El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (38 page)

—Es que este trozo es esencial —replicó—. Oye, ¿sabes si hay gafas de sol de color rosa?

—Me da la impresión de que Elton John llevaba unas.

—Hum... Bueno, dejémoslo correr. Voy a seguir.

En medio del camino

encontré a un hombre;

toda su ropa era

de color azul.

No se había afeitado

y su barba era

de color azul.

Como la larga noche,

de un profundo azul.

Como la larga, larga noche,

siempre azul.

—¿Esto va por mí? —le pregunté.

—No, qué va. No hablo de ti. Tú no sales en esta canción.

«Niña, no vayas al bosque»,

me dijo aquel hombre.

Las reglas del bosque

son para las bestias

aun siendo una mañana de abril.

Las aguas del río

no fluyen al revés

aun siendo una mañana de abril.

Pero yo

en bicicleta al bosque fui,

en una bicicleta de color rosa,

sí, una soleada mañana de abril.

No le temo a nada

si no bajo de mi bicicleta

de color rosa.

En ella no tengo miedo de nada,

porque no es roja, ni azul, ni marrón.

Es de color rosa.

Después de que cantara
La canción de la bicicleta,
coronamos al fin la montaña y nos encontramos en una vasta planicie. Tras tomarnos un respiro, inspeccionamos los alrededores con la luz de las linternas. La planicie parecía extensa. Era plana y lisa como la de una mesa que se extendiera hasta el infinito. Ella permaneció agachada unos instantes en el nacimiento de la planicie y halló media docena de clips.

—¿Hasta dónde diablos habrá ido tu abuelo?

—Ya falta poco. Está cerca. Mi abuelo me ha hablado muchas veces de esta meseta y puedo imaginar dónde se encuentra.

—Entonces, ¿tu abuelo venía a menudo por aquí?

—Por supuesto. Para dibujar el mapa del subsuelo tuvo que recorrerlo de cabo a rabo. Conoce este sitio como la palma de su mano. Hasta dónde llegan los ramales, los pasadizos secretos: lo sabe todo.

—¿Y daba vueltas por aquí solo?

—Por supuesto —contestó—. A mi abuelo le gusta hacer las cosas solo. No es que sea un misántropo o que no confíe en los demás, sólo es que los demás no pueden seguirlo.

—Creo que entiendo lo que quieres decir. Por cierto, ¿qué diablos es esta meseta?

—En esta montaña, antiguamente, vivían los antepasados de los tinieblos. Vivían todos juntos en unos agujeros que habían excavado en la roca. En esta planicie celebraban las ceremonias religiosas. Ellos creen que su divinidad mora en ella. Y aquí se colocaba el oficiante, o el hechicero, e invocaba al dios de las sombras y le ofrecía sacrificios.

—¿Y su dios es aquel pez siniestro con uñas?

—Sí. Ellos creen que ese pez gobierna la oscuridad. El ecosistema del subsuelo, las ideas, el sistema de valores, la vida y la muerte. Creen que rige todas estas cosas. La leyenda dice que fue este pez el que condujo hasta aquí a sus primeros ancestros.

Ella enfocó con la linterna a sus pies y me mostró una especie de foso, excavado en el suelo, de alrededor de unos diez centímetros de profundidad y de un metro de anchura. Era un canal que se extendía en línea recta desde el nacimiento de la planicie hacia las tinieblas.

—Siguiendo el canal llegaremos al antiguo altar. Creo que mi abuelo está escondido allí. Porque el altar es el lugar más sagrado de todo el santuario y nadie puede acercarse a él. Allí no tiene nada que temer.

Avanzamos en línea recta por el canal. Pronto, el camino empezó a descender y las paredes de ambos lados comenzaron a elevarse rápidamente. A mí me daba la impresión de que las paredes se aproximarían cada vez más y que acabarían aplastándonos. En los alrededores reinaba un silencio sepulcral, no había signo de vida alguno. Sólo se oía cómo las suelas de goma de nuestras zapatillas resonaban a un ritmo singular en las grietas de la roca. Mientras andaba, inconscientemente, alcé muchas veces la vista al cielo. Cuando un ser humano se ve envuelto en la oscuridad, busca de modo instintivo la luz de la luna y las estrellas.

Pero sobre mi cabeza no había luna ni estrellas. Sólo diversas capas de tinieblas gravitando sobre mí. Sin un soplo de viento, el aire estaba estancado. Todo pesaba más que antes. Me parecía que incluso la densidad de mi propio ser había aumentado. Era como si mi aliento, el eco de mis pisadas y el acto de subir y bajar la mano experimentaran, como si fueran lodo, una pesada atracción hacia la superficie de la tierra. Más que encontrarme sumido en las profundidades del subsuelo, parecía que hubiese llegado a un astro desconocido. La fuerza de la gravedad, la densidad del aire, la percepción del tiempo eran completamente distintas a las que yo había interiorizado.

Levanté la mano izquierda, encendí la luz de la esfera digital del reloj y miré la hora. Eran las dos y veintiún minutos. Había descendido al subsuelo a medianoche, lo que quería decir que sólo llevaba poco más de dos horas en la oscuridad, pero yo me sentía como si hubiera pasado una cuarta parte de mi vida envuelto en las tinieblas. Incluso la débil luz del reloj digital me provocaba, al mirarla largo rato, escozor en los ojos. Mis ojos debían de haberse ido acostumbrando progresivamente a la oscuridad. También me molestaba la luz de la linterna. Al permanecer largo tiempo envuelto en las tinieblas, la oscuridad se convierte en tu estado normal y la luz se vuelve un elemento extraño.

Seguimos bajando, sin decir palabra, por el pasadizo profundo y estrecho. Como el único camino que había discurría en línea recta, y además no había peligro de que me golpeara la cabeza con ninguna roca, apagué la linterna y seguí adelante guiado por el eco de las suelas de goma. Cuánto más avanzaba, más me costaba discernir si tenía los ojos abiertos o cerrados. Porque, los tuviera abiertos o cerrados, la oscuridad era exactamente la misma. Para probar, fui abriendo y cerrando los ojos mientras andaba: al final, fui incapaz de juzgar cuándo los tenía abiertos y cuándo cerrados. Entre una acción humana y la opuesta, existe una diferencia basada en su eficacia intrínseca y, si ésta se pierde, la pared que separa la acción A de la acción B acaba desapareciendo.

En aquellos momentos, sólo percibía el eco de las pisadas de la joven resonando en mis oídos. Tal vez se debiera a la configuración del terreno, al aire o a la oscuridad, pero el eco era deforme. Intenté ver— balizar aquellos sonidos, pero ninguna palabra lograba reproducirlos bien. Parecían reverberaciones de lenguas que yo desconocía, de África, o de Oriente Próximo, o de Oriente Medio. En el idioma japonés no existían sonidos que se correspondiesen con ellos. Pero tal vez sí en francés, alemán o inglés. Primero, lo intenté en inglés:

Even-through-be-shopped- degreed-well.

Esto tenía la impresión de oír, pero, en cuanto pronuncié estas palabras, comprendí que la reverberación de las suelas de los zapatos era completamente distinta. Sería más exacto decir:

Efguén-gthouv-bge-shpévg-égvele-wgevl.

Sonaba a finés, pero yo, por desgracia, no sabía nada sobre este idioma. A juzgar por la impresión que me producían las palabras, podría significar algo como: «Un campesino encontró a un viejo demonio en el camino», pero no era más que una impresión. Sin fundamento alguno.

Proseguí la marcha intentando encontrar alguna palabra o frase que reprodujera fonéticamente la reverberación de las pisadas. Me representé en mi mente el par de zapatillas Nike de color rosa pisando, una tras otra, la plana superficie rocosa. El talón derecho se posaba en el suelo, el centro de gravedad se desplazaba hacia la punta y, antes de que el talón derecho se separara del suelo, el izquierdo se posaba en él. Esto se repetía hasta el infinito. El tiempo transcurría cada vez más despacio. Me daba la sensación de que el reloj se había estropeado y las agujas no avanzaban. Dentro de mi cabeza embotada, las zapatillas de deporte de color rosa iban hacia delante y hacia atrás, lentamente.

El eco de las pisadas resonaba de la siguiente forma:

Efgvén-gthouv-bge-shpévg-égvele-wgevl.

Efgvén-gthouv-bge-shpévg-égvele-wgevl.

Efgvén-gthouv-bge-shpévg-égvele-wgevl.

Efgvén-gthouv-bge...

Había una vez, en un pueblo de Finlandia, un viejo demonio que se había sentado en una piedra del camino. El demonio tendría unos diez o veinte mil años y, a simple vista, se apreciaba que estaba exhausto. Sus ropas y zapatos estaban cubiertos de polvo. Su barba era rala y deslucida.

—¿Adónde vas tan deprisa? —le preguntó el diablo a un campesino.

—Voy a arreglar una azada rota —respondió el campesino.

—No tienes por qué apresurarte tanto —dijo el diablo—. El sol todavía está muy alto, no hay necesidad de que te deslomes trabajando. Siéntate un rato aquí y escucha lo que voy a contarte.

El campesino miró la cara del diablo con desconfianza. Sabía muy bien que era mejor no tener tratos con el demonio. Pero aquél parecía tan mísero y tan cansado. Entonces, el campesino...

... Algo me había dado en la mejilla. Algo liso y suave. Liso y suave, no muy grande, algo familiar. ¿Qué era? Mientras ordenaba mis ideas, volvió a golpearme. Alcé la mano derecha e intenté apartar este algo, pero no lo conseguí. Me dio en la mejilla de nuevo. Ante mi rostro temblaba un resplandor molesto. Abrí los ojos. Hasta entonces no me había percatado de que los tenía cerrados. Llevaba un rato con los ojos cerrados. Y lo que se encontraba ante mi rostro era la gran linterna de la joven y lo que me golpeaba la mejilla era su mano.

—¡Para! —le grité—. La luz me da en los ojos y me duelen.

—¡Pero qué tonterías dices! ¿Sabes lo que pasa cuando te duermes aquí? ¡Levántate!

—¿Que me levante?

Encendí la linterna y miré a mi alrededor. No era consciente de ello, pero estaba sentado en el suelo, recostado en la pared. Debía de haberme dormido sin darme cuenta. Tanto el suelo como la pared estaban húmedos, como empapados en agua.

Me incorporé lentamente.

—No lo entiendo. Debo de haberme dormido sin querer. No recuerdo haberme sentado en el suelo, ni que tuviera la intención de dormirme.

—Es que
ellos
te han inducido a ello —dijo la joven—. Quieren que nos durmamos, como has hecho tú.


¿Ellos?

—Los que moran en la montaña. No sé si llamarlos dioses o espíritus malignos: esos seres, vaya. Intentan detenernos.

Sacudí la cabeza y traté de salir de mi sopor.

—Estaba todo muy confuso y, al final, ya no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. Además, tus zapatillas resonaban de una manera tan extraña que...

—¿Mis zapatillas?

Le expliqué cómo, al escuchar la reverberación de sus pisadas, había aparecido el viejo diablo.

—Es una trampa —dijo—. Una especie de hipnosis. Si no me hubiera dado cuenta, te habrías quedado aquí durmiendo. Hasta que habría sido demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde?

—Sí. Demasiado tarde —repitió, pero no especificó a qué se refería—. ¿Verdad que metiste una cuerda en la mochila?

—Sí, pero sólo mide unos cinco metros.

—Sácala.

Me descolgué la mochila de la espalda, saqué la cuerda de nailon, embutida entre las latas de conserva, la botella de whisky y la cantimplora, y se la entregué. Ella anudó un extremo a mi cinturón y enrolló el otro extremo a su cintura. Luego, nos acercó a ambos tirando de la cuerda hacia sí.

—Perfecto —dijo—. Así no nos separaremos.

—Mientras no nos durmamos los dos... —dije—. Porque tú tampoco has dormido mucho hoy, ¿verdad?

—No se les puede dar pie a nada, ¿sabes? Si empiezas a compadecerte de ti mismo pensando que has dormido poco, las fuerzas del mal te atacan por ahí. ¿Comprendes?

—Sí.

—Entonces, vamos. No hay tiempo que perder.

Avanzamos con los cuerpos unidos por la cuerda de nailon. Me esforzaba en no prestar atención al eco de sus pisadas. Caminaba dirigiendo el haz de luz de la linterna a la espalda de la joven y con la vista clavada en la chaqueta verde oliva del ejército americano. Aquella chaqueta me la compré en el año 1971. Por entonces, aún proseguía la guerra de Vietnam y el presidente de Estados Unidos era Richard Nixon, aquel hombre de rostro siniestro. En aquella época, todo el mundo llevaba el pelo largo, los zapatos sucios, escuchaba rock psicodélico, llevaba una chaqueta de combate del ejército americano con el signo de la paz pegado a la espalda y se creía Peter Fonda. Vamos, una historia tan antigua que parecía que los dinosaurios fueran a aparecer en ella de un momento a otro.

Intenté recordar algo que hubiera sucedido en aquellos días, pero no logré acordarme de nada. Así que no me quedó más remedio que rememorar las escenas en que Peter Fonda va en moto
[11]
. Luego, le superpuse la melodía de
Born to Be Wild,
de Steppenwolf. Pero pronto
I Heard It Through the Grapevine,
de Marvin Gaye, sustituyó a
Born to Be Wild.
Tal vez fuese porque la introducción de las dos es parecida.

—¿En qué piensas? —me preguntó desde delante la joven gorda.

—En nada especial.

—¿Y si cantamos?

—Ya he tenido bastante, gracias.

—Entonces, piensa en algo.

—Hablemos.

—¿De qué?

—¿Qué te parece de la lluvia?

—Muy bien.

—¿Qué día de lluvia recuerdas?

—La tarde en que murieron mis padres y mis hermanos llovía, ¿sabes?

—Hablemos de algo más alegre —propuse.

—No, a mí me gustaría hablar de esa tarde —dijo—. Además, eres la única persona con quien puedo hacerlo. Pero si no quieres, lo dejaré correr, por supuesto.

—Si quieres hablar, adelante —dije.

—Llovía de ese modo que no sabes si realmente llueve o no. Esa mañana, desde muy temprano, unas nubes inmóviles, grises y difusas, cubrían el cielo. Y yo, tendida en la cama del hospital, permanecía con la mirada clavada en ese cielo. Estábamos a principios de noviembre y, al otro lado de la ventana, crecía un alcanforero. Un alcanforero muy grande. El árbol ya había perdido la mitad de sus hojas y por entre sus ramas se vislumbraba el cielo. ¿Te gusta mirar los árboles?

—No sé —dije—. No es que me disguste, pero nunca he mirado ninguno con atención.

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