El fin de la eternidad (6 page)

Read El fin de la eternidad Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Los ojos de Cooper estaban fijos en los números del indicador que señalaba el paso de los Siglos con respecto a ellos. Al fin dijo:

—¿Hasta qué distancia en el hipertiempo llegan los Tubos?

—¿Es que aún no le han enseñado eso?

—En realidad, apenas han mencionado ese tema en la escuela.

Harlan se encogió de hombros.

—La Eternidad no tiene fin. El Tubo es infinito.

—¿A qué distancia en el hipertiempo ha llegado usted?

—Este será el Siglo más lejano a que he llegado. El doctor Twissell ha llegado hasta el Cincuenta mil.

—¡Gran Cronos! —suspiró Cooper.

—Ése no es el fin. Algunos Eternos han llegado más allá del Siglo Ciento cincuenta mil.

—¿Qué aspecto tiene?

—Completamente distinto del actual. Hay muchas especies vivientes, pero ninguna humana. El Hombre ha desaparecido.

—¿La especie se ha extinguido? ¿O ha sido destruida?

—No creo que nadie sepa con exactitud lo que sucedió.

—¿Y no podemos hacer algo para cambiar esa situación?

—Verá, a partir de los Setenta mil... —empezó Harlan y luego se interrumpió bruscamente—. Déjelo. Cambiemos de conversación.

Si existía un tema sobre el que los Eternos se sentían casi supersticiosos, era el de los Siglos Ocultos, el Tiempo que transcurría entre los Siglos 70.000 y 150.000. Era un asunto que rara vez se mencionaba en las conversaciones entre Eternos. Sólo gracias a la estrecha relación que unía a Harlan con Twissell, aquél pudo averiguar algunos datos sobre aquella lejana Era. En realidad, toda la información disponible podía resumirse en que los Eternos no podían penetrar en el Tiempo normal durante todos aquellos Siglos. Las puertas que separaban la Eternidad del Tiempo normal eran infranqueables. ¿Por qué? Nadie lo sabía.

Harlan suponía, por algunos comentarios oídos a Twissell, que se había intentado hacer un Cambio de Realidad en los Siglos inmediatamente anteriores al 70.000.°, pero sin Observación adecuada más allá del 70.000.° no se podía hacer nada.

Recordaba que una vez Twissell había dicho riendo: «Algún día entraremos allí. Mientras tanto, los 70.000 Siglos que tenemos son más que suficientes para darnos trabajo».

Sin embargo, su voz no había sonado muy convincente.

—¿Qué le pasa a la Eternidad después del Ciento cincuenta mil? —preguntó Cooper.

Harlan suspiró. Por lo visto, no había manera de cambiar de tema.

—Nada. Las Secciones continúan, pero no hay Eternos en ninguna de ellas después del Setenta mil. Las Secciones continúan durante millones de Siglos hasta que el Sol se convierte en nova y aún siguen, más y más. La Eternidad no tiene fin. Por eso la llamamos Eternidad.

—Entonces ¿el Sol llega a convertirse en nova?

—Ciertamente. La Eternidad no podría existir sino fuese por este hecho. La nova Sol es nuestra fuente de energía. Dígame, ¿sabe qué potencia se necesita para activar un Campo Temporal? El primer Campo de Mallansohn solo tenía dos segundos desde el extremo hipotiempo hasta el extremo hipertiempo, y consumió toda la energía de una central nuclear durante un día entero. Se necesitaron casi cien años antes de poder enviar un Campo Temporal del grueso de un cabello lo bastante lejos, para poder utilizar la energía radiante de la nova y a fin de construir un Campo que pudiera acomodar a un hombre.

Cooper suspiró.

—Quisiera haber llegado a un punto en mis estudios en que dejaran de hacerme aprender ecuaciones y mecánica de Campo y empezaran a enseñarme algo interesante. Si yo hubiese vivido en el Tiempo de Mallansohn...

—No habría podido aprender nada. Él vivió en el Siglo Veinticuatro, pero la Eternidad no empezó hasta finales del Veintisiete. Ya comprenderá que inventar el Campo no es lo mismo que construir la Eternidad, y los hombres del Veinticuatro no tenían la menor idea de la tremenda importancia del invento de Mallansohn.

—¿Quiere decir que estaba muy por delante de su generación?

—Exactamente. No solamente inventó el Campo Temporal, sino que describió los fundamentos básicos que hicieron posible la Eternidad, y predijo casi todos los aspectos de su funcionamiento excepto los Cambios de Realidad. En realidad, estuvo muy cerca de la verdad... pero creo que nos hemos detenido, Cooper. Vámonos.

Salieron de la cabina.

Harlan nunca había visto al Jefe Programador Twissell tan irritado como en aquella ocasión. La gente decía que era incapaz de albergar ningún sentimiento, que era un instrumento sin alma de la Eternidad, hasta el punto de haber olvidado la cifra exacta de su Siglo natal. Decían que a muy temprana edad su corazón se había atrofiado y que en su lugar le habían colocado una calculadora de bolsillo, parecida a la que llevaba siempre en el bolsillo de sus pantalones.

Twissell nunca se había molestado en desmentir esos rumores. En realidad mucha gente se figuraba que él mismo había llegado a creérselos.

Por esto Harlan, incluso mientras se doblegaba ante el iracundo huracán de palabras, todavía se maravillaba del hecho de que Twissell fuese capaz de dejarse llevar por la ira. Se preguntó si más tarde Twissell se sentiría mortificado, al darse cuenta que su corazón le había traicionado revelándose únicamente como un pobre amasijo de músculos y venas, sujeto a los vaivenes de la emoción.

Entre otras cosas, Twissell le dijo, con voz aguda de rabia:

—¡Por el Padre Cronos, muchacho! ¿Es que se cree ya miembro del Gran Consejo Pantemporal? ¿Es usted quien da las órdenes por aquí? ¿Es usted quien me dice lo que tengo que hacer, o soy yo quien le ordena el trabajo que debe realizarse? ¿Es usted quien dispone todos los viajes de las cabinas en esta Sección? ¿Es que ahora tendremos que acudir a usted para pedirle permiso?

Se interrumpía a menudo con bruscas interjecciones como:

—Contésteme, vamos, contésteme —y luego continuaba lanzando más preguntas desde el hirviente fondo de su ira.

Al final dijo:

—Si alguna otra vez vuelve a salirse de sus atribuciones, le mandaré al Servicio de Mantenimiento como simple operario para siempre. ¿Me ha entendido?

Harlan, pálido de confusión y vergüenza, contestó:

—Nunca se me dijo que el Discípulo Cooper no debía ser llevado en cabina.

Aquella explicación no sirvió para calmar la irritación de Twissell.

—¿Qué excusa es una doble negativa, muchacho? Nunca se le ha dicho que no lo emborrache. Nunca se le ha dicho que no le afeite la cabeza a rape. Nunca se le ha dicho que no le quite la piel a tiras con una navaja de afeitar. ¡Por el gran Padre Cronos, muchacho! ¿Qué se le dijo que hiciera con él?

—Tengo instrucciones de enseñarle Historia Primitiva.

—Entonces, haga eso, ni más ni menos.

Twissell dejó caer su cigarrillo al suelo y lo aplastó salvajemente con el tacón, como si se tratase de un enemigo mortal.

—Quisiera indicarle, Programador —dijo Harlan—, que muchos Siglos de la presente Realidad se parecen a ciertas eras específicas de la Historia Primitiva en varios aspectos. Tenía la intención de llevarlo a esos Tiempos, previa una programación espacio-temporal cuidadosa, a modo de viaje de estudios.

—¿Qué? Dígame, cabezota, ¿es que no piensa pedir
permiso
para nada? No y no. Limítese a enseñarle Historia Primitiva. Nada de viajes de estudios. No haga ningún experimento en el Laboratorio. Cualquier día se le podría ocurrir hacer un Cambio de Realidad, para que aprendiera el procedimiento.

4
El Programador

H
arlan había pasado dos años como Ejecutor cuando regresó al Siglo 482, por primera vez desde que lo había abandonado para ir a trabajar con Twissell. Casi no lo reconoció.

El Siglo no había cambiado, pero él sí.

Dos años como Ejecutor habían significado mucho para él. En cierto modo habían aumentado su aplomo. Ya no tenía que aprender nuevos idiomas, nuevas formas de vestido y nuevas maneras de vivir con cada proyecto de Observación al que fuese destinado. Por otro lado, Harlan se había encerrado en sí mismo. Casi había llegado a olvidar la camaradería que unía al resto de los Especialistas en toda la Eternidad.

Pero, principalmente, había saboreado el poder de ser un Ejecutor. Había tenido el Destino de millones de personas en sus manos, y si por ello debía seguir un camino solitario, podía recorrerlo con orgullo.

De modo que pudo mirar fríamente al técnico de Comunicaciones que ocupaba la mesa de recepción en el 482.° y anunciarse a sí mismo con acento preciso.

—Andrew Harlan, Ejecutor, presentándose al Programador Finge con destino eventual en el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos.

No hizo el menor caso de la rápida mirada que le lanzó el hombre de mediana edad a quien se dirigía.

Era lo que muchos llamaban el «vistazo al Ejecutor», una rápida e involuntaria mirada disimulada al emblema rojo que los Ejecutores ostentaban en el hombro, seguida de unos mal disimulados esfuerzos para no volver a mirarlo.

Harlan se fijó en el emblema del otro. No era ni el amarillo del Programador, ni el verde del Analista, ni el azul del Sociólogo, ni el blanco del Observador. Simplemente una barra azul sobre fondo blanco. Aquel hombre pertenecía a Comunicaciones, una rama del Servicio de Mantenimiento y no llegaba ni con mucho a la categoría de Especialista.

Pero también se permitía «el vistazo al Ejecutor».

Harlan dijo con cierta acritud:

—¿Bien?

Comunicaciones contestó rápidamente:

—Estoy llamando al Programador Finge, señor.

Harlan recordaba al 482.° como sólido y vigoroso, pero ahora le parecía algo triste y escuálido.

Se había acostumbrado al cristal y a la porcelana del 575.°, a su obsesión por la higiene. Se había acostumbrado a un mundo de blancura y claridad, solo interrumpido por ligeros toques de color pastel.

Las pesadas paredes estucadas del 482.°, con sus fuertes colores vivos y sus superficies de metal pintado, le parecieron casi repulsivas.

Hasta Finge le pareció distinto, como empequeñecido. Dos años antes, cada gesto de Finge había parecido siniestro y poderoso al Observador Harlan.

Ahora, desde la solitaria altura de su cargo de Ejecutor, Finge le parecía un hombre patético y confuso. Harlan le contempló mientras hojeaba una pila de láminas preparándose para atender al recién llegado, con el aire del que ya ha hecho esperar lo suficiente a la visita.

Finge pertenecía a un Siglo, el 600.°, basado en la energía pura. Twissell se lo había contado y aquello explicaba muchas cosas. Los arrebatos de malhumor de Finge podían ser el resultado de la inseguridad natural en un hombre acostumbrado a la solidez de los Campos de energía, que se sentía desgraciado al tener que vivir entre estructuras de débil materia. Harlan recordaba bien el felino paso de Finge, pues a menudo había levantado la vista de su trabajo para encontrarse a Finge de pie a su lado, observándole, sin que Harlan hubiera advertido su llegada. Ahora comprendía que ello no era un carácter traicionero, sino más bien el temeroso caminar del que teme constantemente que el suelo pueda hundirse bajo su peso.

Harlan pensó, condescendiente: «Finge está mal adaptado a esta Sección. Posiblemente lo único que puede ayudarle es que lo trasladen».

—Saludos, Ejecutor Harlan —dijo Finge.

—Saludos, Programador —contestó Harlan.

—Por lo visto, en los dos años desde que... —empezó Finge.

—Dos fisio-años —corrigió Harlan.

Finge lo miró sorprendido.

—Desde luego, dos fisio-años.

En la Eternidad no existía el Tiempo tal como se le consideraba normalmente en el universo exterior, pero los organismos de los 'hombres envejecían y ésta era la inevitable medida del Tiempo, aun en ausencia de fenómenos físicos significativos. Fisiológicamente el Tiempo pasaba, y en un fisio-año en la Eternidad un hombre se hacía tan viejo como hubiera ocurrido durante un año ordinario en el Tiempo normal.

Sin embargo, solo los más pedantes entre los Eternos cuidaban de subrayar aquella distinción, y aun eso raramente. Era mucho más conveniente decir: «Hasta mañana» o «No pude localizarte ayer» o «Nos veremos la semana que viene», como si el mañana o el ayer existieran en algo más que en el sentido puramente fisiológico. Y se tuvieron en cuenta los instintos de la Humanidad, dividiendo las actividades de la Eternidad en un día arbitrario de veinticuatro fisio-horas, fingiendo creer en la presencia del día y de la noche, del hoy y del mañana.

Finge continuó:

—Por lo visto, en los dos fisio-años desde que usted se marchó, se ha ido formando una crisis en el Cuatrocientos ochenta y dos. Una crisis bastante extraña, delicada, casi sin precedentes. Necesitamos ahora de una Observación más exacta que nunca.

—¿Y usted me necesita como Observador?

—Sí. No es rentable pedir a un Ejecutor que realice tareas de Observador, pero las anteriores Observaciones de usted fueron perfectas en cuanto a claridad y penetración. Necesitamos sus cualidades de nuevo. Ahora voy a darle unos cuantos detalles...

De aquellos detalles Harlan no iba a enterarse inmediatamente. Finge habló, pero la puerta se abrió en el mismo instante y Harlan no oyó lo que le decía.

Se quedó contemplando a la persona que acababa de entrar.

No era que Harlan no hubiese visto a una muchacha en la Eternidad otras veces.

¡Pero una muchacha como aquélla! ¡Y en la Eternidad!

Harlan había visto a muchas mujeres en sus viajes por el Tiempo, pero allí solo eran objetos para él, como las paredes y las calles, los animales y los insectos. Estaban hechos simplemente para ser observados.

En la Eternidad una muchacha era algo distinto. Sobre todo si era como aquélla.

Iba vestida según la moda de las clases elevadas del 482.°, es decir, con una blusa de un material parecido a la seda y unos pantalones del mismo material que le llegaban a la rodilla. Éstos, sin ser transparentes, sugerían unas formas muy femeninas.

Su cabello era negro azabache, en melena hasta los hombros, mientras que sus labios rojos estaban cuidadosamente perfilados. Los párpados y el lóbulo de las orejas eran de un color rosa pálido mientras el resto de su juvenil (casi infantil) rostro era sorprendentemente blanco.

La muchacha se apoyó en el escritorio que estaba en un rincón del despacho de Finge, y solo levantó sus largas pestañas una vez para lanzar una rápida mirada al rostro de Harlan.

Other books

Cuffed: A Novella by Liza Kline
Fast Forward by Celeste O. Norfleet
For Love and Honor by Cathy Maxwell, Lynne Hinton, Candis Terry
Spellbound Falls by Janet Chapman
The Naked Truth by Rostova, Natasha
Deathless Discipline by Renee Rose
Serendipity Market by Penny Blubaugh
One Hundred Twenty-One Days by Michèle Audin, Christiana Hills
Private Affairs by Jasmine Garner