El fantasma de Harlot (91 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

—Debería estar en política, Howard —le dije.

—Podría haber hecho muchas otras cosas. Me mata ver las propiedades que se podrían adquirir en Carrasco. Pagamos un precio muy alto, Harry, por jurar fidelidad a la Compañía. El hombre de la CIA hace un gran sacrificio para toda la vida. Pero ése es otro asunto. No perdamos de vista el objetivo. Explícame una vez más tu interpretación de la nota de Masarov.

—Howard, yo creo que Boris estaba borracho y se sentía infeliz, y algo tentado de desertar, aunque sabe que no lo hará, a menos que, a pesar de todo, lo haga; al fin y al cabo es un ruso, y está medio loco, ama a su mujer, se siente culpable, le remuerde la conciencia, quiere salvar su alma, y si uno suma todo esto, debe de ser muy autodestructivo. Ama a Dostoievski. Creo que con esa nota insensata lo que quería era incriminarse, pero en seguida cambió de opinión y la quemó.

—¿De modo que aceptas esta nota en su valor nominal?

—Creo que sí. ¿Por qué otra razón escribir una nota sin sentido?

—Por Dios, qué joven eres.

—Supongo que sí.

En realidad, estaba sorprendido por la manera en que podía mentir. Cuánto de mi madre había en mí... Por primera vez aprecié el placer que le causaban sus pequeñas creaciones. Las mentiras también eran una especie de moneda espiritual.

—Bien, voy a batear por ti —dijo Howard.

—Se lo agradezco.

—Muchacho, ¿sabes cuánto le podría costar esto a este servidor?

—Creo que mucha gente lo respetará por adoptar una posición tan inflexible.

—Sí. Ganaré mucho en respeto y perderé mucho en el futuro ante enemigos hechos y derechos. Sí. Dime, Harry, ¿por qué no quieres someterte a la prueba?

—Lo haré, Howard. Estoy preparado. Soy inocente. Sólo que hacen que uno se sienta tan culpable cuando le ponen esos electrodos.

—Puedes decirlo. Recuerdo mi indignación cuando me preguntaron si era homosexual. Hace años. Me controlé lo suficiente para decir que no, ya sabes, cuando se está en duda hay que observar los cánones, pero te digo, muchacho, que si alguna vez un hombre comete el disparate de tratar de ponerme la picha en la boca, y no me importa si es un macho negro de dos metros de alto, se la arrancaría de raíz de un mordisco. Así que sí, comprendo cómo te sientes. Yo también aborrezco los detectores de mentiras. Les pararemos los pies a esos hijos de puta aquí mismo. Después de todo, ésta es mi estación.

Me llegó una vaharada de su aliento. Había tomado unas copas, por cierto, lo que no era su costumbre a esa hora de la mañana. Era posible que estuviera más agitado que yo.

Howard se marchó, pues tenía un almuerzo con uno de sus amigos uruguayos.

—Mantendré el frente —dijo.

Como para demostrar su confianza en mí, dejó su despacho mientras yo estaba todavía en él. No solía hacer eso. Por lo general, echaba llave. Ahora, simplemente dejó la puerta entreabierta para que, desde su escritorio, Nancy Waterston pudiera ver si yo revisaba sus cajones. Justo entonces empezó a sonar el teléfono seguro dentro del armario con llave.

—Nancy —le dije—, ¿oyes eso?

Escuchó después de un momento.

—Creo —le dije— que es mejor que contestemos. ¿Tienes llave?

Tenía. Quiso abrir la puerta del armario personalmente. Para cuando levantó el auricular, el teléfono había sonado doce veces.

—Sí —dijo ella—, está aquí. ¿Quién quiere hablarle? —Una pausa—. Ah, es clasificado. Me temo que no conozco el protocolo de referencias de llamadas clasificadas.

Mientras tanto, hacía señas con los dedos en el aire. «Para ti» decían sus señas.

—Contestaré —le dije.

—Alguien pregunta por ti —dijo ella, cubriendo con la mano el auricular— pero no sé quién es.

—No temas. Debe de tratarse de un asunto de rutina.

—Alguien pregunta por ti pero no sé quién es —repitió.

—Nancy, si fuera necesario podría decirte de qué se trata, pero no lo haré. Estás interfiriendo en una prioridad.

—De acuerdo —dijo ella—. Es una mujer —agregó, mientras me entregaba el teléfono.

—Diga.

—¿Está esa otra persona a tu lado?

Era la voz de Kittredge.

—Más o menos.

—Échala.

—Costará trabajo.

—Aun así.

—Nancy —le dije—, éste es un teléfono seguro. Me gustaría hablar en privado. Ése es el propósito específico de estos teléfonos.

—Reservado para el uso del jefe de estación —dijo Nancy.

—Durante su ausencia estoy autorizado. Se refiere a algo que hemos desarrollado conjuntamente con Howard.

Nancy retrocedió, aunque quejándose, como una marea que no está dispuesta a aceptar la orden de retirada. Dejó entreabierta la puerta del despacho. Por mi parte, no estaba preparado para cerrar el armario. Bajo estas excepcionales circunstancias, Nancy podría sentirse envalentonada para escuchar por el agujero de la cerradura. Así, a través de dos puertas entreabiertas, nos las arreglamos para vigilarnos mutuamente, mientras yo hablaba en voz baja.

—¿Estamos fuera de peligro? —preguntó Kittredge.

—Sí.

—Harry, me encantan tus cartas. Sé que últimamente no he contestado ninguna, pero me encantan. Sobre todo la última. Es invalorable.

—¿Te encuentras bien?

—No podría estar mejor. Todo se ha dado vuelta ahora. Estoy en muy buena forma.

No obstante, dado que su voz me llegaba entre las largas reverberaciones del teléfono seguro, todo lo que podía determinar acerca de su estado de ánimo era que hablaba rápidamente.

—Sí —dijo ella—, quiero tu permiso para una pequeña mentira, pero precisa.

—Lo tienes —le dije.

Considerando las proporciones de la Abominable Omisión, ¿por qué decir que no a algo pequeño y preciso?

—No estoy lista para informarle a Hugh que hemos vuelto a escribirnos ya que le molestaría demasiado, pero te pido permiso para decirle que tú estabas muy preocupado por lo que pasó en tu picnic soviético para hacer una llamada en el teléfono seguro del Establo. Él había salido, le diré, y por eso me contaste todo a mí. Luego tú y él podéis volver a utilizar esta noche este hermoso teléfono rojo.

—Lo primero que está mal con respecto a tu propuesta —dije—, es que tu llamada acaba de provocar una reacción desagradable. Si no doy una explicación lógica, jamás podré hacer una segunda llamada esta noche en mi encantador teléfono rojo que, dicho sea de paso, querida señora, está ubicado en un armario sofocante...

—No hables tanto —dijo ella—; hay un eco horrendo.

—La segunda dificultad —le dije— es que no te creo. Estoy seguro de que ya se lo has dicho a Hugh.

—Así es —admitió.

—¿Le has hablado de mi última carta?

—No, de la carta jamás. De la nota loca de Masarov. Tu carta llegó ayer, sí, ayer miércoles, e inventé la historia de tu llamada, dije que fue a las cuatro de la tarde, y Hugh estaba bastante inquieto...

—Habla más despacio. ¿Has dicho inquieto?

—Sí. Hugh contactó con su fuente en la división de la Rusia soviética, y en efecto, los Avinagrados están intrigados. Querido muchacho, debes de haber alterado el mensaje. Hugh me lo dijo. No es lo que me ponías en la carta. Deben de estar tratando de sudar la última gammaglobulina...

—Más despacio, por favor. ¿Qué piensa Hugh de lo que hice?

—Que tu instinto natural tiene un toque del divino alquitrán.

—¿Divino alquitrán?

—Harry, ése es un espaldarazo de Hugh. La sustancia que Dios le escamoteó al diablo. El divino alquitrán.

—Bien, Kittredge, haces que me maraville de mí mismo.

De repente, toda la diversión se esfumó.

—Se me acaba de ocurrir. Cuando hables con Hugh, aclara nuestra historia. Cuando me llamaste ayer, me informaste de todo.

—Sí, trataré de recordar la nueva cronología —dije.

—Creo que eres maravilloso. Sin embargo, ésa no es la cuestión. ¿Cómo podréis hablar tú y mi esposo si no puedes conseguir un teléfono seguro?

—Supongo —respondí— que Hugh podría llamarme a las once esta noche.

Le di el número del teléfono público cercano a mi hotel desde donde hablaba algunas veces con Chevi Fuertes.

—¿Es virgen? —me preguntó.

—Diablos, no.

—Debes elegir otro teléfono público que no hayas usado antes. Desde allí llámanos a casa alrededor de las once esta noche. Atenderá Hugh. No lo llames por su nombre. Sólo da el código del color del teléfono seleccionado y cuelga. Por supuesto, es mejor que cambies el código de colores.

—¿Cuántos dígitos?

—Elige un número.

—Cuatro.

—Yo había elegido dos. Que sea tres, entonces.

—Tres.

—Un cambio de tres.

—¿No debería ser continuo?

—De acuerdo.

—Por cierto, aquí los teléfonos tienen seis dígitos, no siete —dije—. Y llamaré a las once. En caso de que no pueda, a medianoche.

—De acuerdo —dijo ella.

—Hay más. Quieren someterme al detector de mentiras.

—Hugh probablemente te libre de eso.

—¿Cómo?

—Harry, ponte contento.

Colgó antes de que pudiera decirle adiós.

Fue una tarde larga, y yo estaba nervioso pensando en el cambio de código. Recordaba perfectamente los colores para los números telefónicos; en ese sentido, me consideraba bien adiestrado. El cero era blanco; el i, amarillo; el z, verde; el 3, azul; el 4, violeta; el 5, rojo; el 6, naranja; el 7, marrón; el 8, gris; el 9, negro. Un cambio total convertía el 0 en 9, el 1 en 8, el 2 en 7, y así sucesivamente. Un cambio de tres convertía el 3 en 9, el 4 en 8, el 5 en 7, el 6 en 6, el 7 en 5, y así sucesivamente. Pero un cambio continuo era una desgracia. El primer dígito del número telefónico se cambiaba por tres, el próximo por tres más, el tercero por nueve, el cuarto otra vez por tres, el quinto otra vez por seis, el sexto por nueve. Uno no se atrevía a hacerlo mentalmente sino que recurría a papel y lápiz. Sin embargo, la virtud de este sistema residía en que quienquiera escuchase la primera conversación y estuviera familiarizado con el código de color, a menos que supiera el cambio continuo, necesitaría tiempo para descifrar el número. Para cuando lo hiciera, posiblemente ya se habría terminado de hablar y ese teléfono público ya no volvería a ser utilizado.

Hunt regresó del almuerzo y cerró su puerta. Supuse que estaría comunicándose con Washington. Luego llamó a Hjalmar Omaley, quien al abandonar el despacho tenía una mirada inexpresiva. No se necesitaba ser demasiado inteligente para darse cuenta de que la exigencia de la división de la Rusia soviética de usar el detector no sería decidida por Hunt, sino en el Callejón de las Cucarachas. El codificador-descodificador ciertamente guardaba silencio.

Porringer se fue a su casa a las cinco, Gatsby lo mismo. Nancy Waterston dejó el trabajo a las seis, más temprano que en las últimas semanas. En seguida la siguió Hjalmar; tuve la impresión de que él y Nancy esa noche cenarían juntos.

Hunt salió y se detuvo ante mi escritorio.

—¿Qué fue esa llamada en el teléfono seguro? ¿Más enfermedades en la familia?

—Sí, señor.

Se enfadó. Malignos avisos de tormenta cruzaron por su rostro.

—No quiero que vuelvas a usar el teléfono rojo.

—No lo haré.

Salió dando un portazo. Podía entender su furia. Después de todo, no sería él quien tomaría la decisión.

Solo en el despacho, sentí que por primera vez desde la tarde del domingo, empleaba bien el tiempo. Mi reunión acostumbrada con Chevi Fuertes estaba fijada para el viernes en el piso franco, y debía examinar su legajo. Después venía el turno de mis cuentas con AV/ALANCHA, bastante confusas. Hacía dos semanas que no salía con ellos, y estaban desorganizados debido a un par de riñas callejeras. Mi libro de cuentas no sólo se relacionaba con AV/ISPA y AV/ALANCHA, sino también con AV/ÍO-1, AV/ÍO-2 y AV/ELLANA. Todo estaba sobre mi escritorio, listo para ser puesto al día con Nancy Waterston. Me pareció sentir que AV/ELLANA, mi periodista homosexual, estaba enfadado: en la última semana no me había reunido con él para tomar una copa. Sin embargo, pensar en todas estas tareas incumplidas me pareció curiosamente tranquilizador, como si fueran una cataplasma con la cual protegerme contra la adrenalina de los últimos tres días.

Esa tarde, después de elegir el teléfono crítico para mi seria conversación con Harlot, comí solo en un restaurante de camioneros en la Ciudad Vieja. Mientras comía la carne asada y tomaba el vino, sentía una inquieta pero agradable premonición, como si fuera a verme con Sally. El camarero me dio calderilla; al salir del restaurante, el peso de las monedas en el bolsillo de mis pantalones colgaba, concupiscente, contra el muslo.

A las diez y media había llegado a la primera cabina telefónica; a las once menos diez, llamé a la telefonista internacional, le di el número del Establo en Georgetown, y deposité las monedas. Cuando oí la voz de Harlot, dije:

—Frente a la pared amarilla hay una mesa blanca con una lámpara violeta. Un hombre de chaqueta marrón, pantalones amarillos y zapatos rojos espera de pie. No hay silla.

—Repita resumiendo —dijo la voz de Harlot.

—Amarillo, blanco, violeta, marrón, amarillo, rojo.

Eso significaba 10-47-15.

—De doce a quince minutos —dijo Harlot, y colgó.

El número 10-47-15 era la conversión inmediata. Calculando con un cambio continuo de tres, se convertía en 15-45-45.

Había optado por recibir la segunda llamada telefónica en un bar cercano, razonablemente decoroso. Tenía dos teléfonos en cabinas privadas y en consecuencia había menos probabilidades de que hubiera alguien esperando mientras conversábamos. De hecho, estaba instalado en la cabina cinco minutos antes, con el auricular al oído y el dedo apretando la horquilla para que el aparato pudiese llamar.

En el minuto decimocuarto, sonó.

—Bien —dijo Harlot—, de vuelta a la vieja cuestión. Detesto los teléfonos públicos tanto como tú.

—Éste ha resultado interesante —dije.

—Consume mucho tiempo. —Hizo una pausa—. He aquí las instrucciones. Si es necesario, por razones de claridad, se permiten los nombres. Si por alguna razón nos desconectáramos, quédate allí y yo volveré a llamar. Si no lo hago en cinco minutos, espera hasta medianoche. Llamaré entonces.

—Mejor a las once y cuarenta y cinco —dije — . Este lugar cierra a las doce. Lo he averiguado.

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