El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (17 page)

»Además, cuando se enfrenta a múltiples enemigos, a un animal tricorne le cuesta más extraer los cuernos, tras hincarlos en el cuerpo de uno de los adversarios, para atacar al siguiente contrincante.

—Como la resistencia es mayor, cuesta más —dije.

—Exacto —dijo ella y me clavó tres dedos en el pecho—. Este es el defecto del tricornio. Primera proposición: dos cuernos, o uno solo, son más funcionales que más de dos. Pasemos ahora a ver los defectos del cuerno único. No, quizá sea mejor que te explique antes la necesidad de los dos cuernos. La primera ventaja de los dos cuernos es que respeta la simetría. El movimiento de todos los animales está determinado por el mantenimiento del equilibrio bilateral, es decir, por la división de las fuerzas y de las capacidades por la mitad. La nariz tiene dos orificios, la boca mantiene una simetría derecha-izquierda y, en realidad, funciona dividida en dos. Ombligo, tenemos sólo uno, pero es un órgano atrofiado.

—¿Y el pene? —pregunté.

—El pene y la vagina, juntos, forman una unidad. Como el panecillo y la salchicha.

—¡Ah, claro! —dije. Era evidente.

—Lo más importante son los ojos, que funcionan como una especie de torre de control, tanto para el ataque como para la defensa, y por eso lo más lógico es que los cuernos mantengan un estrecho contacto con los ojos. Un buen ejemplo es el rinoceronte. En su origen, tiene un solo cuerno, pero lo cierto es que es un animal terriblemente corto de vista. Y, mira por dónde, la miopía del rinoceronte tiene su origen en que tiene un solo cuerno. Vamos, que es un tullido. Las razones por las cuales el rinoceronte ha sobrevivido a pesar de este defecto tienen que ver con el hecho de que es un herbívoro y que está cubierto por una dura coraza. El rinoceronte apenas tiene necesidad de defenderse. En este sentido, tal como se puede comprobar con sólo verlo, se parece al dinosaurio. Pero el unicornio, a juzgar por las ilustraciones, no responde a tales características. No está cubierto de una coraza y es muy..., ¿cómo lo diría?...

—Vulnerable —dije.

—Exacto. En cuanto a vulnerabilidad, está en la misma categoría del ciervo. Si encima fuera miope, estaría condenado a la extinción. Por más que hubiese desarrollado el sentido del oído o del olfato, cuando lo acorralaran no tendría ninguna posibilidad de defenderse. Atacar a un unicornio sería como disparar a un pato en tierra con una escopeta de alta precisión. Otra desventaja del cuerno único es que, si éste sufre algún daño, el animal está irremisiblemente perdido. En fin, que es lo mismo que atravesar el desierto del Sáhara sin una rueda de recambio. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Sí.

—Un defecto más del cuerno único es que, con él, no se puede ejercer mucha fuerza. Piensa en los dientes molares e incisivos: se ejerce más fuerza con las muelas que con los incisivos, ¿verdad? Volviendo al equilibrio del que hablábamos antes: cuanto más pesado es el instrumento con el que se aplica una fuerza, mayor es la estabilidad global del cuerpo. En fin, esto demuestra que el unicornio es una mercancía defectuosa, ¿no crees?

—Lo he entendido a la perfección —dije—. Te explicas muy bien.

Ella sonrió y deslizó un dedo por mi pecho.

—Pero hay algo más. En teoría hay una única razón por la cual el unicornio podría haber logrado escapar a la extinción. Es algo fundamental. ¿Adivinas qué es?

Crucé las manos por encima del pecho y estuve uno o dos minutos reflexionando. Había una única respuesta posible.

—Que no fuera la presa de ningún depredador natural —dije yo.

—¡Has acertado! —dijo y me dio un beso en los labios—. Imagina un posible hábitat sin depredadores —siguió.

—Tendría que ser un lugar aislado, donde no pudieran penetrar otros animales —dije—. Una especie de «mundo perdido», como el concebido por Conan Doyle. Una región que se encontrara a gran altitud o, si no, en una depresión muy profunda. O rodeada por una escarpada pared de roca, como una caldera volcánica, por ejemplo.

—Sobresaliente —dijo ella, dándome un golpecito con el dedo índice sobre el corazón—. Y precisamente en un hábitat como ése descubrieron el cráneo de un unicornio.

Tragué saliva. Sin darme cuenta, me estaba aproximando al meollo de la cuestión.

—Lo encontraron en 1917, en el frente ruso. En septiembre de 1917.

—Un mes antes de la Revolución de Octubre, durante la Primera Guerra Mundial. Bajo el gabinete Kerenski —dije yo—. Justo antes de que se produjera la insurrección bolchevique.

—Lo encontró un soldado ruso mientras excavaba una trinchera en el frente de Ucrania. El soldado pensó que era un cráneo de vaca o de ciervo y lo arrojó fuera. El asunto habría terminado allí y el cráneo habría surgido de las profundas simas de la historia para volver a caer de inmediato en ellas, si el teniente que comandaba aquella tropa no hubiese sido un estudiante de posgrado de la Facultad de Biología de la Universidad de Petrogrado, pues así se llamaba entonces San Petersburgo. El teniente recogió el cráneo, se lo llevó al campamento y lo examinó detenidamente. Y descubrió que pertenecía a una especie desconocida. Se puso en contacto inmediatamente con el catedrático de biología de la Universidad de Petrogrado y esperó la llegada del equipo encargado de la investigación, pero éste jamás llegó. En aquellos tiempos reinaba en Rusia el caos más absoluto, se declaraban huelgas por todas partes, y ni siquiera las provisiones, las municiones y los medicamentos llegaban con regularidad a las tropas: no era una situación propicia para que una expedición científica alcanzara el frente. Y aunque lo hubiese logrado, no creo que hubieran dispuesto del tiempo necesario para realizar un trabajo de campo. Porque lo cierto era que el ejército ruso iba de derrota en derrota y que la línea del frente no dejaba de retroceder. Tal vez aquella zona hubiese caído ya en manos del ejército alemán.

—¿Y qué le pasó al teniente?

—En noviembre de ese año lo colgaron de un poste de telégrafo. La mayoría de los oficiales hijos de familias burguesas corrieron idéntica suerte y fueron colgados de los postes de telégrafo que se sucedían a lo largo del camino que iba de Ucrania a Moscú. El joven no tenía relación alguna con la política, era estudiante de biología.

Me representé la imagen de los oficiales colgados, uno por uno, en los postes telegráficos que se alineaban a lo largo de la llanura rusa.

—Pero justo antes de que el ejército bolchevique tomara el poder, el teniente confió el cráneo a un hombre de su confianza, a un soldado herido que iba a ser enviado a la retaguardia, y le prometió que, si se lo entregaba a un catedrático de la Universidad de Petrogrado, recibiría una generosa recompensa. Pero el soldado no pudo llevar el cráneo a la universidad hasta febrero del siguiente año, cuando fue dado de alta del hospital, y por entonces la universidad había sido temporalmente clausurada: los estudiantes estaban consagrados a la revolución, y la mayoría de los profesores habían sido obligados a exiliarse o habían muerto. Como no tenía alternativa, el soldado pospuso la entrega y dejó la caja con el cráneo bajo la custodia de un cuñado que era guarnicionero para caballerías en Petrogrado y se volvió a su pueblo natal, a unos trescientos kilómetros de la ciudad. Sin embargo, por motivos que ignoro, el soldado no pudo regresar jamás a Petrogrado y la caja permaneció abandonada largo tiempo en el almacén del taller de guarnicionería de su cuñado.

»El cráneo no volvió a ver la luz del día hasta el año 1935. San Petersburgo, y luego Petrogrado, se llamaba entonces Leningrado, Lenin había muerto, Trotski estaba en el exilio y Stalin ostentaba el poder. En Leningrado ya casi nadie montaba a caballo, así que el dueño de la guarnicionería decidió liquidar la mitad de las existencias y, con la otra mitad, abrir una pequeña tienda de artículos de hockey.

—¿De hockey? —salté—. ¿En la Rusia soviética de los años treinta estaba de moda el hockey?

—No tengo ni idea. Yo sólo te digo lo que pone aquí. Pero el Leningrado de después de la revolución soviética debía de ser una ciudad relativamente moderna, ¿no? Es posible que la gente jugara al hockey, digo yo.

—¡Uf! ¡Vete a saber! —repliqué.

—En fin, sea como sea, mientras este hombre ordenaba el almacén, encontró la caja que su cuñado le había dejado en 1918 y la abrió. Encima de todo, encontró la carta dirigida al catedrático fulano de tal de la Universidad de Petrogrado, donde ponía: «Por tal y cual razón, he confiado este cráneo a tal persona. Le ruego que lo recompense debidamente». No hace falta decir que el guarnicionero llevó la caja a la universidad (esto es, a la que entonces era Universidad de Leningrado) y solicitó una entrevista con el catedrático en cuestión. Sin embargo, éste era judío y, simultáneamente a la caída de Trotski, había sido deportado a Siberia. O sea, que el guarnicionero se quedó sin nadie que le pagara la recompensa y con perspectivas de conservar hasta el fin de sus días un cráneo que no sabía de qué era y que no le iba a reportar beneficio alguno. De modo que el hombre buscó a otro catedrático de biología, le explicó la situación, cedió el cráneo a la universidad por una cantidad irrisoria y se volvió a casa.

—Al menos, después de dieciocho años el cráneo consiguió llegar a la universidad.

—Entonces —siguió ella—, este catedrático estudió el cráneo centímetro a centímetro y llegó a la misma conclusión que el joven teniente dieciocho años atrás. Es decir, que el cráneo no pertenecía a ninguna especie que existiera en el presente y tampoco a ninguna que se supusiera que hubiese existido en el pasado. El cráneo recordaba al del ciervo, y la forma de la mandíbula lo situaba, por analogía, entre los herbívoros ungulados, pero, por lo visto, había tenido las mejillas más prominentes que éstos. Con todo, la mayor diferencia que presentaba con respecto al ciervo era que tenía un cuerno en mitad de la frente. Es decir, que era un unicornio.

—¿Quieres decir que tenía un cuerno de verdad?

—Sí. Tenía un cuerno. Aunque no entero, por supuesto. El cuerno estaba roto a unos tres centímetros de la base. A partir del fragmento que quedaba, dedujeron que debía de haber alcanzado los veinte centímetros y que debía de haber sido recto como el de un antílope. El diámetro de la base era de..., a ver, sí, de unos dos centímetros.

—¡Dos centímetros! —repetí. El orificio del cráneo que me había regalado el anciano justamente tenía dos centímetros de diámetro.

—El profesor Béroff, pues así se llamaba el catedrático, se dirigió a Ucrania acompañado de varios ayudantes y alumnos de posgrado y, durante un mes, hicieron trabajo de campo en el mismo lugar donde tiempo atrás había abierto la trinchera la tropa del joven teniente. Por desgracia, no lograron encontrar otro cráneo igual, pero salieron a la luz diversos hechos muy interesantes sobre el territorio. Aquella zona, conocida como la meseta de Vultafil, forma un montículo relativamente elevado en medio de la región occidental de Ucrania, rica en llanuras, y es un punto geográfico de gran importancia estratégico— militar. Por esta razón, durante la Primera Guerra Mundial, los ejércitos alemán y austrohúngaro se enzarzaron en repetidas y sangrientas luchas cuerpo a cuerpo con el ejército ruso para hacerse con el dominio de cada metro de aquella colina, y durante la Segunda Guerra Mundial recibió tantas cargas de artillería y tantos bombardeos por parte de ambos contendientes que sufrió cambios orográficos, pero esto ocurrió después. Lo que atrajo entonces la atención del profesor Béroff fue el hecho de que los huesos de los animales que desenterraron en la meseta de Vultafil diferían de manera notable con la distribución de especies del resto de la región. A partir de ahí, el profesor formuló la hipótesis de que, antiguamente, no tenía la forma de meseta que ofrecía en la actualidad, sino que debía de haber constituido una especie de caldera volcánica. Y que, en el interior de esta caldera volcánica, debió de existir un sistema biológico específico. Vamos, lo que tú llamas un «mundo perdido».

—¿Una caldera volcánica?

—Sí, una meseta circular rodeada de una alta pared rocosa. Ésta se habría ido erosionando a lo largo de millones de años hasta convertirse en una colina normal y corriente. Y, en su interior, el unicornio, un eslabón perdido de la evolución, habría llevado una vida aislada libre de depredadores. En la meseta abundaba el agua, la tierra era fértil: la hipótesis era viable. De modo que el profesor elaboró una lista de un total de sesenta y tres ejemplos pertenecientes al campo de la zoología, la botánica y la geología, adjuntó el cráneo del unicornio y elevó su tesis a la Academia Soviética de las Ciencias bajo el título
Estudio del sistema biológico de la meseta de Vultafil.
Corría el año 1936.

—La acogida no debió de ser muy buena, ¿no?

—No, no lo fue. Nadie lo apoyó. Además, por desgracia, en aquella época la Universidad de Moscú y la de Leningrado se disputaban el control de la Academia de las Ciencias. La Universidad de Leningrado, que llevaba por entonces las de perder, recibió con frialdad una tesis «antidialéctica» como aquélla. Con todo, nadie podía negar la existencia del cráneo de unicornio. A diferencia de la hipótesis, era una realidad indiscutible. De modo que algunos científicos estudiaron el cráneo durante un año y, al final, no tuvieron más remedio que admitir que el cráneo no era una falsificación y que pertenecía sin duda alguna a un animal con un solo cuerno. Finalmente, el comité de la Academia de las Ciencias dictaminó que era un simple cráneo de ciervo con una deformación sin consecuencias evolutivas y que no merecía la pena dedicarle más tiempo. Y lo devolvieron al profesor Béroff, a la Universidad de Leningrado. Y aquí terminó la historia.

»El profesor Béroff esperó a que cambiaran los tiempos y llegara un momento propicio para que reconocieran su investigación, pero, en 1941, con el inicio de la guerra contra Alemania, sus esperanzas se desvanecieron y murió en 1943 en medio de la desesperación más absoluta. El cráneo también desapareció durante el cerco de Leningrado. La universidad fue derruida hasta los cimientos por el fuego alemán y por el ruso, y no se sabe adonde fue a parar el cráneo. Así se perdió la única prueba que confirmaba la existencia de un unicornio.

—Entonces, ¿ya no queda nada?

—Aparte de las fotos, no.

—¿Fotos? —dije yo.

—Sí, fotografías del cráneo. El profesor Béroff sacó cerca de cien fotografías del cráneo. Algunas se salvaron de la destrucción de la guerra y ahora se conservan en el archivo de la Universidad de Leningrado. Mira, aquí tienes una.

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