Don Bosco nos informó que no le importaba correr el riesgo. No temía que Varjov pudiese llegar a descubrir que cooperaba con nosotros. «Lo retaría a duelo —dijo don Bosco — . Hace veintiocho años que no me veo envuelto en tal confrontación, pero eso sólo se debe a que he vivido cada minuto de cada día de todo este tiempo con el conocimiento de que he jurado exigir satisfacción a cualquiera que se dirija a mí de manera impropia. Este juramento, señores, me proporciona ecuanimidad.» Los sentimientos de Teótimo Blandenques se veían fortificados por la curva de su gran bigote blanco. «Mi dificultad —agregó don Bosco poco después— es con el equipo técnico. Tendrán que hacer muchos agujeros. No me parece conveniente mancillar estos venerables muros.»
Veinte años antes, la propiedad de don Bosco había sido subdividida en dos apartamentos. No dijimos nada, pero mientras bebíamos unos cócteles don Bosco dio paso a Blandenques, el
rentier
. Howard obtuvo permiso para instalar el equipo. Tendríamos que pagar una suma adicional del treinta por ciento, y luego reparar todas las paredes, maderas, cimientos o molduras que hubiesen sido afectadas.
«El viejo ladrón probablemente le pida a Gordy Morewood que lo represente en el comité de reparaciones», dijo Howard.
Esa noche me sentí horriblemente deprimido. Si bien no había nada que me impidiera escribirle a Kittredge cuando quisiera y guardar las cartas hasta junio, me di cuenta de que una carta que no pudiese enviar inmediatamente después de haberla escrito no parecía tener demasiado sentido. Además, echaba de menos a Kittredge físicamente. Varias noches desperté en medio de un sueño en que le estaba haciendo el amor. Eso no había sucedido antes, y me escandalizó la carnalidad que expresábamos. Era digna de un burdel. Comencé a preguntarme si no estaría siendo alimentada por alguna mezcla de ansiedad relacionada con Libertad, Peones y Chevi. Allí todo estaba quieto, y tenía la esperanza de que nada se agitase, aunque aportaba una incertidumbre cada vez mayor que arrastraba durante los días de trabajo y las noches de sueño intranquilo.
1 de junio de 1958
Querida Kittredge:
Ojalá pudiera decir que una multitud de acontecimientos me han traído con toda rapidez hasta este primero de junio, pero me temo que no fue así. Tú eres la diosa-bruja que mantiene activa nuestra estación siempre que te envíe cartas. Cuando dejo de hacerlo, todo parece detenerse.
Por supuesto, este mes sucedieron unas cuantas cosas. El vicepresidente Nixon hizo una breve visita a Montevideo durante su gira por América del Sur, pagada con fondos de la nación, y Hunt le mostró las instalaciones de nuestra Embajada, cuidándose muy bien de no enseñarle las correspondientes a la estación. En cambio, ofreció al señor y la señora Nixon descripciones fantásticas de cada uno de nosotros, por ejemplo:
—Éste es Sherman Porringer, señor vicepresidente. Puede decirle todo lo que quiera saber acerca de los sindicatos uruguayos y de cómo los ayudamos en su lucha por librarse de los izquierdistas.
El pobre Porringer se quedó tan confundido que relinchó como una muía de Oklahoma.
—¿Posee alguno de estos sindicatos un buen espíritu democrático? —preguntó Nixon.
—No podría decir que no —respondió Porringer.
Tres veces a la semana teníamos que soportar sus diatribas contra los líderes sindicales: «Estúpidos hijos de puta. Uruguayos imbéciles». Frente al mismísimo vicepresidente Nixon, Hunt le preguntó:
—Ya que no podría decir que no, ¿diría entonces que sí?
—Hay cierto espíritu democrático verdadero —consiguió musitar Porringer.
Luego, Hunt decidió hablar delante de todos nosotros, en vez de llevar al señor y la señora Nixon a su despacho y hacerlo allí. Ignoro si lo hizo por nerviosismo, arrojo o porque se le ocurrió que de ese modo conseguiría impresionarnos. De todos modos, como jefe de estación parecía tener derecho a un aria de dos minutos antes de devolver los invitados al embajador.
—Señor vicepresidente —dice Hunt—, aprovecho esta ocasión para recordarle un incidente de su vida que para usted seguramente carecerá de importancia, pero recuerdo una noche en que mi esposa Dorothy y yo, que habíamos ido al restaurante Harvey's después del teatro, tuvimos la gran suerte de sentarnos cerca de usted y la señora Nixon. Siguiendo un impulso, caminé hacia su mesa y me presenté. Usted tuvo la delicadeza de invitarnos, a Dorothy y a mí, a que nos sentáramos con ustedes.
—Howard Hunt, lo recuerdo muy bien —dijo el vicepresidente.
Te aseguro, Kittredge, que a mí no me pareció que lo recordase. Nixon tiene una voz profunda que te hace pensar en un taladro bien aceitado; la lubricación hace que atraviese muchos episodios embarazosos. La vida de un político debe de estar llena de recuerdos a medias, ¿no crees? Demasiadas personas. Envió con la mirada una rápida señal a Pat, su mujer, y ella, veloz como un rayo, dijo:
—Sí, Dick, fue esa noche, hace cuatro años, cuando tú hablaste ante la Sociedad de Agentes Retirados del FBI.
—Por cierto —dijo Dick—, un grupo que vale su peso en oro esta gente de la SARF, y nada lentos cuando llegó el momento de preguntar.
—Ja, ja —se rió Hunt.
—Surgió el caso Hiss —dijo Pat Nixon.
—Recuerdo —dijo el vicepresidente— que usted, Howard, me felicitó por lo que llamó «mi persecución infatigable» de Alger Hiss, y tuve que agradecérselo. En aquellos días, las opiniones con respecto a este asunto estaban muy divididas.
—Recuerdo que fue una agradable media hora de discusión sobre la escena exterior y doméstica. Tiene una memoria soberbia, señor.
—Una reunión muy placentera —concluyó Nixon. Hizo una leve seña a Hunt, quien lo condujo por el corredor hasta el despacho del embajador.
Ojalá hubieras visto al vicepresidente, Kittredge. Nixon es un hombre común y corriente, pero sólo de aspecto. Debe de obedecer a pie juntillas a su propia voluntad, lo mismo que Hugh Montague. Sin embargo, ¿podrías concebir dos personas más diferentes?
Al cabo de un rato Hunt regresó a nuestro lado.
—Muchachos, acabáis de conocer al próximo presidente de los Estados Unidos.
Me pregunto si Hunt no estará pensando en renunciar a la Agencia para trabajar con Nixon en 1960. Estos días se lo ve insatisfecho, y la causa es nuestro nuevo embajador, un espécimen elegantemente vestido llamado Robert Woodward, de quien Hunt no paraba de quejarse antes de que llegara a la Embajada. «Otra eminente nulidad —fue la descripción inicial de Howard—. La credencial del hombre consiste en una misión en Costa Rica.»
Sin embargo, Woodward no resultó una presencia inútil. Pertenece a un grupo del Departamento de Estado que se opone abiertamente a la Agencia, y una de las primeras preguntas que le hizo a Hunt, según este mismo nos informó, fue: «¿Qué maldades están fomentando aquí?». «Mi mandato no se extiende hasta el derrocamiento de un gobierno amigo, señor», le respondió Howard.
Lo que Woodward dijo a continuación le servirá a Hunt durante años como tema de conversación: «Por favor, señor Hunt —prosiguió Hunt imitando a Woodward—, reconozca que este país, aunque pequeño, es la mejor democracia existente en América del Sur. Hay pocas naciones que puedan jactarse de estar tan bien administradas y libres de corrupción; un verdadero modelo para las naciones pequeñas menos afortunadas. Uruguay es la Suiza de América del Sur.» Howard repitió todo esto ante Gatsby, Kearns, Porringer, Waterston y yo. «¡Libre de corrupción! Estos ladrones de la Asamblea Legislativa se compran cada año un coche importado nuevo libre de impuestos. ¿Cuánto dinero extra ganan al venderlo? ¿Diez mil dólares?»
Por supuesto, tiene razón. Uruguay es un país corrupto. Los liberales roban, y la derecha también. Don Jaime Carbajal Saavedra, por ejemplo, lleva su ganado a Brasil cruzando el río Jaguar para ahorrarse una fortuna en impuestos aduaneros. En una palabra: es un contrabandista. Tiene que comprar a la Policía de frontera. Sin embargo, Howard no lo critica. Dice que le recuerda el modo en que se hicieron las grandes fortunas de Texas. Sin duda se trata de una justificación, pero no es momento de discutir con Howard. El verdadero problema es que la estación ya no puede hacer lo que quiere. Si bien nunca nos mezclamos con el personal de la Embajada, antes nos vanagloriábamos de poder entrar en cualquiera de sus despachos. Allí los muchachos, de treinta a sesenta años, siempre veían con malos ojos la manera amigable y calurosa con que nos recibían las mujeres del Departamento de Estado.
Ahora, todo eso ha cambiado. El personal del Departamento de Estado se comporta de una manera falsa y extremadamente amistosa, como si fueran socialmente superiores pero no quisieran que les arruinásemos sus pertenencias. Hace dos semanas, Hunt fue notificado de que Woodward y su ministro asistirán a las recepciones de las otras embajadas. Ahora Hunt puede tomarse un merecido descanso y pasar las noches con su familia. No es necesario decir que esto nos elimina del circuito de las embajadas extranjeras. Sin duda es una bendición —podré leer—, pero el ostracismo social indigna. Por supuesto, Hunt está interiormente lívido.
Nota final. En realidad, ocurren más cosas. El mes pasado logramos poner micrófonos en el nido de amor de Zenia Masarov y Georgi Varjov, operación que, como no podía ser de otra manera, supuso numerosos pasos. Aparte de poner la carnada en el anzuelo, fue necesario traer técnicos de Washington para que instalaran el equipo de audio y probaran los micrófonos, el mejor de los cuales fue instalado en el cabezal de la cama.
Debo admitir que en la estación esperamos los futuros acontecimientos con no poca lascivia. En diez días veremos si todo ha salido como esperamos. Podría hacértelo saber antes, pero aceptaré tus condiciones tal cual son. Espero que el primero de julio llegue pronto.
Tuyo,
HARRY
1 de julio de 1958
Querida Kittredge:
Después de todo, era verdad que Zenia y Georgi tenían una relación apasionada. Me sorprende lo mucho que me apena Brishka. Aunque parezca mentira, Zenia habla de él a menudo, y uno termina compadeciéndose de Varjov porque tiene que oír hablar todo el tiempo del marido a quien, presumiblemente, ha despojado de su mujer. Como verás, Zenia es voluble con respecto a su sentido de la vergüenza. Naturalmente, Porringer comenta: «A ninguna mujer le hace mal un buen polvo». Una información reconfortante que, de ser verdad, resultaría hasta agradable.
Mientras tanto, se me ha asignado la misión de monitor de AV/ RATONERA, que es el nombre que Hunt le ha asignado a la operación de escucha. No sé si estoy ante una comedia o una monstruosidad. ¿Se puede responsabilizar a las personas por lo que dicen mientras realizan el acto sexual?
Con frecuencia la mecánica resulta ser graciosa. Si bien se supone que el audio es el mejor diseñado para este tipo de micrófonos clandestinos, y podemos recibir conversaciones desde la sala, la cocina, el comedor y el dormitorio, hay lagunas, por ejemplo cuando Zenia o Georgi hacen sonar un plato o, peor aún, cuando hacen ruido los muelles del colchón. Después de cada visita, los irlandorrusos van a recoger las cintas del dormitorio que hemos alquilado en el piso de arriba, y vuelven a su despacho, donde pasan horas transcribiendo y traduciendo. Después, me encargo de pasar la versión a un inglés correcto sin que se pierda nada de la información. Cuando al día siguiente las transcripciones originales en ruso son enviadas a Washington para que los Avinagrados decidan qué resulta de valor, me pregunto si mi tarea es verdaderamente necesaria. Se lo digo a Hunt, quien me asegura que mi infeliz conclusión es una observación trivial. «Continúa con tu producción», dice. Sospecho que envía copias de mis traducciones a un par de amigotes que tiene en la división Occidental.
Lo peor de todo esto es que el producto final es mínimo. Varjov va a su nido de amor para olvidarse de su trabajo, y Zenia porque está «dominada por una obsesión exótica». De eso oímos muchísimo. En las cintas, Varjov resulta ser una persona más vulgar de lo que creíamos. Aparentemente, desciende de un largo linaje de siervos; su padre llegó a ser maquinista de ferrocarril, en tanto que él, Georgi, se distinguió cuando joven como un inculto sargento comisario, sobrevivió a Stalingrado y fue una especie de verdugo del GRU durante el avance sobre Berlín del Ejército Rojo. Según la descripción de Zenia, es un carnicero. Se ocupa de «la carne, los huesos, y ahora de mí», dice ella. Muchas veces habla con tristeza de su incapacidad para controlarse.
—Leo libros acerca del derrumbe de la virtud en las mujeres —dice Zenia—, pero los libros no logran advertirnos lo suficiente. Ni Flaubert. Ni siquiera Tolstói. Chéjov, quizás. Un poquito. Pero no lo bastante. Dostoievski es el peor. No comprende sufrimiento de mujer caída, enredada en adoración de carne diabólica.
—¿Quién es un diablo? —protesta Georgi—. Soy un hombre bajo circunstancias imposibles. Venero a tu marido por su sabiduría.
—No tanto como veneras pelos púbicos. ¿Qué placer encuentra tu nariz? Brishka adora eso. Tú, no. Demasiado asustado. Hombre fuerte, asustado. Pelos púbicos son centro del pecado.
Lo siento, Kittredge, pero después de que los irlandorrusos hacen su traducción literal, me cuesta pasarla a un idioma gramaticalmente correcto que pueda dar una idea de cómo suenan Zenia y Georgi. La última frase fue traducida como «ruindad en pelos de ingle, hediondos pelos de ingle». Si quieres el toque delicado, no lo esperes de los rusos.
Ella no para de censurar a Varjov por «
niet kulturni
». Por Masarov estoy familiarizado con la expresión, pero Gohogon, otro de los irlandorrusos, me asegura que para los soviéticos se trata de un insulto fuerte: o se es una persona culta, o se carece de cultura. Zenia Arkadiova se siente degradada precisamente porque experimenta una gran pasión por este
niet kulturni
, Varjov.
—Tengo cinco tías, todas damas, todas muertas. Se desmayarían si te vieran.
Por lo general, las respuestas de él a estas observaciones tienen que ser insertadas en la transcripción como: VARJOV
(gruñidos)
Siento curiosidad por oír la cinta original y le pido a Gohogon que me la deje oír. Se revela un nuevo elemento. Las palabras de Zenia pueden ser brutales, pero su voz es suave, melodiosa, acogedora. Los gruñidos de él son de pura felicidad, como si fuese un hipopótamo resoplando en la porquería.