justificar el cerco de alambre de espino y el puesto de segundad en la puerta de entrada porque Zenith trabaja bajo contrato para el gobierno.

Dentro del edificio, ya somos más de cien trabajando. Debido a que hay un escritorio por metro cuadrado, estamos más apretados que I-J-K-L, aunque al menos nuestro sistema de aire acondicionado funciona. Además, ¡estamos en Miami, no en Washington! Tenemos gráficos de producción falsos, y placas de premios, igualmente falsas.

Detrás de esta fachada, estamos de trabajo hasta el cuello. Jamás podría saber qué hace el resto del personal, pero la mayor parte de mis actividades tienen lugar fuera de la oficina. Paso gran parte del tiempo con los exiliados cubanos de Eduardo, y dos veces por semana recibo nuevos cubanos para nuestro proyecto. Todos los exiliados en Miami parecen saber que las bases de adiestramiento están en América Central, de manera que los martes por la mañana me instalo en una de nuestras tiendas en el centro, mientras que los viernes voy a Opa-Locka. En ambos lugares entrevisto tanto a viejos exiliados como a recién llegados que quieren unirse a la fuerza de ataque. Mi asistente cubano conduce la conversación en un español tan rápido que generalmente tengo que preguntarle qué ha dicho. Es absurdo. El secreto —que de modo alguno lo es— reside en que la Agencia está detrás de la operación. A pesar de nuestra ficción de que los gastos son pagados por ciudadanos acaudalados de los generosos Estados Unidos, un niño de ocho años podría ver la mano de la Compañía detrás de todo. Sospecho que en el Cuartel del Ojo prevalece la idea de que, si Castro es derrocado por el movimiento de exiliados, los rusos pondrán el grito en el cielo, acusándonos de que fuimos el cerebro; en ese caso, les pediremos que presenten pruebas.

De todos modos, cada vez que en el
Miami Herald
sale una noticia referida a la presencia rusa en el país de Castro, somos asediados. Para qué son reclutados estos cubanos es algo que, por supuesto, nadie me ha explicado. Se ignora si formarán parte de un ejército de invasión, o si caerán en paracaídas sobre las montañas de Cuba para convertirse en guerrilleros. Por mi parte, busco candidatos que puedan servir para una u otra cosa. No sólo participo de las entrevistas, sino que estudio los cuestionarios y hago la primera selección. Rechazamos a todos aquellos cuyas historias no resultan satisfactorias, y nos inclinamos por confiar en los cubanos que provienen de grupos estudiantiles de la Acción Católica más que en los individuos que se presentan solos y de manera espontánea. De hecho, la primera de mis tareas es comprobar las referencias locales del candidato; casi todos nuestros voluntarios deben ser capaces de demostrar que están integrados en la comunidad a la que dicen pertenecer. En Zenith, contamos con un centro de datos para verificar sus historias. No es un trabajo que demande grandes esfuerzos. Una vez que sus datos son verificados, todos son sometidos a la prueba del detector de mentiras antes de ser enviados a Fort Myers para su adiestramiento.

Estudio las caras que pasan ante mí. Muchos son, a la vez, dignos y corruptos, una combinación de atributos que a primera vista parece imposible. Confieso que hay en la piel morena una cualidad personal, mezcla de orgullo y libertinaje, que no puedo definir. Soy tan diferente a estos cubanos... Se preocupan mucho por su honor, pero están dispuestos a cometer pecados que a mí me harían sentir culpable. También he observado que están orgullosos de sus apellidos, y lo reflejan en la vanidosa belleza de sus rostros. Si bien ocasionalmente alguien se llama José López o Luis Gómez, Juan Martínez o Rico Santos, estos nombres comunes se ven sobrepasados por este verdadero florilegio: Cosme Mujial, Lucilo Torrente, Armengol Escalante, Homoboro Hevía Balmaseda, Inocente Conchoso, Ángel Fajardo Mendieta, Germán Galíndez Migoya, Eufemio Pons, Aurelio Cobián Roig.

Bien, querida mía, ya te habrás dado cuenta de la situación. Algunos son parecidos al Quijote, otros, a Sancho Panza. Hay abogados de cuello almidonado y afilados bigotes. Los hay que son verdaderos dandis, peligrosos señoritos escapados de una página de Proust. Otros tienen un aspecto amenazador, tan cargado de gangsterismo que un infante de Marina saldría huyendo al verlos. Todos llegan a nosotros: jóvenes estudiantes con la cara marcada por el acné, pálidos y petrificados por la decisión honesta y terrorífica que han tomado y que pone en peligro sus vidas, y hombres viejos, barrigudos, que parecen querer recuperar algo de su perdida juventud. Ante mí pasan hombres físicamente débiles, con el rostro arrebolado por la fiebre, o cobardes impulsados por el desprecio de sus pares. También acuden algunos borrachos, y uno que otro soldado profesional que permaneció junto a Batista hasta el último momento, razón por la cual no pueden ser elegidos. Los hay valientes o tímidos, entusiastas o paranoicos, pero todos se presentan con sus nombres ostentosos: Sandalio Auribal Santisteban, Aracelio Pórtela Almagro, Alejo Augusto Meruelos o Reynaldo Balan. Sobre el cielo de sus cunas deben de haber estallado los fuegos de artificio de la clase media.

Naturalmente, en mi trabajo considero unos cuantos factores de orden práctico. Me he visto obligado a estudiar someramente los cinco partidos políticos con los que Hunt y yo trabajamos: el Movimiento Demócrata Cristiano (MDC), el AAA, el Monti-Cristi, Rescate y el Movimiento Revolucionario de Reivindicación (MRR).

¿No te interesan sus diferencias? En distinto grado, estos grupos se ven como capitalistas liberales o socialdemócratas. Como Castro, también odian a Batista. Por lo tanto, nuestros argumentos, cuando creen en ellos, sólo contribuyen a despertar la sospecha de que Hunt y sus ricos americanos están tratando de devolverle el poder a Batista. Acusación impía. La imaginación de estos cubanos me resulta increíble. ¡Y se supone que son líderes! Encabezan los cinco grupos de exiliados que integran el Frente Revolucionario Democrático, elegido por Washington como coalición de centro-izquierda precisamente para no alienar a la gran masa de América Latina que se inclina por el marxismo. Por otra parte, se los considera lo suficientemente cerca del centro para que Eisenhower, Nixon y compañía no sufran demasiado. Debo repetir que la política no es mi fuerte, ni tampoco, creo, el tuyo, pero he llegado a la conclusión de que actualmente gran parte de nuestra política exterior trata de romper con la vieja imagen de Joe McCarthy. Tenemos que convencer al resto del mundo de que somos más progresistas que los rusos, lo cual nos coloca en una posición paradójica: a Hunt, que es más conservador que Richard Nixon (de ser eso posible), no le molestaría sustituir a nuestros hombres por un grupo de derechas más compatible con él. Sin embargo, éste es el equipo con el que debe trabajar, y mientras todo salga bien, su posición en la Agencia se verá fortalecida.

No es una tarea rutinaria. El tamaño del país que nos ocupa no deja de sorprenderme. Cuba debe de tener unos mil doscientos kilómetros de largo, pero aquí todo el mundo parece haber vivido en el mismo barrio de La Habana. No sólo han estado asociados entre sí durante años, sino que afirman haber conocido a Castro personalmente, de modo que no es descabellado pensar que algunos tal vez sean sus agentes. Aun cuando sean dignos de confianza, se llevan entre sí como una familia latina altamente emotiva, llena de discrepancias asesinas. Durante los últimos treinta años, nuestros cinco líderes del Frente han vivido enfrentados políticamente, lo que deja a Hunt en la nada envidiable posición de intentar que actúen como un equipo, aunque al mismo tiempo debe mantenerlos separados.

Tales son nuestras cohortes. Uno es un ex presidente del Senado cubano (antes de que Batista aboliera esta institución); otro fue ministro de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Carlos Prío Socarrás; el tercero solía ser presidente del banco de Desarrollo Industrial. Sin embargo, no me impresionan ni me parecen muy distinguidos. Por el contrario, a veces resulta difícil creer que tuvieran cargos tan importantes.

Kittredge, hace un momento intenté irme a la cama, pero me resultó imposible. Creo que debo confesarte que mi condición actual es de una soledad extrema. Vivo en medio de la pobreza de un motel, y es absurdo. Con lo que pago aquí podría conseguirme un pequeño apartamento amueblado en un vecindario modesto, pero rechazo ese cambio, así como he rechazado todas las invitaciones de mis colegas de Zenith. No tengo vida social, y es culpa mía. Simplemente, no puedo hacer el esfuerzo solemne de resultar amable con nadie. En Uruguay era más sencillo. La vida social de uno transcurría cómodamente en la ronda de recepciones de la Embajada. Pero aquí, con personal de la Agencia que llega a Miami procedente de todas las estaciones del mundo, y sin Embajada a la vista, somos más bien como una ciudad surgida del auge económico. Con una notable excepción. Por la mañana todos van a Zenith, para partir por la noche rumbo a unos alojamientos que se adecúan a sus ingresos. De modo que tengo dos opciones: puedo codearme con matrimonios, o bien emborracharme todas las noches con solteros iguales a mí. No quiero ninguna de las dos cosas. Los casados, naturalmente, tendrán a la amiguita de la mujer esperándome, y/o la bicicleta de plástico de los niños lista para dar unas vueltas por el jardín delantero; por su parte, los oficiales solteros me dan que pensar. Muchos me recuerdan a los paramilitares de la Granja, y beber con ellos sería una tarea más, sumada a las que debo realizar durante el día. Por supuesto, siempre está Howard Hunt. El y Dorothy fueron una parte importante de mi vida nocturna en Uruguay. Pero ahora Dorothy se ha quedado en Montevideo hasta que los niños finalicen el año escolar, y Hunt viaja constantemente a Washington. Una vez a la semana nos reunimos para comer juntos, e invariablemente me ofrece una nueva conferencia sobre el matrimonio. Ya no me parece algo tan importante. Bajo este cálido cielo de Florida, con sus noches de adelfas y buganvillas y su aroma a pasionaria en las calles residenciales, siento como si estuviera esperando —puede que sea la palabra más desesperanzada de todas, Kittredge, pero resulta apropiada— un idilio, ese buen vino americano destilado, lo sé, de la esencia de muchas emociones baratas provenientes de películas olvidadas.

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