El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (42 page)

—¿Y ahora ya han desaparecido estas prácticas?

—Por lo visto, sí. Mi abuelo me dijo que ahora son ellos los que se comen la carne de las personas y que, al pez y a las sanguijuelas, sólo les ofrecen en sacrificio la cabeza decapitada. Sea como sea, desde que este lugar se ha convertido en santuario, nadie ha vuelto a pisarlo.

Sorteamos un incontable número de pozos, aplastamos decenas de miles de viscosas sanguijuelas bajo las suelas de nuestras zapatillas. Tanto ella como yo perdimos pie en varias ocasiones, pero, en cada una de ellas, nos sostuvimos el uno a la otra evitando la caída.

Aquel desagradable silbido procedía del interior de los pozos oscuros. Extendía hacia nosotros sus tentáculos desde las profundidades, como un bosque en la noche, cercándonos por completo. Si se prestaba atención, se distinguía su «fiu-fiu», como una legión de hombres decapitados que trataran de implorar algo y sólo lograran emitir un silbido a través de sus gargantas seccionadas.

—El agua se acerca —dijo—. Las sanguijuelas no son más que el preámbulo. Cuando ellas desaparezcan, llegará el agua. Manará a chorros desde el interior de los pozos, toda esta zona se convertirá en una ciénaga. Las sanguijuelas lo saben, por eso salen huyendo de los pozos. Tenemos que alcanzar el altar antes de que llegue el agua.

—¿Y tú lo sabías? —dije—. ¿Por qué no me has avisado?

—Para serte franca, no estaba segura. El agua no brota todos los días, ¿sabes?, sólo dos o tres veces al mes. ¿Quién iba a imaginar que afloraría precisamente hoy?

—¡Estamos apañados! ¡Una desgracia tras otra! —Había formulado en palabras lo que venía pensando desde la mañana.

Proseguimos la marcha, bordeando los pozos con grandes precauciones. Pero por más que avanzáramos, los agujeros nunca se acababan. Tal vez se sucedían indefinidamente hasta los confines de la Tierra. Bajo las zapatillas teníamos adheridas tantas sanguijuelas muertas que casi no notábamos el suelo bajo nuestros pies. Al dar un paso tras otro con una concentración extrema, la cabeza acababa embotándose y cada vez costaba más mantener el equilibrio. Las capacidades físicas crecen en las situaciones límite, pero la capacidad de concentración es mucho más limitada de lo que uno cree. Sea cual sea la situación crítica en la que uno se halle, si ésta se prolonga sin alteraciones, la atención decae inevitablemente. Conforme transcurre el tiempo, cuesta cada vez más reconocer la situación crítica, disminuye la capacidad de concebir la propia muerte, y el vacío se va adueñando de la conciencia.

—¡Ánimo! —me alentó—. Un poco más y llegaremos a un lugar seguro.

Como me daba pereza hablar, asentí con un movimiento de cabeza. Pero comprendí de inmediato que mi gesto no tenía ningún sentido en la oscuridad.

—¿Me oyes? —se inquietó—. ¿Va todo bien?

—Sí, tranquila. Es que tengo náuseas —repuse.

Hacía mucho rato que tenía ganas de vomitar. La legión de sanguijuelas que bullían en el suelo, el hedor que despedían y el líquido viscoso de sus cuerpos se conjugaban para cerrarme el estómago con una anilla de hierro. Y los jugos gástricos, que apestaban a vómito, me subían desde el esófago hasta el inicio del paladar. Era como si mi capacidad de concentración estuviera llegando al límite. Me sentí como si tocara un piano que tuviera sólo tres octavas y no hubiera sido afinado en cinco años. ¿Cuántas horas llevaba ya vagando en la oscuridad? ¿Qué hora debía de ser en el mundo exterior? ¿Estaba saliendo el sol? ¿Habrían empezado ya a repartir la edición matutina de los periódicos?

Ni siquiera podía echar una ojeada al reloj de pulsera. Ponía toda mi atención en ir adelantando una pierna tras otra mientras alumbraba el suelo con la linterna. Quería ver cómo el cielo del amanecer iba tomando progresivamente una tonalidad lechosa. Beberme un vaso de leche caliente, oler el bosque en la mañana, hojear la edición matutina del periódico. Ya estaba harto de la oscuridad, de las sanguijuelas, de los agujeros, de los tinieblos. Todas las vísceras, los músculos, las células de mi cuerpo necesitaban la luz. Por débil que ésta fuese. Me conformaba con un miserable rayo de luz, pero que fuese de luz auténtica, no de la luz de una linterna.

Mientras pensaba en la luz, mi estómago se contrajo y mi boca se llenó de un aliento hediondo. Un olor a pizza de salami, pero podrida.

—En cuanto salgamos de aquí, podrás vomitar tanto como quieras. ¡Aguanta un poco! —me dijo la chica. Y me agarró el codo con fuerza.

—No voy a vomitar —murmuré entre dientes.

—¡Créeme! Saldremos de ésta. Quizá hayamos tenido mala suerte, pero eso acabará un momento u otro. No puede durar eternamente.

—Te creo —repuse.

No obstante, me daba la sensación de que los agujeros se sucedían sin fin. Incluso me parecía que pasábamos una y otra vez por el mismo sitio. Pensé de nuevo en la edición matinal, recién impresa, del periódico. Un periódico tan reciente que la tinta fresca se adhería a las yemas de los dedos. Muy grueso, con encartes publicitarios. Porque ya se sabe que en la edición matinal sale de todo. Todo lo relacionado con la vida de la superficie. Todo. Desde la hora en que se levanta el primer ministro, el estado del mercado de valores o el suicidio de toda una familia, hasta recetas de cocina, la longitud que debían tener las faldas, las reseñas de las novedades discográficas y los anuncios de agencias inmobiliarias.

El problema era que yo no estaba suscrito a ninguno. Hacía ya tres años que había abandonado el hábito de leer el periódico. No podría explicar por qué, pero había dejado de hacerlo. Quizá se debiese a que mi vida había tomado unos derroteros muy distintos a los del contenido de los artículos periodísticos o de los programas de la televisión. Mi única relación con el mundo consistía en procesar en mi cabeza las cifras que me ofrecían, cambiándolas de forma, y el resto del tiempo lo pasaba solo, leyendo novelas anticuadas, viendo vídeos de viejas películas de Hollywood y bebiendo cerveza o whisky. No necesitaba hojear periódicos y revistas.

Sin embargo, en aquel instante, inmerso en unas tinieblas absurdas, desprovistas de toda luz, rodeado de un número incontable de pozos y sanguijuelas, ansiaba leer la edición matutina del periódico. Sentarme en algún lugar soleado y leérmelo de cabo a rabo, igual que un gato lame un plato de leche, sin dejar una sola letra. Y absorber los diversos fragmentos de la vida que las personas vivían bajo el sol y empapar en ellos cada una de mis células.

—¡Ya se ve el altar! —dijo la chica.

Traté de alzar los ojos, pero resbalé y no pude levantar del todo la cabeza. De hecho, no me importaba cómo era, ni de qué color; lo único que me interesaba era alcanzarlo lo antes posible. Hice un último esfuerzo de concentración y seguí adelante con sumo cuidado.

—Diez metros más y llegamos.

No bien pronunció estas palabras, cesó el silbido que emergía del fondo de los pozos. Acabó de una forma tan brusca y antinatural que parecía que alguien, en el centro de la Tierra, hubiese levantado una enorme hacha de acerado filo y hubiese cortado el sonido de un tajo. Aquel áspero silbido, que surgía de las profundidades tras ejercer una gran presión sobre la tierra, cesó sin previo aviso, sin eco. Más que enmudecer el silbido, dio la sensación de que el propio espacio que lo comprendía desaparecía por completo. Y fue tan repentino que perdí el equilibrio y a punto estuve de caer.

Un silencio tan insondable que lastimaba los oídos se extendió por los alrededores. La paz que surgía de pronto de las densas tinieblas era más siniestra aún que el desagradable y macabro silbido. Ante un sonido, sea cual sea, puedes tomar una postura determinada. Pero el silencio es cero, es la nada. Nos cercaba y, para colmo, no existía. Noté que algo me oprimía en el fondo de mis oídos, como si hubiese variado la presión atmosférica. Los músculos de las orejas, incapaces de adaptarse al brusco cambio, aguzaron su capacidad auditiva para captar alguna señal en el silencio.

Pero el silencio era absoluto. Una vez cesó, el silbido no volvió. Tanto ella como yo permanecimos inmóviles, aguzando el oído hacia el vacío. Para aliviar la opresión que sentía en mis oídos, tragué saliva, pero fue en vano: sólo conseguí que un sonido artificialmente amplificado, similar a cuando la aguja del tocadiscos roza con el borde del plato, resonara en mis oídos.

—¿Se habrán retirado las aguas? —pregunté.

—Dentro de poco empezarán a brotar —repuso—. El silbido lo producía el aire expulsado de los recovecos de los conductos del agua por la presión que ésta ejercía. Y ahora que ha salido todo el aire, nada obstaculiza el paso del agua.

La joven me tomó de la mano y, juntos, sorteamos los últimos agujeros. Quizá fuera una simple impresión, pero habría jurado que había menos sanguijuelas pululando sobre el suelo rocoso. Tras sortear cinco o seis agujeros más, salimos de nuevo a una explanada vacía. Allí ya no había ni agujeros ni sanguijuelas. Los bichos debían de haber huido en dirección contraria. Había conseguido superar lo peor. Porque, aun suponiendo que muriera ahogado en las aguas, sería mil veces preferible a morir al caer dentro de un pozo de sanguijuelas.

Sin ser plenamente consciente de lo que hacía, alargué la mano con la intención de arrancarme las sanguijuelas que tenía pegadas a la nuca, pero la joven me frenó, agarrándome el brazo.

—Eso déjalo para después. Si no subimos enseguida a la torre, nos ahogaremos —dijo y prosiguió a paso rápido, sin soltarme el brazo—. Por cinco o seis sanguijuelas no te vas a morir. Además, si te las quitas a lo bruto, te arrancarás la piel. ¿No lo sabías?

—No, no lo sabía —dije. Soy tan lerdo y estúpido como uno de esos plomos que cuelgan del culo de las boyas luminosas de los canales.

Unos veinte o treinta pasos más adelante, ella me frenó y, con la gran linterna que llevaba en la mano, iluminó una enorme «torre», como ella la había llamado, que se alzaba ante nuestros ojos. La «torre» era un cilindro que se erguía hacia lo alto, apuntando hacia las tinieblas. Al igual que un faro, parecía ir estrechándose conforme ganaba en altura, pero era imposible aventurar cuánto medía. Era demasiado alta para poder iluminarla entera y captar una imagen global, y, además, no disponíamos de tiempo para ello. La joven se limitó a bañar por un instante la superficie con el haz de luz de su linterna; luego, sin decir palabra, echó a correr hacia ella y empezó a subir la escalera. Yo la seguí, claro está, sin pérdida de tiempo.

Vista desde lejos y bajo una luz insuficiente, la «torre» hacía pensar en un magnífico y precioso monumento en cuya realización se hubiesen empleado admirables técnicas arquitectónicas y una ingente cantidad de tiempo, pero en cuanto me acerqué y la toqué, me di cuenta de que era una simple mole rocosa, tosca y deforme. Un mero producto azaroso de la erosión.

Alrededor de la mole, los tinieblos habían esculpido una escalera —suponiendo que se pudiera llamar «escalera» a algo tan rudimentario— en forma de espiral. De hechura irregular, con escalones tan exiguos que apenas permitían apoyar el pie, a trechos carecía de peldaños. Cuando faltaba un escalón, apoyábamos el pie en el saliente de la pared más cercano, pero como teníamos que aferramos con ambas manos a las rocas para no caernos, nos era imposible alumbrar los peldaños a medida que avanzábamos, con lo cual, con frecuencia, al ir a pisar un supuesto escalón, nos encontrábamos con el pie en el vacío. La escalera podría serles útil a los tinieblos, que veían en la oscuridad, pero para nosotros no era más que un peligroso incordio. Así pues, nos veíamos obligados a ascender con suma atención, peldaño a peldaño, aferrados a la pared rocosa como dos lagartos.

Había subido treinta y seis escalones —tengo la costumbre de ir contando los peldaños de las escaleras—, cuando de las tinieblas, abajo, a nuestros pies, surgió un extraño ruido. Como si arrojaran una gran tajada de rosbif contra una pared lisa. Un sonido plano y húmedo, lleno de vigor. Siguió un silencio. Un instante mudo y siniestro. Agarrado al saliente con ambas manos, pegado a la pared de roca, esperé a que llegara algo.

Entonces se oyó el fragor inconfundible del agua. El sonido del agua brotando, a un tiempo, de los innumerables pozos que habíamos sorteado. Además, no era una cantidad de agua insignificante. Recordé una secuencia de un noticiario, que vi cuando era alumno de primaria, sobre la inauguración de una presa. El gobernador, con un casco en la cabeza, pulsaba el botón de una máquina, se abrían las compuertas y una gruesa columna de agua salía disparada hacia lo lejos, hacia el vacío, acompañada de una nube de agua pulverizada y de un estruendo pavoroso. Era la época en que las noticias y los dibujos animados todavía se proyectaban en el cine. Mientras contemplaba las imágenes, pensé qué sucedería si, por una razón u otra, me encontrara bajo aquella presa que vomitaba una cantidad tan sobrecogedora de agua, y mi corazón infantil se llenó de horror. No podía sospechar que un cuarto de siglo después me encontraría en una situación parecida. Los niños tienden a pensar que, al final, una especie de poder sagrado los librará de los posibles peligros que les acechan en el mundo. Al menos, eso creía yo cuando era pequeño.

—¿Hasta dónde subirá el agua? —le pregunté a la joven, que estaba dos o tres peldaños por encima de mí.


Hasta bastante arriba
—me respondió sucintamente—. Si queremos salvarnos, tenemos que subir más. Arriba de todo no llega, estoy segura. Es lo único que sé.

—¿Y cuántos peldaños faltan?


Muchos
—dijo.

¡Vaya respuestas! No tenía más remedio que apelar a mi imaginación.

Seguimos ascendiendo por la escalera en espiral tan rápido como pudimos. A juzgar por el rumor del agua, la «torre» a la que estábamos aferrados se alzaba en el centro de una explanada desierta, rodeada por los pozos de sanguijuelas. En resumen, que nos encaramábamos a una especie de palo que se erguía justo en medio de los chorros de agua. Y si la joven no andaba errada, aquel espacio vacío similar a una plaza se inundaría igual que una ciénaga y, en medio del agua, sólo emergería, como si fuera una isla, el extremo de la «torre».

Su linterna, que llevaba colgada del hombro por la correa, oscilaba de forma irregular sobre sus caderas y el haz de luz dibujaba figuras fantasmagóricas en las tinieblas. Continué el ascenso tomando esta luz como meta. Ya había dejado de llevar la cuenta del número de escalones, pero debía de haber subido unos ciento cincuenta, quizá doscientos. Al principio, el chorro de agua había subido y, desde lo alto, se había precipitado contra el suelo de roca produciendo un fragor espeluznante; poco después, se había transformado en el rugido de un torrente cayendo a una catarata y, en aquellos momentos, se había convertido en un gorgoteo, como si lo hubiesen sofocado con una tapa. El nivel del agua subía sin duda alguna. Como no se veía nada bajo nuestros pies, era imposible saber hasta dónde llegaba, pero me dije que no sería extraño que, de un momento a otro, el agua helada me bañara los tobillos.

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