El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (13 page)

Dejé de pensar en el cuerpo desnudo de la joven gorda, pagué la cuenta y salí del restaurante. Después me dirigí a la biblioteca del barrio y, detrás del mostrador de consultas, encontré a una joven delgada de pelo largo.

—¿Tienen algo sobre los cráneos de los mamíferos? —pregunté.

Ella estaba absorta en la lectura de un libro de bolsillo, pero alzó la cabeza y me miró.

—¿Cómo? —dijo.

—Algo... sobre los cráneos... de los mamíferos —repetí, separando bien cada cláusula.

—Cráneos de mamíferos —dijo ella como si cantara una canción. Pronunciado de aquella forma, sonaba como el título de un poema. Como cuando el poeta, antes de recitar un poema, anuncia el título a su audiencia. Me dije que, le consultaran lo que le consultasen, ella debía de repetirlo de la misma forma.

«Lahistoria-delteatro-deguiñol.»

«Introducción-alTaichi.»

Pensé que sería divertido que existiera realmente un poema con este título.

Ella reflexionó unos instantes, mordisqueándose el labio inferior, y dijo:

—Espere un momento. Voy a comprobarlo.

Se dio la vuelta y tecleó simplemente: «mamíferos». Aparecieron unos veinte títulos en la pantalla del ordenador. La muchacha borró dos terceras partes con el lápiz óptico. Tras guardar el resto en la memoria, tecleó concisamente: «cráneos». Salieron siete u ocho títulos más; ella borró sólo dos y puso los demás debajo de los que había guardado antes. También la biblioteca había cambiado. La época en que metían las fichas de préstamo en una funda de plástico situada en la contraportada del libro era ya un sueño. Cuando era pequeño, me encantaba mirar las fichas de préstamo con las fechas estampadas una junto a otra.

Mientras ella se valía del teclado con mano experta, yo contemplé su espalda delgada y su pelo largo. Me costaba decidir si podía resultarme simpática o no. Era hermosa, amable, parecía inteligente y recitaba los títulos de los libros como si fueran títulos de poemas. No había ninguna razón que me impidiese sentir simpatía hacia ella.

La muchacha pulsó el interruptor de la impresora, imprimió la lista que había en la pantalla del ordenador y me la entregó.

—Puede elegir entre estos nueve libros —me dijo.

Eran los siguientes:

  1. Mamíferos: introducción a su estudio

  2. Enciclopedia ilustrada de los mamíferos

  3. El esqueleto de los mamíferos

  4. Historia de los mamíferos

  5. Yo, un mamífero

  6. Anatomía de los mamíferos

  7. El cerebro de los mamíferos

  8. El esqueleto animal

  9. Los huesos hablan

Con mi carné podía pedir prestados tres libros. Elegí los números 2, 3 y 8.

Yo, un mamífero
y
Los huesos hablan
también parecían interesantes, pero no guardaban una relación directa con el problema que me ocupaba en esos instantes.

—Lo siento mucho, pero
Enciclopedia ilustrada de los mamíferos
es un libro de consulta y no está en préstamo —dijo rascándose la sien con el bolígrafo.

—Escucha —le dije—, es un asunto muy importante. Te lo devolveré sin falta mañana por la mañana. No te causaré ninguna molestia, ya lo verás. ¿Podrías prestármelo sólo por hoy?

—Es que los libros con ilustraciones y gráficos los consulta mucha gente, ¿sabes? Y si mis jefes se enteran de que te lo he dejado en préstamo, me echarían una bronca.

—Sólo por hoy. Nadie se dará cuenta.

Permaneció unos instantes dudando qué hacer. Mientras, se pasaba la punta de la lengua por detrás de los dientes de abajo. Tenía una lengua rosada, muy bonita.

—De acuerdo. Pero sólo por esta vez. Y tráelo mañana antes de las nueve y media de la mañana.

—Gracias —dije yo.

—De nada —dijo ella.

—Por cierto, querría hacer algo para agradecerte el favor. ¿Qué te gustaría?

—Aquí enfrente hay un Thirty One Ice Cream. ¿Podrías ir a comprarme un helado? Un cucurucho doble, con pistacho debajo y café con ron encima. ¿Te acordarás?

—Un cucurucho doble, con pistacho debajo y café con ron encima —verifiqué yo.

Salí de la biblioteca y me dirigí al Thirty One Ice Cream; ella fue hacia el fondo a buscarme los libros. Cuando regresé con el helado, todavía no había vuelto, de modo que me quedé ante el mostrador, con el helado en la mano izquierda, esperando pacientemente a que volviera. Unos ancianos que leían el periódico sentados en los bancos lanzaban miradas de extrañeza, alternativamente, hacia mi rostro y hacia el helado que sostenía en la mano. Por fortuna, el helado estaba muy duro y tardaba en fundirse. Sólo que, plantado allí con un helado que no me comía en la mano, me sentía incómodo, como si fuera una estatua de bronce abandonada.

Sobre el mostrador, descansaba de bruces, como un conejito dormido, el libro de bolsillo que ella leía cuando entré. Era el segundo volumen de
El viajero del tiempo,
la biografía de H.G. Wells. Al parecer, el libro no era de la biblioteca, sino suyo. Al lado había, uno junto a otro, tres lápices bien afilados. Y siete u ocho clips esparcidos. ¿Cómo es que había clips por todas partes? No conseguía entenderlo.

O, por una u otra razón, los clips habían invadido el mundo de repente, o era una simple casualidad y yo le concedía excesiva importancia. Con todo, era extraño, muy difícil de explicar. Fuera a donde fuese, había clips esparcidos de forma que yo pudiera verlos, como si formaran parte de un plan preconcebido. Me daba que pensar. Últimamente, había demasiadas cosas que me daban que pensar. El cráneo de animal, los clips. Tenía la sensación de que existía alguna conexión entre ellos, pero no se me ocurría qué clase de conexión podría haber entre un cráneo de animal y unos clips.

Poco después, la chica de pelo largo volvió con los tres tomos entre los brazos. Me entregó los libros, tomó, a cambio, el helado, se agachó detrás del mostrador para que no pudieran verla desde delante y empezó a comérselo. Vista desde arriba, su nuca, que se mostraba sin defensa, era muy hermosa.

—Muchas gracias —dijo ella.

—De nada. Por cierto, ¿para qué usas estos clips?

—¿Los clips? —repitió ella como si cantara—. Pues los utilizo para unir hojas de papel. Ya sabes para qué sirven, ¿no? Los hay por todas partes, todo el mundo los utiliza.

Tenía toda la razón. Le di las gracias, cogí los libros y salí de la biblioteca. Clips, los había por todas partes. Por mil yenes, podría adquirir los clips que gastaría a lo largo de toda mi vida. Me pasé por la papelería y compré mil yenes de clips. Y volví a casa.

Ya en casa, metí la comida en la nevera. Envolví bien la carne y el pescado en celofán, y congelé lo que tenía que congelar. También congelé el pan y el café en grano. El tofu lo introduje en un bol con agua. La cerveza la metí en el refrigerador, y puse delante las verduras menos frescas. Colgué en el armario la chaqueta de la tintorería, dejé el detergente en el estante de la cocina. Luego esparcí los clips junto al cráneo, encima del televisor.

Una extraña combinación.

Curiosa como la de una almohada de plumas y un helado o como un tintero y una lechuga. Salí a la galería y los contemplé de lejos, pero la impresión fue la misma. Aquellos objetos no tenían un solo punto en común. Sin embargo, no cabía duda de que, en algún lugar que yo no conocía —o que no recordaba—, debía de existir un puente secreto.

Me senté en la cama y me quedé largo tiempo con la vista clavada en el televisor. Pero no conseguí acordarme de nada. Simplemente, el tiempo fue transcurriendo deprisa. Una ambulancia y un coche con un altavoz haciendo propaganda de derechas pasaron por el barrio. Me entraron ganas de tomarme un whisky, pero me aguanté. Debía mantenerme sobrio, tenía que pensar. Poco después, volvió el coche de derechas. Quizá se hubiese perdido por mi barrio. En esa zona había muchas curvas y era fácil perderse.

Descorazonado, me levanté, me senté ante la mesa de la cocina y hojeé los libros que había traído de la biblioteca. Decidí buscar primero los mamíferos herbívoros de tamaño medio y, luego, ir mirando sus esqueletos, uno a uno. El número de herbívoros de tamaño medio era muy superior al que suponía. Sólo en la familia de los cérvidos ya había unos treinta.

Tomé el cráneo de encima del televisor, lo deposité sobre la mesa de la cocina y lo fui comparando con todas las ilustraciones del libro, una tras otra. Empleé una hora y veinte minutos en mirar noventa y tres cráneos distintos, pero ninguno se correspondía con el que tenía en la mesa. Me encontraba de nuevo en un callejón sin salida. Cerré los tres libros y los amontoné en una esquina de la mesa. No podía hacer nada.

Desalentado, me tumbé encima de la cama y empecé a ver la cinta de vídeo de
El hombre tranquilo,
de John Ford. Entonces sonó el timbre de la puerta. Al atisbar por la mirilla, vi a un hombre de mediana edad con el uniforme de la Compañía de Gas de Tokio. Sin quitar la cadena de seguridad, abrí la puerta y le pregunté qué quería.

—La revisión periódica de fugas de gas —dijo el hombre.

—Espera un momento —repuse.

Volví al dormitorio, me metí en el bolsillo la navaja que había dejado sobre la mesa y abrí la puerta. Hacía sólo un mes que habían venido a hacer la revisión periódica de la instalación del gas. Tampoco la actitud del hombre era natural.

A pesar de ello, fingí indiferencia y continué viendo
El hombre tranquilo.
El hombre inspeccionó primero el gas del cuarto de baño con un instrumento parecido a un aparato para medir la tensión arterial y después se dirigió a la cocina. El cráneo seguía sobre la mesa. Con el sonido del televisor alto, me dirigí de puntillas a la cocina y, tal como esperaba, me encontré al hombre introduciendo el cráneo en una bolsa negra de basura. Abrí la hoja de la navaja, entré precipitadamente en la cocina, me planté a sus espaldas, lo sujeté por detrás metiendo los brazos por debajo de sus axilas y, cruzándolos sobre su nuca, le puse la punta de la navaja en la nuca, justo bajo mi nariz. El hombre arrojó la bolsa de plástico a toda prisa sobre la mesa.

—No tenía intención de hacerlo —se justificó con voz temblorosa—. Simplemente, al verlo, de repente me han entrado ganas de quedármelo y lo he metido en una bolsa. Ha sido un impulso. ¡Perdóneme!

—No voy a perdonarte —dije yo. Jamás había oído que un empleado de la compañía del gas sintiera el impulso irrefrenable de quedarse unos huesos de animal que veía sobre la mesa de una cocina—, ¡O me dices la verdad o te rebano el cuello!

A mis oídos estas palabras sonaron completamente falsas, pero el hombre no pareció considerarlas así.

—¡Perdón! Se lo diré todo. ¡Perdóneme! —dijo—. La verdad es que me han ofrecido dinero por robarlo. Se me han acercado dos hombres por la calle, me han preguntado si quería hacer un trabajillo y me han dado cincuenta mil yenes. Me han dicho que, cuando se lo llevara, me pagarían cincuenta mil más. Yo no quería hacerlo, pero uno de los hombres era enorme y tenía toda la pinta de que, si me negaba, me las haría pasar moradas. No me ha quedado más remedio, créame. Me han obligado. ¡Por favor, no me mate! Tengo dos hijas que van al instituto.

—¿Las dos? —pregunté, escamado.

—Sí, una está en primero, y la otra en tercero —dijo el hombre.

—Hum... ¿Y a qué instituto van?

—La mayor al instituto municipal de Shimura, y la pequeña, al Futaba de Yotsuya —dijo el hombre.

La combinación era extraña, pero el hombre parecía sincero. Decidí creerle.

Por si acaso, manteniendo todavía la navaja en su nuca, le saqué la cartera del bolsillo trasero del pantalón y miré su contenido. Llevaba sesenta y siete mil yenes, cincuenta mil en billetes nuevos. Aparte del dinero, llevaba el carné de empleado de la Compañía del Gas de Tokio y fotografías en color de su familia. Las dos hijas aparecían luciendo sus mejores galas de Año Nuevo. Ninguna de las dos era especialmente guapa. Como ambas tenían la misma figura, no pude discernir cuál era la de Shimura y cuál la de Futaba. También tenía un abono de los ferrocarriles nacionales, de Sugamo hasta Shinanomachi. El hombre parecía inofensivo, de modo que bajé el cuchillo y me aparté de su lado.

—Puedes irte —dije, y le devolví la cartera.

—Muchas gracias —dijo—. Pero ¿qué me pasará ahora? He aceptado el dinero, pero no podré llevarles el objeto.

Le dije que tampoco yo sabía qué iba a sucederle. Los semióticos —porque seguro que eran ellos— actuaban de manera impredecible. Lo hacían adrede, para que nadie pudiera descifrar sus pautas de conducta. Tanto podían arrancarle los dos ojos con la punta de un cuchillo como entregarle cincuenta mil yenes más y darle las gracias. Imposible adivinarlo.

—¿Y dices que uno era muy grande? —quise saber.

—Sí, enorme. Y el otro era muy pequeño. De un metro cincuenta, más o menos. El pequeño iba muy bien vestido. Los dos parecían unos tipos de cuidado.

Le enseñé cómo podía salir por detrás a través del aparcamiento, que da a un callejón estrecho. Una vez allí, le sería fácil orientarse. Con un poco de suerte, lograría volver a casa sin encontrarse con aquellos dos tipos.

—¡Muchas gracias! —dijo el hombre como si acabara de salvarle la vida—. No le dirá nada a la empresa, ¿verdad?

Le dije que no. Lo hice salir, cerré la puerta con llave y eché la cadena. Después me senté en la silla de la cocina, dejé la navaja con la hoja plegada sobre la mesa y saqué la calavera de la bolsa de plástico. Como mínimo, había averiguado algo. Que los semióticos iban detrás de aquel cráneo. Lo que quería decir que, para ellos, la calavera tenía un gran valor.

En aquellos instantes, ellos y yo nos encontrábamos en una posición equivalente. Yo tenía el cráneo, pero no sabía por qué era importante. Ellos conocían su valor —o lo intuían—, pero no tenían el cráneo. Estábamos empatados. Respecto al siguiente paso que podía dar, tenía dos opciones. Una era ponerme en contacto con el Sistema, explicarles la situación y pedirles que me ofrecieran protección frente a los semióticos o que se llevaran el cráneo a alguna parte. La otra era contactar con la joven gorda y pedirle que me explicara qué valor tenía ese cráneo. Sin embargo, la idea de involucrar al Sistema en aquel tinglado no me entusiasmaba. Probablemente me someterían a fastidiosas investigaciones y preguntas. A mí no me van las grandes organizaciones. Carecen de flexibilidad, suponen una gran pérdida de tiempo y esfuerzo. Hay demasiados cretinos dentro.

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