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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (97 page)

Estamos al borde de un callejón sin salida. Le pregunto por qué no le pide a Peones que le presente a Hunt, pero la respuesta es tan obvia que ella se limita a sonreír. Nardone la respetará más si la presentación se hace a través de nuestro jefe de estación. De modo que muevo la cabeza ambiguamente y me pongo de pie para irme. Para mi sorpresa, Chevi se va conmigo. Se abrazan como viejos amigos; él le da una palmada respetuosa y tierna en el trasero, y luego le besa la mano, rozándola con el bigote. Por su parte, ella me da un beso en un costado de la boca, y mi mejilla cobra vida, como si la hubiera rozado una pluma de pájaro. Entonces recuerdo dónde ha estado su boca esa tarde, y la cara me quema como una hoguera.

—Usted me presentará al señor E. Howard Hunt —dice.

—Veré qué puedo hacer —contesto, consciente de que esta mera respuesta es un signo de debilidad.

Mientras bajamos en el ascensor estoy furioso con Chevi. Me contengo y no hablo hasta que llegamos a la calle, y entonces soy yo quien insiste en cruzar la Rambla esquivando el tráfico a toda velocidad. Incluso después de que lo hemos hecho y estamos seguros, sigo esforzándome por controlar mi genio.

—¿Cómo pudiste colocarme en una posición tan comprometedora? —pregunto por fin—. No eres mi amigo.

—Soy devoto de tus intereses —dice—. Sólo quería que contemplaras a uno de los pocos artefactos extraños que ha producido mi país, una obra emblemática del genio uruguayo: una gran puta.

—Cállate. Eres totalmente indigno de confianza —digo sin disimular mi enfado.

Inesperadamente, se muestra dócil. Me pregunto si no debería haber mostrado esa faceta de mi personalidad hace meses. El problema es que mi genio no es un instrumento de uso confiable.

—¿Cómo pudiste ser tan egoísta, estúpido y descuidado? —exploto—. ¡Deberíamos cortar relaciones contigo!

—Estás llamando la atención —dice, y señala a dos enamorados acostados sobre una manta de playa a unos cien metros. ¿Han levantado la cabeza para mirarnos?—. Volvamos al piso franco. Trataré de explicártelo.

—Nunca olvides que no eres indispensable. Estás obligado a explicarte.

Llegamos a nuestro piso franco. Después de aquella sala, los adustos muebles del gobierno me sostienen como una camisa bien almidonada. De repente me doy cuenta de que mis amenazas han asustado a Chevi. Le estamos pagando cien dólares a la semana —a menudo ciento veinte, si sumamos los gastos—, y es un dinero del que ya no podría prescindir. Sin embargo, esto no es más que una pequeña parte de su motivación. La otra parte, obviamente, se relaciona con Libertad.

—Es verdad —dice, después de que desbarato sus disculpas como si estuviera cortando maleza con un machete—. Intentaba usarte, y eso, estoy de acuerdo, es una infracción. La regla fundamental determina que el utilizado sea yo. No debí haber violado esta regla fundamental.

—¿Por qué lo has hecho?

—Porque ella lo pidió.

—¿Acaso tienes una relación similar con ella?

—Sí. Digamos que se produjo un choque de reglas fundamentales.

Comenzó a contarme una historia. Conocía a Libertad de prácticamente toda la vida. En La Teja, habían ido juntos a la escuela. En el primer año de universidad habían sido amantes. Ella lo adoraba. Después, él se fue a Nueva York. Para cuando regresó, ella ya era una prostituta. .Sin embargo, cuando la visitaba, no le pagaba. Aun así, era espantoso. Al poco tiempo ella decidió ser una gran prostituta y se marchó a La Habana. Cuando volvió, ya no estaba enamorada de él. Le tenía simpatía. Chevi estaba atrapado.

—La desprecio —dijo—, pero me resulta imposible negarme a sus caprichos. Se ha convertido en una mujer sin alma.

Kittredge, debo de estar desarrollando los instintos que se necesitan para este trabajo. Chevi terminó con su dolorosa historia, apoyó la cabeza sobre nuestra barata mesa de comedor, y se echó a llorar.

—¿Por qué no dejas de mentir? —pregunté—. Sabemos de dónde proviene Libertad. No es de La Teja.

Yo sólo fingía conocer este hecho, pero en su historia había algo que no encajaba. Estaba demasiado llena de ese patetismo sudamericano que invariablemente tiene que ver con amantes que se conocen desde niños.

—Bien —dijo—, hay muchos niveles de verdad.

Kittredge, es muy tarde, y voy a terminar aquí. Esa noche no pude enterarme de la verdad; en realidad, pasó bastante tiempo antes de que estuviera en posesión de los hechos, pero te prometo que no son comunes y corrientes. Ten paciencia. Te contaré más en un par de días. Supongo que debo confesarte que me fastidió que no me escribieses más acerca de la Cueva de Drácula.

Alegremente tuyo,

HARRY

28

Una mentira más. No interrumpí la carta por el deseo de castigar a Kittredge. Simplemente, no sabía cómo seguir. Después de todo, había empezado con el invento de que Chevi me había telefoneado, y desde entonces intentaba equilibrar mi escrito, que es una práctica común cuando se prepara un informe para la Agencia. Si por alguna razón no se puede enviar la verdad a Washington, pues entonces hay que cambiarla. Si, por ejemplo, uno contrataba a Gordy Morewood para hacer un trabajo específico después de recibir de Washington órdenes de no hacerlo, pues sencillamente le daba a Gordy otro nombre y le pagaba con el dinero de otros fondos. El informe de entrada doble es un verdadero arte. Raro era el hombre de la Agencia que no lo practicaba en alguna ocasión.

Ahora había colocado a Kittredge en una entrada doble. Había suprimido un pasaje crítico entre Libertad y yo. Supongo que obedeciendo sus órdenes, en un momento dado Chevi se encerró en el cuarto de baño de oro y mármol durante unos buenos veinte minutos, lapso que Libertad aprovechó para agasajarme con una de sus especialidades regias: la felación. No hacía ni un minuto que estábamos solos cuando sus dedos se dirigieron a los botones de mi bragueta. No daré los detalles; baste decir que demostró tanta sensibilidad a los cambiantes estados de tumescencia que no alcanzamos la ofrenda hasta que Chevi dejó correr el agua en el lavabo para indicarnos que pronto se reuniría con nosotros. En lugar de darnos prisa, me llevó por una carrera de obstáculos con largos y lánguidos setos y curvas. Podría haberme descargado con sensaciones lo bastante extraordinarias para ser suyo para siempre, pero cierta obstinación residual, propia de los Hubbard, me llevó a no entregar el puente levadizo a una extraña, y un guardián con armadura cerró de un portazo una compuerta de mi alma. Para mi sorpresa, me corrí a duras penas. Alfa, cautivado por completo, debe de haber sorteado bien el obstáculo; Omega, por el contrario, tropezó y cayó pesadamente. Me dolían los testículos cuando me abotoné rápidamente la bragueta. Ella se pasó la lengua por los labios como si el semen fuese crema, me apretó la mano con la suya, y cuando Chevi entró en la sala, lo besó con pasión considerable. Por supuesto, no pensaba contarle todo esto a Kittredge. Sin embargo, tampoco quería engañarla demasiado, porque si lo hacía volvería a violar el espíritu de nuestra correspondencia. Por eso había hecho una descripción completa de los encantos de Libertad, para de ese modo comunicar la profundidad del campo magnético puesto por sus labios y su boca sobre mis partes inferiores. Confieso que en el mejor momento me sentí como un lienzo soberbiamente preparado sobre el cual un artista realmente notable trazaba sus mejores pinceladas. Para compensar el hecho de que en mi informe faltaba la descripción de un placer tan exquisito, exageré el impacto que Libertad produjo en mí cuando nos conocimos. En verdad, no me sentí en presencia de una diosa hasta que su boca me llevó a estudiar los cambios de expresión de su semblante. ¡Toda esa belleza! ¡Toda esa dura, implacable voluntad de gobernar el mundo! Había visto indicios en la cara de otras putas entregadas a la felación, pero jamás con tanta determinación. Como supe con el pasar de los días, mi férrea decisión de no presentarle a Hunt empezaba a tambalearse.

15 de abril de 1958

Queridísima Kittredge:

Libertad debe de tener poderes. Hacía meses que Howard me prometía llevarme a una estancia, pero hace once días, un viernes por la mañana, inmediatamente después de mi encuentro con la señorita Libertad La Lengua, me informó que el sábado partiríamos para la estancia de Don Jaime Saavedra Carbajal. Ahora puedo describirte ese espléndido fin de semana. Tuvo sus momentos, y creo que te lo relataré a medida que sucede; los viajes pertenecen al tiempo presente, ¿no crees?

¡Muy bien, entonces! Partimos el sábado por la mañana temprano, con Dorothy en el asiento trasero y yo delante con Howard, quien conduce su coche como si en vez de un Cadillac fuese un Jaguar, bien retrepado en el asiento, los brazos extendidos, sosteniendo el volante con las manos separadas, enfundadas en guantes para conducir. Viajamos hacia el norte por distintos caminos interiores, algunos de los cuales claman por que los repavimenten. Sin embargo, avanzamos rápidamente a doscientos kilómetros por hora, y dejamos atrás pueblos sudamericanos, por lo general dormidos junto a un río, casi todos polvorientos y pocas veces perturbados por otro sonido que no sea la respiración regular del motor de nuestro Cadillac. A ambos lados del camino, las pampas empiezan a parecer un verdadero espacio exterior de hierba. Dorothy, dormitando en su asiento, ronca apenas, con un sonido no más fuerte que el de una mosca que en verano revolotea en el interior de una despensa, pero los orificios nasales de Hunt se dilatan ante esta pequeña transgresión en público, y yo pienso en Libertad. Quizás en su matrimonio haya una grieta levísima que pueda justificar la presentación.

Me doy cuenta del motivo por el que Dorothy duerme. La tierra es plana. Se puede andar ocho kilómetros antes de alcanzar la loma baja que al principio parecía a menos de uno; para entretenerme, no hago más que calcular esta distancia mientras escucho la conversación de Hunt. Estos días no hace más que hablar de Fidel Castro. La división del Hemisferio Occidental está recibiendo análisis según los cuales Castro está en condiciones de derrocar a Batista, y Hunt se queja por la falta de preocupación del Departamento de Estado. «Hay un teniente de Castro llamado Guevara —me dice—,
Che
Guevara, a quien le dimos un salvoconducto para salir de Guatemala junto con Arbenz. Ese muchacho es más izquierdista que Lefty O'Doul.»

Entretanto, cuento los kilómetros en el horizonte. A media tarde llegamos a la entrada de la estancia, que se anuncia por medio de dos tristes columnas de piedra, de seis metros de altura cada una y separadas seis metros entre sí, que están allí para hacer honor, supongo, al poceado camino de tierra que nos conduce lentamente hasta la casa. Una fiesta destinada a durar treinta y seis horas acaba de dar comienzo. Don Jaime, el acaudalado terrateniente del departamento de Paysandú, es un hombre poderoso, fuerte, con un bigote con forma de cuerno de carnero, que exuda hospitalidad; su mujer, por el contrario, es fría y cortés, pronto me lleva a que rinda homenaje a las damas uruguayas presentes, como si estuviésemos en el siglo XIX y yo fuese un oficial de artillería al que han invitado a tomar el té. Un idilio con cualquiera de estas protegidas señoritas consumiría los domingos de tres años. ¡Hasta las esposas costarían un año de trabajo! Aun así, flirteo asiduamente con las mujeres de los ganaderos, hidalgos y propietarios locales, mientras me emborracho igual que el resto de los hombres. Me sorprende el bajo nivel de los invitados, que es una manera de decir que el dinero parece haberse acumulado más rápidamente que los buenos modales. La casa está rodeada por jardines y agradables bosquecillos con senderos, viñas y glorietas a donde podemos llevar nuestras copas al atardecer. En las pampas se bebe prodigiosamente vino, coñac uruguayo, ron y (un toque de clase) scotch. La casa de Don Jaime Saavedra Carbajal es baja, grande e irregular, con sillas con asientos de cuero de vaca y respaldos y apoyabrazos de cuernos de novillo. Por supuesto, también hay muebles victorianos de madera oscura, largas mesas inglesas de caza, tristes sofás tapizados, armarios de caoba y atroces retratos familiares de ínfima calidad. Sobre las viejas alfombras orientales hay pieles de jaguar brasileño, y fusiles antiguos encima de los hogares. Las ventanas son pequeñas y los techos bajos. Sin embargo, la casa es algo imponente, y no sabría decirte por qué. Está ubicada a quince kilómetros de la puerta de entrada de la propiedad, y el camino discurre junto a miles de cabezas de ganado en praderas interminables, para no mencionar las casas de huéspedes, jardines, cobertizos y graneros.

Los invitados masculinos pasan una buena parte de la tarde del sábado hablando de caballos, y el domingo todos asistimos a un partido de polo en un campo sorprendentemente bien cuidado, de césped corto. El partido es irregular; hay uno o dos buenos jugadores, además de varios jinetes aceptables —entre ellos, Hunt—, y luego una cantidad de sustitutos que, como yo, entran y son obligados a salir más rápidamente que los caballos. Como recordarás, Howard me dio algunas lecciones elementales en el campo de polo de Carrasco, pero bajo la presión de un partido me veo en dificultades. Con el taco de frente puedo darle a la bola sin mayor dificultad, pero soy muy malo golpeando de revés. Hunt me lleva a un lado. «No intentes pegar con la izquierda —me dice con un susurro—. Pégate al caballo del otro e intenta sacarlo del juego.»

Sigo su consejo y si bien descubro que no siempre tiene éxito, empiezo a divertirme. Éste es el ejercicio más violento que hago en más de un año, y me encanta. Puedo sentir la sangre combativa de mi padre, lo cual es, para mí, sinónimo de felicidad. Cuando me sacan la bola, galopo por todo el campo tratando de acercarme al hombre que lo hizo. Estas epifanías de lujuria marcial, caballo contra caballo, hombre contra hombre, llegan a su clímax cuando abruptamente me voltean de mi montura y caigo de espaldas. Me quedo sin aire mientras veo los caballos que pasan allá arriba, los cascos como martillos. Por Dios, incluso en mi estado de asfixia veo los ojos del caballo que ha estado a punto de llevarme por delante. Él también tenía el corazón dividido: la mitad aterrorizada por la posibilidad de lastimarse, la otra llena de furia, lista para cargar contra mi cuerpo yacente.

Bien, tuve que descansar durante dos períodos, pero cuando volví al juego (lo cual implicaba un esfuerzo de voluntad), todos, incluidos las mujeres e hijas de los hidalgos, los jugadores y los suplentes, aplaudieron; Hunt se acercó y me pasó el brazo por encima del hombro. De repente, estoy enamorado de mí mismo, del riesgo, de todas las revelaciones del dolor. Me duele todo y me siento virtuoso: es el momento culminante del día.

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