El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (3 page)

Cuando ella se detuvo de repente, yo estaba tan absorto en el sonido de las suelas de las zapatillas que, sin darme cuenta, la embestí con el pecho. Su espalda era suave y mullida como un nubarrón de contornos bien definidos y su nuca exhalaba aquel olor a agua de colonia con fragancias de melón. Con el ímpetu del choque, la lancé hacia delante y tuve que echarla hacia atrás agarrándola precipitadamente por los hombros.

—Lo siento —me disculpé—. Es que estaba distraído, pensando.

La joven gorda me miró con el rostro ligeramente enrojecido. No puedo asegurarlo, pero diría que no estaba enojada.

«¿Ketaseru?», dijo esbozando una sonrisa. Y se encogió de hombros. «Sera», añadió. Pero no lo pronunciaba, claro está. Ya sé que me repito, pero ella se limitó a formar esta palabra con los labios.

—¿Ketaseru? —dije en voz alta, como si hablara conmigo mismo—, ¿Sera?

«¿Sera?», repitió ella, convencida.

A mí aquello me sonaba a turco, aunque no dejaba de ser un problema el hecho de que yo jamás hubiera oído una palabra en aquel idioma. Así que quizá no fuera turco. Cada vez me sentía más aturdido y, al final, renuncié a conversar con ella. Aún estaba muy verde en la técnica de lectura de labios. Leer los labios es una operación muy delicada, no es algo que puedas dominar a la perfección con un cursillo municipal de dos meses.

La joven se sacó una pequeña llave electrónica ovalada del bolsillo de la chaqueta y la encajó en la cerradura de la puerta que lucía la placa «728». Con un clic, la cerradura se desbloqueó. Un mecanismo notable.

Ella abrió la puerta. De pie en el umbral, sosteniendo la puerta abierta con una mano, se volvió hacia mí y dijo:

«Somu to, sera».

Y yo asentí y entré, claro está.

2
EL FIN DEL MUNDO
Las bestias doradas

Al irrumpir el otoño, las bestias se revestían de un largo pelaje de color dorado. Dorado en el más puro sentido de la palabra. En aquel color no se mezclaba ningún otro. Su dorado nacía como el color del oro en este mundo y existía en este mundo como tal. Y entre todos los cielos y todas las tierras, las bestias se teñían del más puro color del oro.

Cuando llegué a la ciudad —sucedió en primavera—, las bestias lucían pelambres de distintos colores. O negro, o castaño, o blanco, o caoba. También las había que combinaban varios colores en sus pieles moteadas. Y revestidas de pelajes de diversas tonalidades, las bestias vagaban en silencio y soledad, como arrastradas por el viento, por la superficie de la tierra cubierta de vegetación joven. Eran tan sosegadas que casi podía calificárselas de meditabundas. Incluso su aliento era discreto como la neblina matinal. Pacían la hierba verde sin el menor ruido y, al saciarse, doblaban las patas, se tumbaban en el suelo y descabezaban un corto sueño.

La primavera pasó, acabó el verano y, en el momento en que la luz adquiría ya una tenue transparencia y el primer viento de otoño comenzaba a rizar el agua estancada de los ríos, las bestias sufrieron una metamorfosis. Pelos dorados empezaron a aparecer en su pelaje, al principio de forma dispersa, como fruto del azar, igual que una planta brota a veces fuera de temporada, pero pronto se convirtieron en innumerables tentáculos que fueron enzarzándose en el corto pelo hasta acabar recubriéndolo por entero de un brillante color dorado. La metamorfosis de las bestias duró, de principio a fin, una semana escasa; empezó de manera casi simultánea y acabó casi al mismo tiempo. A lo largo de una semana, todas, sin excepción, mudaron en bestias de color de oro. Y al ascender el sol y teñir el mundo de una nueva luz dorada, el otoño descendió sobre la superficie de las cosas.

Sólo el largo cuerno que les crecía en medio de la frente era de un delicado color blanco. Su frágil finura hacía pensar, más que en un cuerno, en una esquirla de hueso que hubiese rasgado la piel por accidente y se hubiese enquistado. Con la excepción del blanco cuerno y del azul de los ojos, las bestias se metamorfosearon por entero en el color del oro. Y, como si desearan probar su nuevo traje, sacudían la cabeza arriba y abajo infinitas veces y punzaban el cielo alto de otoño con la punta de los cuernos. Remojaban las patas en el agua ya fresca de los ríos y tendían la cabeza hacia los frutos rojos de los árboles otoñales y los devoraban con avidez.

Cuando el crepúsculo empezaba a teñir las calles de azul, subí a una de las atalayas situadas en la zona oeste de la muralla a contemplar el ritual del guardián agrupando a las bestias al son del cuerno. Un toque largo y tres cortos. Era la señal convenida. Cuando oía sonar el cuerno, yo siempre cerraba los ojos y dejaba que su dulce sonido se infiltrara calladamente en mi cuerpo. El eco del cuerno era distinto a cualquier otro sonido. Atravesaba en silencio las calles del crepúsculo como un pez transparente con una ligera pincelada de azul e iba impregnando las piedras redondas del pavimento y las paredes de piedra de las casas y las tapias de las calles que bordeaban el río. Su reverbero se escurría a través de las fallas del tiempo que se hallaban en la atmósfera y penetraba calladamente en todos los rincones de la ciudad.

Cuando el cuerno resonaba por las calles, las bestias alzaban la cabeza, enfrentadas de súbito a recuerdos ancestrales. Las bestias, en un número que excedía el millar, alzaban la cabeza al unísono hacia donde sonaba el cuerno adoptando, todas, idéntica postura. Algunas dejaban de mordisquear fatigosamente las hojas de la aulaga; otras, tumbadas sobre el pavimento de piedra, dejaban de golpear el suelo con sus cascos; otras despertaban de su siesta bajo los últimos rayos de sol de la tarde, y todas alargaban sus cuellos hacia el cielo.

En ese instante, todo se detenía. Si algo se movía era sólo el pelaje dorado de las bestias, dulcemente mecido por el viento del anochecer. No sé qué pensarían en aquellos momentos ni dónde clavarían la mirada. Se quedaban inmóviles, los cuellos doblados en un mismo ángulo e idéntica dirección, los ojos fijos en el espacio. Luego, aguzaban el oído hacia los reverberos del cuerno. Poco después, cuando las pálidas tinieblas del anochecer ya habían absorbido los últimos ecos, las bestias se erguían, como si se acordaran súbitamente de algo, e iniciaban la marcha en una dirección determinada. El efímero hechizo se había roto, el ruido de innumerables cascos cubría la ciudad. Aquel ruido evocaba siempre en mí la imagen de incontables burbujitas efervescentes brotando de las profundidades de la tierra. Las burbujas envolvían las calles, trepaban por las tapias de las casas y acababan cubriendo por entero incluso la torre del reloj.

Sin embargo, eso no era más que una ilusión del crepúsculo. Al abrir los ojos, las burbujas se esfumaban en el acto. No era más que el golpeteo de los cascos: en la ciudad, nada había cambiado. La columna de bestias se deslizaba como un río por las tortuosas calles empedradas. Nadie iba a la cabeza, nadie la conducía. Con la mirada baja y las espaldas sacudidas por un leve temblor, las bestias se limitaban a seguir el curso del río del silencio. A pesar de ello, todas parecían unidas por un estrecho lazo, invisible pero innegable, de íntimos recuerdos.

La columna que bajaba del norte cruzaba el Puente Viejo, confluía con la fila de sus compañeras que venían del este a lo largo de la ribera sur del río, y juntas atravesaban el área industrial que bordeaba el canal, se dirigían hacia el oeste por el camino que atravesaba la fábrica de fundición de hierro y aparecían más allá del pie de la Colina del Oeste. En la pendiente de la Colina del Oeste les aguardaban las bestias viejas y las de corta edad que no podían alejarse mucho de la puerta. En este punto, la columna torcía hacia el norte, cruzaba el Puente del Oeste y caminaba hasta alcanzar el portal.

Cuando las bestias que iban en cabeza llegaban ante la Puerta del Oeste, el guardián la abría. Era, a todas luces, una puerta pesada y maciza, reforzada a lo largo y a lo ancho con gruesas planchas de hierro. Tenía de cuatro a cinco metros de altura y estaba coronada por agudos y afilados clavos, como una montaña de agujas, insertados en la parte superior para que nadie pudiera saltarla. El guardián, tirando hacia sí, abría sin dificultad la pesada puerta y hacía salir a las bestias. La puerta tenía dos hojas, pero el guardián sólo abría una. El batiente izquierdo permanecía siempre cerrado a cal y canto. Cuando todas las bestias habían atravesado el portal, el guardián volvía a cerrar la puerta y echaba el cerrojo.

La Puerta del Oeste, al menos que yo supiera, era la única vía de acceso a la ciudad. Esta estaba rodeada por una larga y ancha muralla de siete u ocho metros de alto que sólo podían franquear los pájaros.

Al llegar la mañana, el guardián abría de nuevo la puerta, tocaba el cuerno y hacía entrar a las bestias. Y cuando todas habían penetrado en el interior de la ciudad, volvía a cerrar la puerta y echaba el cerrojo.

—La verdad es que no hace falta echar el cerrojo —me explicó el guardián—. Porque sólo yo puedo abrir esa puerta tan pesada. Ni siquiera podrían moverla varias personas juntas. Lo hago porque así está establecido.

Tras pronunciar estas palabras, el guardián se caló la gorra de lana justo hasta encima de las cejas y enmudeció. Era un gigante: yo jamás había visto a nadie de un tamaño igual. Era muy corpulento, y la camisa y la chaqueta amenazaban con estallar bajo la presión de sus músculos. Pero, de vez en cuando, cerraba los ojos sin más y se sumía en un profundo silencio. Yo era incapaz de juzgar si era presa de la melancolía o si, por una razón u otra, se había producido un colapso en sus actividades vitales. En todo caso, cuando el manto del silencio caía sobre él, lo único que podía hacer era aguardar a que volviera en sí. Y cuando al fin recobraba la conciencia, abría los ojos lentamente, me observaba largo rato con mirada vaga y se frotaba repetidas veces los dedos sobre las rodillas como tratando de comprender la razón de mi presencia allí.

—¿Por qué, al anochecer, agrupas las bestias y las haces salir de la ciudad y luego, por la mañana, vuelves a meterlas? —le pregunté en cierta ocasión, cuando volvió en sí.

El guardián me clavó una mirada desprovista de emoción.

—Porque así está establecido —dijo—. Porque es así. De la misma manera que el sol sale por el este y se pone por el oeste.

El guardián destinaba la mayor parte del tiempo que le dejaba libre su tarea de abrir y cerrar la puerta al cuidado de sus objetos cortantes. En su cabaña se alineaban hachas, destrales y cuchillos de diferentes tamaños y, en cuanto disponía de un instante, los afilaba cuidadosamente en una piedra. Los filos aguzados de los cuchillos despedían inquietantes y gélidos destellos blancos y, más que reflejar la luz del exterior, a mí me daba la impresión de que ocultaban en su interior algo que irradiaba luz propia.

Mientras los contemplaba, el guardián me observaba con cautela torciendo las comisuras de los labios en un amago de sonrisa satisfecha.

—¡Cuidado! Sólo con tocarlos podrías cortarte. —El guardián me señaló la hilera de cuchillos con un dedo sarmentoso como una raíz—. Son muy distintos de los que puedes ver por ahí. Yo he forjado todas las hojas, una a una. Antes era herrero, los he hecho todos yo. Están bien afilados, el equilibrio es perfecto. Y no es fácil elegir un mango que se ajuste a la perfección al peso muerto de la hoja. Coge uno, ¡vamos! El que quieras. Pero ¡cuidado!, no te vayas a cortar.

Entre todos los objetos cortantes que se alineaban sobre la mesa, yo elegí el hacha de menor tamaño y la blandí varias veces en el aire con cautela. Sólo con conferir un poco de fuerza a la torsión de la muñeca —o sólo con pensar siquiera en conferírsela—, la hoja reaccionaba con viveza, como un perro de caza bien adiestrado, y rasgaba el aire con un silbido seco. El guardián tenía razones suficientes para enorgullecerse de ellas.

—Los mangos también los he tallado yo, con la madera de fresnos de diez años. Para los mangos, todo el mundo tiene sus preferencias, pero a mí me gusta el fresno de diez años. Antes, es demasiado joven y no sirve; y si el árbol ha crecido demasiado, tampoco vale. A los diez años la madera está en su punto. Fuerte, con el grado de humedad exacto, flexible. En los bosques del este crecen muchos fresnos.

—¿Y para qué utilizas todos esos cuchillos?

—Para varias cosas —dijo el guardián—. Al llegar el invierno son muy útiles. Cuando eso suceda, podrás comprobarlo por ti mismo. Porque el invierno aquí es muy largo, ¿sabes?

Al otro lado de la puerta está el recinto de las bestias. Durante la noche duermen. Por allí discurre un riachuelo y pueden beber agua. Más allá, en lo que alcanza la vista, se extienden los manzanos. Los árboles se suceden hasta el infinito como un mar de vegetación.

En la parte oeste de la muralla se alzaban tres atalayas a las que se accedía por escalas. Las torres tenían ventanas enrejadas, provistas de sencillos sobradillos para protegerlas de la lluvia, desde donde podía observarse, allá abajo, a las bestias.

—Sólo tú vienes a verlas, ¿sabes? —dijo el guardián—. Bueno, es lógico. Es porque acabas de llegar. Cuando lleves cierto tiempo aquí, te acostumbrarás y harás como todo el mundo. Dejarán de interesarte, ya lo verás. Porque sólo durante la primera semana de primavera las cosas son distintas, ¿sabes?

El guardián me contó que, sólo durante la primera semana de primavera, la gente subía a las atalayas a contemplar cómo luchaban las bestias. Sólo durante ese periodo —únicamente una semana antes de que las hembras empezaran a parir, justo cuando mudaban el pelo—, los machos olvidaban su placidez habitual para desplegar una brutalidad sin límites y herirse unos a otros. Y de la gran cantidad de sangre vertida sobre la tierra nacía un nuevo orden y una nueva vida.

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