El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (4 page)

Pero en otoño las bestias, acurrucadas unas junto a otras en silencio, dejaban relucir su largo pelaje dorado al sol del ocaso.

Sin ejecutar un solo movimiento, como esculturas pétreas sobre la tierra, la cabeza enhiesta, aguardaban inmóviles a que los últimos rayos de sol se hundieran en el mar de manzanos. Poco después, cuando el sol se ponía y las tinieblas azuladas del anochecer envolvían sus cuerpos, las bestias dejaban caer la cabeza, bajaban el blanco cuerno hacia el suelo y cerraban los ojos.

Y así concluía el día en la ciudad.

3
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Impermeable. Tinieblos. Lavado

Me había introducido en una habitación grande y vacía. Paredes blancas, techo blanco, moqueta de color café: todos los tonos eran elegantes y de buen gusto. Y es que, por más que uno simplifique diciendo: «blanco», nada tiene que ver un blanco sofisticado con otro vulgar. Los cristales de las ventanas eran opacos y no permitían ver el exterior, pero la luz difusa que penetraba en la estancia era, sin duda, la del sol. Vamos, que aquello no era un subterráneo, lo que significaba que el ascensor había estado subiendo. La constatación de este hecho me tranquilizó. Había acertado en mis suposiciones. La joven me indicó que me acomodara, así que me senté en el sofá de piel que se encontraba en el centro de la habitación y crucé las piernas. En cuanto me senté, ella salió por una puerta distinta de aquella por la que habíamos entrado.

En la estancia apenas había muebles propiamente dichos. Sobre la mesa del tresillo se alineaban un encendedor, un cenicero y una cigarrera de cerámica. Al destapar la cigarrera, vi que no contenía cigarrillos. Ningún cuadro, calendario o fotografía colgaba de las paredes. Una ausencia total de detalles superfluos.

Junto a la ventana había un gran escritorio. Me levanté del sofá, me acerqué a la ventana y, al pasar, miré lo que había sobre el escritorio. La mesa consistía en un macizo tablero de madera con grandes cajones a ambos lados. Encima había una lámpara, tres bolígrafos Bic, un calendario de mesa y, junto a éste, algunos clips esparcidos. Eché una ojeada a la fecha del calendario y comprobé que era correcta. Era la fecha del día.

En un rincón se alineaban tres taquillas metálicas de esas que se encuentran en cualquier parte. No casaban en absoluto con el ambiente de la estancia. Eran demasiado funcionales, demasiado sencillas. Yo hubiera colocado un taquillón de madera más elegante, más en consonancia con el conjunto, pero, en definitiva, no se trataba de mi habitación. Yo sólo había acudido allí a realizar un trabajo y no era de mi incumbencia si había una taquilla metálica de color gris o un
juke-box
de color rosa pálido.

En la pared de la izquierda había un armario ropero empotrado. Las puertas eran de acordeón, de tablillas largas y estrechas. Ése era todo el mobiliario. No había ni reloj ni teléfono ni afilador de lápices ni jarra de agua. Tampoco librerías, ni estantes en la pared para la correspondencia. Imposible adivinar a qué estaría destinado aquel cuarto, no tenía ni idea sobre cuál sería su función. Volví al sofá, crucé de nuevo las piernas y bostecé.

A los diez minutos, regresó la joven. Sin dedicarme siquiera una mirada, abrió una de las hojas de la taquilla, cogió algo negro y liso que había en su interior y lo depositó sobre la mesa del tresillo. Se trataba de un impermeable plastificado y de unas botas de goma, todo cuidadosamente doblado. Encima del fardo había incluso unas gruesas gafas como las que llevaban los pilotos de la Primera Guerra Mundial. No entendía en absoluto qué estaba sucediendo.

La mujer se acercó a mí y me dijo algo, pero movía los labios demasiado rápido y no la entendí.

—¿Podrías hablar más despacio? Es que leer los labios no se me da muy bien, ¿sabes? —dije.

Esta vez habló despacio, abriendo mucho la boca.

«Póngaselo encima de la ropa», dijo.

Por gusto, no me lo hubiese puesto, pero como no quería complicarme la vida protestando, opté por seguir sus instrucciones sin rechistar. Me quité las zapatillas de deporte y las sustituí por las botas de goma, y me puse el impermeable encima de mi camisa informal.

Aunque el impermeable pesaba lo suyo y las botas eran uno o dos números mayores que el mío, seguí sin objetar nada. La joven se puso frente a mí, me abotonó el impermeable hasta los tobillos y me cubrió la cabeza con la capucha. Cuando me la puso, la punta de mi nariz rozó su frente lisa.

—Hueles muy bien —dije yo. Le alabé el agua de colonia.

«Gracias», dijo ella, y fue abrochándome, uno a uno, los corchetes de la capucha hasta debajo de la nariz. Después me colocó las gafas por encima de la capucha. Gracias a ello, cobré el aspecto de una momia en un día lluvioso.

Entonces abrió un batiente del armario y, tras introducirme en él llevándome de la mano, encendió una luz y cerró la puerta a nuestras espaldas. Estábamos dentro de un ropero empotrado. Claro que, por más que lo denomine «ropero», allí no había ropa alguna, sólo colgaban algunas perchas y bolas de alcanfor. Imaginé que no se trataba de un simple ropero, sino que allí debía de nacer algún pasaje secreto o algo por el estilo. De lo contrario, ¿qué sentido tenía que me hubiera hecho poner el impermeable y me hubiese hecho entrar en él?

La joven manipuló un asa metálica que había en un rincón del ropero y, de pronto, como era de esperar, un panel del tamaño del portaequipajes de un coche pequeño se abrió hacia dentro. Vi un agujero oscuro como boca de lobo y percibí claramente en mi piel una corriente de aire húmedo y frío procedente de allí. Un aire que producía una sensación muy poco agradable, por cierto. También se oía un gorgoteo incesante, como de fluir de agua.

«Por ahí dentro pasa un río», dijo.

Gracias al rumor del agua, me dio la sensación de que su insonora manera de hablar cobraba cierto realismo. Parecía que ella hablara de verdad y que la corriente ahogara sus palabras. Tal vez fuese simple sugestión, pero lo cierto es que sus palabras se me hicieron más comprensibles. Si quieren, llámenlo extraño, porque, en efecto, lo era.

«Remonta la corriente y, al final, encontrarás una gran cascada. Pasa por debajo. Al fondo está el laboratorio de mi abuelo. Cuando llegues, él te dirá lo que tienes que hacer.»

—Cuando llegue allí, ¿tu abuelo me estará esperando?

«Sí», dijo la joven y me entregó una gran linterna a prueba de agua que colgaba de una correa. No me apetecía en absoluto sumergirme en aquella negrura, pero me dije que no era momento de hacer objeciones y, resignado, introduje una pierna en las negras tinieblas que se abrían ante mí. Después, encorvándome, pasé la cabeza y los hombros y, finalmente, arrastré la otra pierna dentro. No era fácil moverse envuelto en aquel rígido impermeable, pero, de un modo u otro, logré desplazar mi cuerpo desde el armario al otro lado de la pared. Y, desde allí, dirigí una mirada a la joven gorda, de pie dentro del armario ropero. Vista a través de las gafas desde el fondo del negro agujero, me pareció muy bonita.

«Ten cuidado. No te alejes del río. Y no tomes ningún desvío», dijo ella, inclinada, mirándome fijamente.

—¡Todo recto hasta la cascada! —dije yo a voz en grito.

«Todo recto hasta la cascada», repitió ella.

Para probar, dibujé con los labios la palabra «sera» sin emitir ningún sonido. Ella sonrió y me dijo, asimismo, «sera». Y cerró la puerta de golpe.

Cuando la puerta se cerró, me encontré inmerso en la oscuridad más absoluta. Era, literalmente, una oscuridad absoluta en la que ni siquiera brillaba una luz diminuta, tan pequeña como la punta de una aguja. No veía nada. Ni la palma de mi mano cuando me la aproximé a la cara. Durante unos instantes me quedé clavado, lleno de desconcierto, sobre mis pies, como si me hubiesen atizado un golpe. Presa de una fría impotencia, me sentí como un pescado envuelto en celofán que ve cómo lo arrojan dentro del frigorífico y cierran la puerta a sus espaldas. Me habían abandonado, sin preparación mental alguna, en la oscuridad más absoluta: no era de extrañar que, de repente, experimentara una enorme lasitud. Si la joven pensaba cerrar la puerta, al menos podría haberme avisado.

Pulsé a tientas el interruptor de la linterna y un chorro de familiar luz amarillenta se proyectó, en línea recta, a través de las tinieblas. Primero iluminé el suelo, bajo mis pies, y luego dirigí el haz de luz a mi alrededor. Me hallaba en una plataforma de cemento de unos tres metros cuadrados, y, a dos pasos de mí, caía a pico un abrupto precipicio sin fondo. Ni barrera ni valla. «Esto también podría habérmelo dicho antes», pensé con cierta indignación.

En un extremo de la plataforma había una escalera de aluminio para bajar. Me colgué la linterna en bandolera y fui descendiendo, uno tras otro, los resbaladizos peldaños apoyando los pies con mucha precaución. A medida que descendía, el rugido de la corriente ganaba en claridad e intensidad. ¡Un precipicio oculto en una oficina de un edificio bajo el que discurría, en el abismo, un río! Jamás había oído nada parecido. ¡Y en pleno centro de Toldo! Cuanto más lo pensaba, más me dolía la cabeza. Primero, aquel inquietante ascensor. A continuación, la joven gorda que hablaba sin palabras. Y luego, aquello. Quizá debía rechazar el trabajo y volver a casa. Era demasiado peligroso, delirante de principio a fin. Con todo, me resigné y seguí bajando hacia el abismo. Por una parte, estaba mi orgullo profesional y, por otra, la rolliza joven del traje chaqueta de color rosa. Por una razón u otra, ella me había gustado y no me apetecía rechazar el trabajo e irme.

Tras descender veinte peldaños, me tomé un descanso; bajé dieciocho peldaños más y llegué al fondo. Una vez al pie de la escalera, dirigí medrosamente el haz de luz en torno a mí. Me hallaba sobre una dura y lisa plataforma rocosa y, un poco más allá, corría un río de unos dos metros de ancho. A la luz de la linterna vi cómo la superficie de las aguas se agitaba como una bandera al viento. El curso de la corriente parecía muy rápido, pero no pude aventurar nada sobre la profundidad del río o el color de sus aguas. Lo único que descubrí fue que corría de izquierda a derecha.

Alumbrando justo delante de los pies, avancé por la superficie rocosa, siempre junto al río y remontando su curso. De vez en cuando notaba la presencia de algo cerca de mi cuerpo y dirigía velozmente el haz de luz en esa dirección, pero no logré descubrir nada. Sólo la corriente de agua y las escarpadas paredes de roca irguiéndose a ambos lados. Posiblemente, las negras tinieblas que me rodeaban habían acabado crispándome los nervios.

Tras cinco o seis minutos de marcha, el gorgoteo del agua me indicó que el techo descendía bruscamente. Iluminé sobre mi cabeza, pero las tinieblas eran tan densas que me impidieron distinguir el techo. En las paredes de ambos lados, vislumbré los desvíos sobre los que me había advertido la joven. De hecho, en lugar de «desvíos» sería más adecuado denominarlas «hendiduras en la roca» y, del fondo de éstas, fluía un hilillo de agua que formaba un pequeño riachuelo que desembocaba en el río. A fin de inspeccionar un poco, me aproximé a una de las hendiduras y la alumbré con la linterna, pero no vi nada. Sólo descubrí que, a diferencia de su angosta boca de entrada, el interior parecía inesperadamente amplio. Pero no me seducía lo más mínimo penetrar en ellas.

Con la linterna asida con fuerza en la mano derecha, remonté la corriente del río; me sentía a punto de transformarme en un pez. La plataforma rocosa era húmeda y resbaladiza, por lo que tenía que avanzar paso a paso con extrema precaución. Sumido en aquella negra oscuridad, si resbalaba y me caía a la corriente, o si se me rompía la linterna, me hallaría en un brete. Tanta atención prestaba al suelo bajo mis pies que, al principio, no me di cuenta de que ante mí oscilaba una débil luz. Al alzar los ojos vi, unos siete u ocho metros más adelante, una pequeña luz que se aproximaba. En un acto reflejo, apagué la linterna, introduje una mano por la abertura del impermeable y saqué una navaja del bolsillo trasero del pantalón. Desplegué la hoja a tientas. El rugido de la corriente me envolvía por completo.

Cuando apagué la linterna, la débil luz amarillenta se detuvo de golpe. Después describió dos grandes círculos en el aire. La señal parecía indicar: «¡Tranquilo! ¡No te preocupes!». No obstante, no bajé la guardia y me mantuve en la misma posición, esperando la reacción del otro. Acto seguido, la luz empezó a oscilar de nuevo. Parecía un enorme insecto luminoso dotado de un sofisticado cerebro que se dirigiese hacia mí flotando oscilante en el espacio. Con la navaja asida con fuerza en la mano derecha y la linterna apagada en la izquierda, clavé los ojos en aquella luz.

La luz se aproximó hasta unos tres metros de distancia, se detuvo, se alzó y volvió a detenerse. Era tan débil que al principio no logré descubrir qué estaba alumbrando, pero, al aguzar la vista, vislumbré lo que parecía un rostro humano. Al igual que yo, aquel rostro llevaba unas gruesas gafas y se ocultaba por completo bajo una capucha negra. Lo que llevaba en la mano era un pequeño farol portátil de esos que venden en las tiendas de artículos deportivos. Mientras se iluminaba el rostro con el farol, el hombre se desgañitaba tratando de decirme algo, pero el rugido del agua ahogaba sus palabras, y como además la oscuridad me impedía verle la boca, me era imposible leer el movimiento de sus labios.

—... así que... por eso... lo siento... y... —decía el hombre, pero yo no tenía ni la más remota idea de a qué se estaba refiriendo. De todos modos, no parecía existir ningún peligro, así que encendí la linterna, me iluminé la cara de lado y me señalé la oreja con el dedo indicándole que no oía nada.

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