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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (33 page)

Una noche en el Casino terminé bebiendo con el instructor de boxeo, que tenía un nombre ciertamente extraño: Reggie Minnie. Era el único de nuestros instructores al que hallábamos digno de admiración. Nuestro grupo pronto llegó a una conclusión: los hombres buenos de la Agencia eran demasiado valiosos para ser destinados a la enseñanza. Nosotros recibíamos los desechos. Pero Minnie era especial. Luchaba con la clásica postura erguida, y durante la guerra había sido campeón de boxeo de la Armada. Se había casado con una muchacha inglesa que murió en un accidente de coche, y si menciono este hecho es porque era él quien conducía. Su dolor fue completo, como si lo hubiesen sumergido en una tristeza trágica. La pérdida de su esposa impregnaba cada poro y célula de su ser; lo había transformado en un hombre completo, de una pieza, una totalidad de dolor. Hablaba con voz suave y escuchaba cada palabra que decían los demás como si las palabras fuesen una forma de consuelo, un ropaje abrigado.

Aunque había anochecido, aún podían oírse las explosiones provenientes del bosque. Los hombres que cumplían con un ejercicio de veinticuatro horas entraban corriendo, se tomaban una copa y salían del mismo modo que habían entrado. Mientras él bebía su vaso de cerveza —yo ya iba por el tercero—, me quejé de mi falta de aptitud para la defensa como si se tratase de un fenómeno peculiar, algo sin remedio relacionado con mi cuerpo.

Él hizo un comentario que jamás pude olvidar: «Debes aprender a pegar. Eso te enseñará a darte cuenta de cuándo vendrá el puñetazo de tu rival».

Durante los días siguientes pensé mucho en el primo que me había derribado de un puñetazo cuando él tenía once años y yo nueve. En vez de ponerme de pie para devolverle el golpe, me quedé mirando cómo me chorreaba la sangre de la nariz y salpicaba el suelo. Con cada gota, deseaba que fuese su sangre y no la mía. Ahora, en el gimnasio, cuando practicaba con la bolsa de arena, algo de esa furia enorme y casi perdida volvía a mí, e intentaba encarnarla en cada golpe que asestaba a la bolsa.

No sé si funcionó, pero con el tiempo mejoré, aunque todos lo hicieron. Quizá di un par de pasos más que los otros. Al menos empecé a sentirme cómodo cuando peleaba con Rosen. Lo que hizo más por mí fue el paracaidismo. El primer día que nos llevaron a la torre de trece metros, ya me sentía preparado para ello. Desde una altura equivalente a un cuarto piso, me arrojaba por un espacio que simulaba ser la escotilla de un C-47. Nuestro instructor la llamaba «política puertas abiertas». Yo saltaba con mi arnés de paracaídas (sin paracaídas) atado a un cable de espiral. Me sentía otra vez en el balcón de Maine, desde donde nos arrojábamos al mar. Algunos de entre los más fuertes del grupo vomitaban antes de saltar.

A los mejores se nos permitió que practicáramos saltos de precisión en un aeropuerto cercano. Descubrí que casi no tenía miedo, ni siquiera el temor de haber doblado mal el paracaídas. Se me ocurrió que no era muy diferente a navegar: algunos lo entendían, otros, jamás. En Maine mi familia solía decir que yo tenía un instinto especial para la desviación del viento a babor o estribor, pero al caer por el aire los signos eran más sutiles. Aun así, el movimiento de los árboles daba una pista de la dirección del viento, y durante las prácticas nocturnas me convertí en un experto a la hora de dirigir el paracaídas hacia el blanco previsto. El cielo podía estar negro y el círculo blanco allá abajo no ser más fosforescente que la presencia minúscula de un percebe sobre una roca en la profundidad del mar, pero yo llegaba al círculo tan bien como cualquier otro.

Oficiales veteranos de acción encubierta volvían continuamente al campamento Peary para estas prácticas especiales de paracaidismo, de modo que no puedo decir que yo fuese el mejor de todos, pero sí que estaba entre los mejores. Sentía un gran placer en superar a Dix Butler. Nadie corría más rápido que él en la carrera de obstáculos, era imbatible en la pelea sucia, sorprendentemente silencioso como un verdadero asesino, y en boxeo era una bestia. Nadie, excepto Minme, podía practicar con él. También era, extraoficialmente, el campeón de lucha del campamento, y en una oportunidad, en el Casino, no tardó mucho en vencer a veintiocho hombres, uno por uno. Entre ellos había instructores y hombres pesados y corpulentos.

Pero cuando se trataba de conducir el paracaídas al blanco, yo le ganaba siempre. Eso hería su autoestima de un modo increíble, y se enfurecía.

Lo verdaderamente irónico, es que debería haber estado orgulloso de lo bien que lo hacía. Al principio, tenía horror a los aviones. Tiempo después, una noche que estábamos en el Casino, nos explicó la razón. Por lo general él solía beber si estaba acompañado por otros; le gustaba ser el centro de atención cuando contaba sus historias. Rosen y yo éramos sus preferidos, y muchas veces bebía sólo con nosotros dos. Supongo que su motivo era claro. Rosen y yo éramos, invariablemente, primero y segundo en todo cuanto tuviese que ver con libros. Butler, que era muy bueno en clase, reconocía nuestra superioridad en ese aspecto. Creo que nos veía como miembros del
establishment
de la Costa Este, que, desde su punto de vista, lo dominaba todo en la Compañía. Por lo tanto, su audiencia preferida éramos Rosen y yo. Pero no por eso dejaba de manifestar el desprecio que sentía por nosotros. Le encantaba decirnos cómo había que vivir.

—Vosotros no lo entenderíais. Un hombre grande y fuerte, ¿eh? ¿Por qué tiene tanto miedo de volar? Mierda. Tengo lo que yo llamo el temor del atleta superior. —Nos miró fijamente y después sonrió—. Vosotros no sois capaces de comprender lo que sucede en la cabeza de un atleta. Pensáis como periodistas deportivos. Ellos observan, pero no comprenden. El atleta superior es telepático. —Butler asintió—. Algunos también tenemos el poder de hipnotizar los objetos que se mueven, no, hipnotizar no, la palabra correcta es telequinesearlos. Cuando estoy en vena, no sólo puedo leer qué movimiento hará a continuación mi oponente, sino que soy capaz de telequinesear una pelota de fútbol.

—¿Desviar su trayectoria? —preguntó Rosen.

—En un pase largo, no menos de treinta y cinco centímetros. Y cuando alguien patea la pelota, soy capaz de afectar el rebote.

—Estás loco —le dijo Rosen tranquilamente.

Butler se inclinó hacia delante, tomó el labio superior de Rosen entre su pulgar y su índice, y lo apretó.

—No vuelvas a decir eso.

Rosen dio un grito y, ante mi sorpresa, Butler lo soltó. Rosen ejercía una extraña autoridad, similar a la de un muchacho malcriado pero muy seguro de sí sobre un feroz perro policía. Hasta cierto punto.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Rosen, quejándose — . Sólo estamos conversando.

—Aquí no lo enseñan —dijo Butler—, pero es la mejor técnica para tranquilizar a una mujer histérica. Tomarla del labio superior y apretar. La uso en los cuartos de hotel desde los dieciséis años. —Otro trago de cerveza—. Maldito seas, Rosen, ¿vosotros los de Nueva York no sabéis lo que son modales? Una mujer histérica me puede llamar loco, pero no un hombre.

—No me creo una sola palabra de lo que dices —insistió Rosen—. Es una alucinación. La telequinesis no puede medirse.

—Por supuesto que no. Está regida por el principio de incertidumbre de Heisenberg.

Nos echamos a reír, aunque no dejó de impresionarme que Butler citara el principio de incertidumbre de Heisenberg.

—Mi miedo a los aviones —dijo Butler— se origina en el hecho de que siempre busco poner condiciones más duras. El primer avión al que subí era uno de diez asientos sin separación entre el piloto y los pasajeros. De pronto, el viejo Dix sintió la necesidad de ponerse a jugar. Me concentré en los dedos del piloto, y el avión empezó a sacudirse. Bien, el piloto logró dominarlo con la fuerza de su voluntad. Es posible mover las cosas de los otros con la mente, aunque es un modo interpersonal altamente ineficaz.

Nos miró con sus ojos verdeamarillentos tan solemnes como los de un león en un momento de ternura, llenos de la dulce admiración de un poeta por las maravillosas ecuaciones del movimiento.

—Bien —prosiguió—, ¿qué puedo hacer ahora que la mano del piloto está en guardia? Pues me pongo a escuchar el avión. Es viejo, y sus dos motores echan los pulmones con cada sacudida. Mis oídos penetran en las partes vitales de la nave. Sé que sería muy fácil encender fuego en los motores o quebrar un ala de raíz. Nada sostiene esa máquina voladora excepto el poder mental de cada uno de los pasajeros y el piloto, que rezan para aferrarse a sus miserables vidas. Y yo, un maniático, en medio de todos ellos. Mi existencia es superior a mí. He estado en accidentes automovilísticos, han disparado contra mí. Existe una tierra de nadie entre lo determinado y la inmensidad, y tiene sus propias reglas, que pocos pueden seguir. Todo lo que sé es que no temo lo bastante a la muerte. Es una experiencia trascendental que me llama a través de la espuma de ese degustador de orines. Vosotros dos, cabrones racionales, ¿sois capaces de entenderlo? Os digo que el científico loco que hay en mí estaba listo para hacer un experimento. Quería hacer una travesura en la maquinaria de ese avión. Debéis entender que se trataba de un deseo poderoso. Los pálidos idiotas que me rodeaban estaban tan temerosos de perder lo que nunca habían tenido, una vida honesta, que debí contenerme para no ejercer mis poderes. Podía visualizar cómo se incendiaban los motores. Aún hoy creo que, con mi poder mental, podría haber provocado un incendio. En otro momento lo habría hecho. Salvé a ese avión de mí mismo. Caballeros, me sentí enfermo por el esfuerzo. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor del tamaño de piedras de granizo, y sentía el hígado como si le hubiese pasado por encima todo un pelotón de infantes de Marina. Cuando aterrizamos, tuve que arrastrarme para bajar de ese aeroplano de mierda. Desde entonces, tengo miedo a los aviones. Miedo a mi incapacidad para resistirme a impulsos malignos.

Cerveza. Una pausa. Otro trago. Uno podía imaginarse el solemne fluir de la cerveza por su gaznate, tan majestuoso como el seguro movimiento de la batuta de un director de orquesta.

Yo ignoraba si había hablado en serio o simplemente nos había contado otra de sus historias, siempre exageradas, pero creo que decía la verdad, o al menos lo que para él era la verdad, pues sospecho que la contaba para deshacerse de ella, de la misma manera que yo me había confesado ante Reggie Minnie.

Al día siguiente empezó a hacer progresos en su técnica de paracaidismo, así como yo mejoré en boxeo hasta atreverme, incluso, a subir al ring con Dix y reunir valor para musitarle:

—Tranquilo, ¿eh, Butler?

Fueron tres minutos interesantes. Usábamos protectores en la cabeza y guantes de catorce onzas, pero su
jab
tenía más potencia que un derechazo de cualquier otro recluta. El primer gancho de izquierda que me asestó me mandó al otro lado del ring.

Yo sentía pánico. Sólo la presencia de Reggie Minnie en mi rincón hizo que siguiera boxeando con Butler y aceptase su bombardeo contra mis costillas; podía sentir cómo las células de mi cerebro centelleaban cada vez que me daba un golpe en la frente. Cuando, en un par de oportunidades, eligió darme un derechazo, aprendí todo lo necesario sobre la electricidad. El voltaje que descargó sobre mi cerebro jamás volvería a ser descargado. Hacia la mitad del asalto comencé a entender lo que debe de experimentar un atleta serio, pues llegó un punto en que me sentía preparado para vivir en un remolino. Ya no quería dejar de pelear. Había encontrado la paz en el combate. ¡Bendita sensación! ¡Al demonio con las heridas! Fueran cuales fueren los pequeños futuros que se estaban arruinando para mí en ese momento, no se interpondrían en la fortificación de mi ego.

Por supuesto, sabía que sonaría la campana y terminarían los tres minutos. La enorme determinación con que me disponía a soportar cualquier ataque que los dioses decretaran, estaba sujeta a un contrato de tres minutos. Afortunadamente. Otros tres minutos y habría terminado en la enfermería. Más tarde, al ver cómo Butler vapuleaba al recluta que más se le acercaba en peso, no pude por menos que asombrarme ante la potencia de sus golpes. ¿Me había golpeado igual de fuerte? Cometí el error de preguntárselo a Rosen.

—¿Lo dices en serio? —respondió—. Contigo simuló pegar.

Menciono este hecho para explicar, en parte, el porqué de mi antipatía hacia Rosen.

10

Dedicamos las dos últimas semanas de nuestro adiestramiento a
Diversión y Juegos
. Para enseñarnos técnicas de vigilancia, nos dividieron en equipos, de tres hombres cada uno, que practicaban siguiendo a un instructor (nuestro blanco) por las calles y tiendas de Norfolk. Esto implicaba caminar rápido y detenerse muchas veces frente a escaparates en los que se reflejara lo que ocurría en la calle. Nuestro líder, el Punto, debía mantenerse junto al Blanco mientras el Enlace y la Reserva observaban salidas alternativas en los edificios. Teníamos señales para indicar Pare, Coja a la Derecha, Coja a la Izquierda, Apresúrese, Reduzca Velocidad. Indicábamos estas órdenes quitándonos el sombrero, apoyándonos contra una pared, deteniéndonos junto a una boca de riego, sonándonos la nariz, atándonos los cordones de los zapatos y (la abominación predilecta) limpiándonos los dientes con el dedo índice.

Nuestras señales se desmoronaban. Al poco tiempo nos hacíamos gestos el uno al otro con el brazo o corríamos a medio trote. Si entrábamos en una tienda detrás del Blanco, invariablemente lo perdíamos y él desaparecía dentro de un ascensor. Si el Punto lograba volverlo a localizar, ya habíamos perdido al Enlace o a la Reserva en una de las vueltas. Cuando, tarde o temprano, el Blanco señalaba al Punto con el dedo, el juego había terminado. Cada hora, exactamente, regresábamos a la escalinata del edificio del Ayuntamiento de Norfolk para elegir a otro Blanco.

Esa noche en el Casino la reunión degeneró en una juerga. Abundaron las bromas. Dix y uno de los expertos en detonaciones instalaron en el lavabo un cartucho de aire comprimido conectado mediante un alambre al extremo de la barra. Había una espera de quince minutos para una resolución en fase, pero cuando Rosen cometió el terrible error de anunciar que se dirigía al lavabo porque sentía una «imperiosa necesidad de cagar», uno de los reclutas accionó el dispositivo, y el cartucho explotó. El chorro hizo saltar al Blanco de su asiento. La ropa de Rosen estaba tan mojada que corrió al barracón a cambiarse. «La vigilancia funciona en el campamento Peary» se convirtió en el grito de batalla de Dix.

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