El fantasma de Harlot (34 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

Mientras tanto, se producían explosiones de buena fe en los ejercicios de demolición nocturna en los bosques, y aterrizaban paracaidistas, y hombres con la cara pintada de negro entraban corriendo al Casino, se bebían una cerveza y volvían a salir corriendo. Años más tarde, poco antes de que fuese a Vietnam, un ex compañero de Yale, ahora productor, me invitó a que presenciara la filmación de una película. Era una especie de preparativo para Vietnam, y ciertamente me recordó a la Granja. La guerra consistía en efectos especiales que tenían lugar de tanto en tanto: eso era lo que realmente importaba, más incluso que la muerte. «La muerte es el precio que se paga por participar en una guerra verdadera», dijo uno de nuestros instructores más amargados y duros, y más de una noche, mientras me lo pasaba en grande en Saigón, pensé en ello.

Ahora me sentía como un niño en uno de esos interminables atardeceres de agosto cuando la fiebre postrera de los juegos veraniegos nos mantiene entrando en la casa a cada instante y volviendo a salir dando un portazo. Nuestro ejercicio de vigilancia podía destrozarnos los nervios, ser humillante o incluso un completo fracaso, pero era ahora cuando afloraba la histeria propia de una tarea como ésa. Nos mantenía activos como en la filmación de una película. Seguir a un hombre parecía tan extraño como un sueño.

Otra víctima entró en el lavabo del Casino, se sentó en el trono y salió empapado. Nos reímos, y algo de esa conmoción de las aguas permaneció como un contagio durante el resto de la noche. Rosen volvió a reunirse con nosotros con una muda seca. Borracho de cerveza, cometió el error de decirle a Butler:

—Ha sido un disparate hacerle una cosa así a un compañero. Eres un desequilibrado.

—Imbécil —le espetó Butler—. Ábrete de nalgas y te enseñaré quién es desequilibrado.

Lo dijo en voz alta, para que todos lo oyéramos. Rosen, que por lo general mantenía una expresión férrea ante sus perseguidores, se puso a temblar.

—Dix, no eres del todo humano —logró decir, y con un dejo de dignidad, se marchó del Casino.

Butler meneó la cabeza.

—Hubbard, no hacía más que tratarlo como a un hermano —dijo.

—Pues a mí no me gustaría ser hermano tuyo —le contesté.

—Bah, mi hermano mayor me daba por el culo hasta que le pegué en la cabeza con una piedra. Tenía catorce años. ¿Qué te hacía tu hermano mayor?

—Sólo tengo hermanos menores.

—¿Y les dabas por el culo? —preguntó Dix.

—No.

—¿No eras lo suficientemente hombre?

—Mis hermanos son mellizos. Resultaba algo confuso.

Se echó a reír. Me dio un golpecito en la espalda. Había una cierta luz en su mirada que hacía que las palmas de mis manos sudasen. Para mi sorpresa, suspiró.

—Bah, Arnie se recuperará. La pregunta es: ¿Y yo? Me estoy volviendo demasiado viejo para ser una leyenda.

No sé qué influencia ejerció esta escena, pero las cosas no fueron bien con Rosen la noche que intentamos cruzar la frontera de Alemania Oriental (según la versión del campamento Peary). Para empezar, había llovido durante todo el día y el cielo permanecía nublado. Los bosques eran un lodazal y el aire estaba lleno de mosquitos. Debíamos avanzar con la sola ayuda de una brújula, un procedimiento lento en el que se podían cometer errores.

Seguíamos un plan bien preparado. Si había un momento culminante en nuestro adiestramiento, y un curso que daba una buena preparación y contaba con excelentes instructores, ése era
Escape e Interrogatorio
. Durante las últimas tres semanas, a cada uno de los reclutas de mi grupo le había sido asignado el papel de un agente de Alemania Occidental infiltrado en Alemania Oriental. Cada uno de nosotros había tenido que aprender su propia biografía y después agregar una tapadera para la parte Oriental. Debíamos memorizar esta segunda biografía, lo mismo que un agente de Alemania Occidental al ingresar en la Oriental. En consecuencia, estábamos preparados para hablar de los empleos que teníamos, la educación que habíamos recibido y nuestra familia, incluyendo a los parientes muertos en la Segunda Guerra Mundial. Nos proporcionaron las fechas correspondientes a los principales bombardeos de los aliados en nuestra supuesta ciudad natal, Männernburg. Rosen y yo, bautizados para el ejercicio con los nombres de Krüll y Werner Flug, habíamos memorizado cientos de detalles durante esas últimas semanas.

En este momento (rezaba el plan) nuestro director de Alemania Occidental nos envió un alerta a Alemania Oriental: estaban interceptando nuestras transmisiones por radio. Teníamos que huir a la frontera. Los tres últimos kilómetros atravesaban un bosque de Alemania Oriental que se correspondía con nuestros matorrales de Virginia. Si lográbamos saltar la cerca sin ser vistos, entonces no tendríamos que utilizar nuestras historias de tapadera (aunque se esperaba que nos sometiéramos voluntariamente a un interrogatorio, lo mismo que si nos hubiesen apresado, ¡a fin de no desperdiciar esa experiencia!). Sin embargo, la probabilidad de usar esta opción más benigna, no era grande. No se esperaba que lográsemos saltar la cerca. Muy pocos lo hacían.

Yo quería cruzar sin ser visto. Harlot me había dicho que las calificaciones de la Granja no sólo era incluidas en nuestra ficha 201, sino que además se agregaba un código de cinco letras que tenía mucha importancia en nuestra carrera futura. Si bien uno podía tener una idea general de cómo le había ido en la Granja, las cinco letras podían hacer que uno progresara, o excluirlo de los destinos excepcionales. Yo estaba casi seguro de que las calificaciones más altas corresponderían a quien pudiese saltar la cerca: habría otra calificación por el interrogatorio.

Rosen y yo no tuvimos un buen comienzo. Para cuando llegamos a la zanja junto a la cerca de Alemania Oriental, teníamos los trajes de faena impregnados en una mugre perniciosa. Sucios y acobardados, cada treinta segundos debíamos agacharnos, pues un reflector iluminaba el camino de tierra y la cerca delante de nosotros. Aproximadamente una vez por minuto, pasaba un jeep en una u otra dirección. Durante uno de estos intervalos irregulares debíamos arrastrarnos por la zanja de barro, trepar a la cerca, pasar por el alambre de espino de la parte superior, y dejarnos caer al otro lado desde una altura de cuatro metros y medio. ¡Allí, según las reglas de nuestro juego, estaba la libertad!

Rosen parecía desmoralizado. Yo creo que le tenía terror al alambre de espino.

—Harry, no puedo hacerlo —murmuró—. No puedo hacerlo.

Estaba tan fuera de sí que me contagió el miedo.

—Maldito judío, primero pasa el culo —le grité.

Un grito amordazado, interrumpido casi antes de lanzarlo, pero permaneció entre nosotros para siempre e hizo una mella, pequeña aunque permanente, en la opinión que tenía de mí mismo como un tipo decente. Otra vez el reflector. A punto de llorar por la fatiga, nos arrastramos por el inmundo lodo de la zanja, dimos con la cerca, empezamos a trepar, y quedamos traspasados (también para siempre) por la fuerte luz del reflector que regresó en seguida, se detuvo como el ángel de la muerte, y nos iluminó. En unos pocos segundos llegó un jeep con dos guardias armados que apuntaron con sus metralletas directamente a nuestros cuerpos. Habíamos fracasado. Lo mismo que la mayoría de nuestros compañeros. Incluso los Diez Grandullones. El ejercicio no estaba diseñado para transformarnos en agentes alemanes, sino para prepararnos para el tipo de experiencia horrenda que deberían afrontar nuestros futuros espías. Como los guardias llevaban uniformes de Alemania Oriental, el jeep era el único elemento de la charada que no parecía auténtico. Nos esposaron y nos llevaron a toda velocidad a lo largo del camino fronterizo hasta un edificio de ladrillos blanqueados. Dentro había un pasillo a ambos lados del cual se abrían una serie de celdas sin ventana para interrogatorios. Cada celda, de unos seis metros cuadrados, no contenía más que una mesa, un par de sillas y una lámpara con un reflector que pronto sería dirigido directamente a nuestros ojos. El interrogador hablaba inglés con un acento alemán tan pronunciado que, sin quererlo, uno terminaba imitándolo. Nunca había visto a ninguno de aquellos hombres en la Granja, y sólo tiempo después me enteré de que eran actores profesionales contratados por la Compañía. Esto contribuía a desbaratar lo que pudiéramos haber anticipado; todo era más real de lo que yo esperaba.

Como los interrogadores se trasladaban de celda en celda para interrogar a los otros reclutas a medida que los iban trayendo, uno quedaba solo durante períodos cada vez más largos. Dada la alternancia del interrogatorio intenso y el silencio deslumbrante, a medida que transcurría la noche fui sintiendo una sensación de dislocación. Mi tapadera estaba torpemente almacenada como una mente metida por la fuerza dentro de mi mente. Durante el interrogatorio, la tapadera se convirtió en mí mismo. Me di cuenta de que, para un actor, un papel podía llegar a ser más vivido que su propia vida. ¿Por qué no me había percatado de lo esencial que era la preparación? Cada detalle de mi vida imaginaria en el que no me había detenido el tiempo suficiente, ahora se convertía en un peso adicional. Sólo por un acto de voluntad podía recordar ciertos detalles. Por contraste, cada detalle que había sido capaz de sopesar detenidamente, ahora cobraba vida ante mí. Mi historia de tapadera me ubicaba en la escuela vocacional de Männernburg, cerca de Leipzig, justo después de la Segunda Guerra Mundial. Incluso había conseguido imaginar el hedor penetrante que entraba por las ventanas abiertas de la escuela, proveniente de la mezcla de seres humanos carbonizados, ratas muertas y basura. Me parecía que mi voz sonaba bien cuando hablaba de mis estudios allí.

—¿Cómo se llamaba la escuela de Männernburg? —preguntó mi interrogador.

Llevaba un uniforme negro, de Volkspolizei, y tenía ante sí un fajo impresionante de papeles. Como era de tez oscura, con un pesado mechón de pelo negro y barba oscura, me resultaba difícil pensar en él como en un alemán hasta que recordé que las mejillas rasuradas del nazi Rudolf Hess tenían la misma palidez azulada.

—Die Hauptbahnhofschule —respondí—, era mi escuela.

—¿Qué estudió allí?

—Para ferroviario.

—¿Se graduó?

—Sí, señor.

—¿Cómo iba al colegio, Werner?

—Caminando.

—¿Todos los días desde su casa?

—Sí, señor.

—¿Recuerda la ruta?

—Sí, señor.

—Nombre las calles por las que iba.

Las recité. No sólo tenía el mapa claro ante mi mente, sino que por las fotos tomadas poco después de la guerra sabía qué aspecto tenían.

—De camino, Herr Flug, ¿era obligatorio tomar la Schönheitweg?

—Sí, señor.

—Describa la Schönheitweg.

Podía verla mientras hablaba.

—Era nuestra avenida principal en Männernburg. La Schönheitweg tenía una isla de césped entre las dos direcciones del tráfico.

—Describa la isla.

—Tenía árboles.

—¿Qué clase de árboles?

—No sé los nombres.

—¿Algunos de estos árboles fueron cortados?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—No lo sé —le dije.

—¿Cuántas luces de tráfico en la Schönheitweg?

—Quizá dos.

—¿Dos?

—Sí, señor, dos.

—¿Cerca de cuál de esas dos luces cortaron los árboles?

—De la segunda luz según se dirige uno a la escuela.

—¿En qué año cortaron los árboles?

—No lo recuerdo.

—Piense, Werner, piense.

—Antes de que yo me graduara en 1949.

—¿Está diciendo que cortaron los árboles en 1947 o 1948?

—Probablemente.

—¿Reconoce esta foto?

—Sí. Es de la intersección de las calles en la segunda luz de tráfico en la Schönheitweg. Antes de que cortaran los árboles.

Señaló un edificio cerca de la intersección.

—¿Lo recuerda?

—Sí, señor. En la posguerra. El Männernburghof. Un nuevo edificio gubernamental.

—¿Cuándo lo levantaron?

—No lo sé.

—¿No recuerda la construcción?

—No, señor.

—¿Pasaba al lado todos los días cuando iba a la escuela, pero no recuerda la construcción del único edificio nuevo en su ciudad?

—No, señor.

—¿Pero lo veía todos los días cuando iba a la escuela?

—Sí, señor.

—¿1949 fue su último año de escuela?

—Sí, señor.

—En 1949 el Männernburghof aún no había sido construido.

—¿No?

—No, Werner.

—Estoy confundido.

—Fue levantado en 1951. Y los árboles fueron cortados en 1952.

Sentí pánico. ¿Me estaba fallando la memoria que había desarrollado para mi biografía, o me estaba mintiendo el interrogador?

Ahora inquirió acerca de mi trabajo en los ferrocarriles. Nuevamente manifesté pequeñas pero definitivas contradicciones en los nombres y caras que había memorizado: un taller de reparación de locomotoras al que me habían enviado como hombre de la limpieza no estaba al este sino al sur del patio de maniobras, y cuando insistí en que debía estar al este porque recordaba la dirección en que el sol subía por la mañana, mi interrogador me dejó solo durante media hora y cuando volvió me hizo la misma pregunta.

Fortalecido por las fotografías que había estudiado, me formé un cuadro mental de la ciudad de Männernburg, pero estaba incompleto. Como en un cuadro de Larry Rivers, cuya obra, después de este interrogatorio, nunca dejó de fascinarme, había espacios en blanco en mi Männernburg. A medida que transcurrían las horas del interrogatorio, los bordes empezaban a confundirse.

—¿Por qué trepó a la cerca de la frontera, Werner Flug?

—No sabía que fuera la frontera.

—¿A pesar del alambre de espino?

—Pensé que estaba en un parque del gobierno. Mi amigo y yo nos habíamos perdido.

—Estaban en un área prohibida. ¿Sabía eso?

—No, señor.

—Männernburg está a sólo cinco kilómetros al este de la frontera.

—Sí, señor.

—¿Sabía eso?

—Sí, señor.

—Sin embargo, cruzó los bosques al oeste de Männernburg y se sorprendió al encontrar una cerca.

—Mi amigo y yo creíamos que estábamos caminando hacia el este, no hacia el oeste.

—Werner, le hallaron una brújula encima. Usted no estaba perdido. Sabía que, si saltaba la cerca, estaría en Alemania Occidental.

—No, señor.

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