El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (12 page)

Total, que había dormido alrededor de diez horas. Como el cuerpo me pedía más descanso y, además, no tenía nada que hacer en todo el día, me planteé echar otra cabezadita, pero al final cambié de opinión y decidí levantarme. El placer de despertarse junto a un sol nuevo, todavía por estrenar, no tiene precio. Me metí bajo la ducha, me lavé bien, me afeité. Después de hacer los veinte minutos de gimnasia acostumbrados, desayuné lo que encontré. El frigorífico estaba casi vacío, tenía que hacer acopio de provisiones. Me senté a la mesa de la cocina y, mientras tomaba un zumo de naranja, anoté a lápiz la lista de la compra. No me bastó con una hoja, necesité dos. De todas formas, como el supermercado todavía no estaba abierto, decidí que haría la compra cuando saliera a almorzar.

Arrojé dentro de la lavadora toda la ropa sucia que había en la cesta del cuarto de baño y, cuando estaba frotando mis zapatillas de tenis en el fregadero, me acordé de pronto del misterioso regalo del anciano. Dejé de lavar la zapatilla derecha, me sequé las manos con un trapo de cocina, volví al dormitorio y cogí la sombrerera. La caja seguía pareciéndome muy ligera en relación con su tamaño. Su ligereza producía una sensación desagradable. Era liviana en exceso. Me daba que pensar. Tal vez fuese una especie de intuición profesional; algo, no obstante, sin fundamento.

Recorrí la habitación con la mirada. Estaba extrañamente silenciosa. Parecía que hubieran eliminado el sonido, pero, cuando carraspeé para cerciorarme, se oyó un carraspeo normal. Abrí la hoja de mi navaja y probé a dar golpecitos en la mesa con la empuñadura: también esta vez se oyó el «toc-toc» habitual. Al parecer, cuando experimentas el fenómeno de la eliminación del sonido, durante un tiempo tiendes a sentir hacia el silencio una suspicacia mayor que la acostumbrada. Abrí la ventana de la galería. El ruido de los coches y los trinos de los pájaros penetraron en la habitación de un modo tranquilizador. ¡Qué evolución ni qué ocho cuartos! El mundo debe estar lleno de sonidos diferentes.

Después corté con la navaja multiusos, con sumo cuidado para no dañar su contenido, la cinta adhesiva. La parte superior de la caja estaba repleta de bolas de papel de periódico arrugado. Desplegué dos o tres hojas y las leí: eran noticias normales y corrientes de un
Mainichi Shimbun
de tres semanas atrás, de modo que fui a la cocina a buscar una bolsa de basura y, tras estrujar los papeles, los arrojé en su interior. En la caja habían embutido el papel de los periódicos de dos semanas enteras. Todos del
Mainichi Shimbun.
Una vez retirado todo el papel, debajo apareció un blando relleno de polietileno, o quizá de estireno espumoso, en trozos del tamaño del dedo de un niño. Fui sacándolo con ambas manos y arrojándolo a la bolsa de basura. No tenía la menor idea de qué había dentro de la sombrerera, pero lo cierto era que aquel regalo daba mucho trabajo. Cuando hube apartado aproximadamente la mitad de polietileno, o de estireno espumoso, topé con algo envuelto en papel de periódico. Ya estaba un poco harto del asunto, así que volví a la cocina, saqué una lata de Coca-Cola de la nevera, me la llevé a la habitación y me la bebí despacio, sentado sobre la cama. Luego, sin más, se me ocurrió cortarme las uñas con la navaja. Un pájaro con el pecho de color negro se acercó a la galería y empezó a picotear con voracidad las migas de pan que había esparcidas sobre la mesa, como de costumbre. Una mañana tranquila.

No tardé en recuperar los ánimos. Me dirigí a la mesa y extraje de la caja, con sumo cuidado, el objeto envuelto en papel de periódico. Estaba rodeado de varias vueltas de cinta adhesiva de un modo que recordaba una obra de arte contemporáneo. Por la forma, parecía una sandía, pero larga y estrecha, muy liviana. Dejé la caja y la navaja en el suelo y, sobre la amplia superficie de la mesa, fui desprendiendo con cuidado el papel y la cinta adhesiva. Apareció el cráneo de un animal.

«¡Diantres!», pensé. ¿Qué le había hecho suponer al viejo que me haría ilusión tener un cráneo? Porque, lo mirases como lo miraras, nadie en su sano juicio iba por ahí regalando calaveras.

La forma de la cabeza se parecía a la de un caballo, pero el tamaño era mucho menor. En todo caso, deduje basándome en mis conocimientos de biología, aquel cráneo debía de haber pertenecido a un mamífero no muy voluminoso, herbívoro, con pezuñas o cascos, y cabeza alargada y delgada. Pensé en algunos animales con esas características. El ciervo, la cabra, la oveja, la gacela, el reno, el asno... Posiblemente hubiera algunos más, pero no logré recordar los nombres de otros animales con esos rasgos.

De momento, decidí poner el cráneo sobre el televisor. No era una visión demasiado atractiva, cierto, pero no se me ocurría otro sitio mejor. Seguro que Ernest Hemingway lo habría puesto sobre la chimenea, junto con las cabezas de ciervo, pero en mi casa, como es lógico, no hay chimenea. Por no haber, no hay ni aparador. Ni siquiera un triste mueble zapatero. De modo que el único lugar donde podía poner el cráneo de aquel animal de filiación incierta era sobre el televisor.

Al arrojar a la basura el relleno que quedaba en la caja, descubrí en el fondo —envuelto, obviamente, en papel de periódico— un objeto largo y delgado. Al abrirlo, descubrí que eran las tenazas de acero inoxidable que el anciano utilizaba para golpear los cráneos. Las sostuve en la palma de la mano y me quedé observándolas unos instantes. A diferencia del cráneo, las tenazas eran muy pesadas y tan imponentes como la batuta de marfil que utilizaba Furtwangler para dirigir la Filarmónica de Berlín.

Sólo para ver qué pasaba, me planté, tenazas en mano, delante del televisor y di un golpecito en la frente del cráneo del animal. Se oyó un «aggh» parecido a la respiración nasal de un perro de gran tamaño. Yo esperaba un sonido más duro, la verdad, un «toe» o un «tac», y no negaré que me pareció un poco raro, pero eso no me daba ningún derecho a quejarme. Porque si haces de eso un problema y empiezas a buscarle los tres pies al gato, no acabas nunca. Total, por más que refunfuñes, el sonido no cambiará y, aunque lo hiciera, ¿cambiarían con ello las cosas?

Cuando me harté de contemplar el cráneo y de darle golpecitos, me aparté del televisor, me senté en la cama, me puse el teléfono sobre las rodillas y marqué el número de mi agente del Sistema para confirmar mi agenda. El agente contestó al teléfono y me dijo que tenía un trabajo para dentro de cuatro días y me preguntó si había algún inconveniente. Le dije que no. A fin de evitar posibles problemas en el futuro, se me pasó por la cabeza consultarle acerca de la legalidad del uso del
shuffling,
pero cambié de idea pensando que, si lo hacía, la cosa se alargaría demasiado. Los documentos eran oficiales y me habían remunerado debidamente. Además, el anciano me había dicho que no había contactado conmigo a través del agente para preservar el secreto. ¿Para qué complicar innecesariamente las cosas?

A eso tenemos que añadirle que yo no sentía una gran simpatía por el agente que me habían asignado. Era un hombre de unos treinta años, alto y delgado, el típico sujeto que cree saberlo todo. Con un individuo así, era preferible evitar, en lo posible, embrollar las cosas.

Tras concretar algunos aspectos prácticos de mi próximo trabajo, colgué, me senté en el sofá de la sala de estar, abrí una lata de cerveza y empecé a ver la cinta de vídeo de
Cayo Largo,
con Humphrey Bogart. Me encanta Lauren Bacall en esta película. También está bien en
El sueño eterno,
por supuesto, pero en
Cayo Largo
tiene algo especial que no le encuentro en otras películas. He visto
Cayo Largo
montones de veces para descubrir a qué diablos se debe, pero todavía no he hallado la respuesta. Quizá sea porque, en ella, Bacall simboliza la necesidad de simplificar la existencia humana. Pero no podría jurarlo.

Aunque trataba de mantener la mirada fija en la pantalla, los ojos se me iban automáticamente hacia el cráneo, que estaba sobre el televisor. De modo que, incapaz de concentrarme en la película tal como acostumbraba, en el instante en que llega el huracán detuve la cinta, dejé de ver la película y, mientras me terminaba la cerveza, me quedé mirando distraídamente la calavera de encima del televisor. Entonces me asaltó la sensación de que ya la había visto antes en alguna otra parte. Pero no lograba recordar nada más. Saqué una camiseta de un cajón, cubrí el cráneo con ella y seguí viendo
Cayo Largo.
De este modo conseguí por fin concentrar toda mi atención en Lauren Bacall.

A las once salí de mi apartamento, compré toda la comida que se me antojó en el supermercado de cerca de la estación y, luego, me pasé por la bodega para comprar vino tinto, agua mineral con gas y zumo de naranja. Recogí una chaqueta y dos sábanas en la tintorería, compré un bolígrafo, sobres y papel de carta en la papelería y, en la droguería, adquirí una piedra de afilar del grano más fino que encontré. Me pasé por la librería y compré dos revistas; entré en la ferretería y adquirí bombillas y cintas de casete; en la tienda de fotografía, compré un carrete de fotos para una Polaroid. De paso, me acerqué a la tienda de discos y me hice con varios discos. Gracias a ello, los asientos traseros de mi pequeño coche se llenaron de bolsas de la compra. Es posible que sea un comprador nato. En cada una de mis esporádicas salidas a la ciudad, acabo reuniendo una montaña de pequeños objetos, igual que una ardilla en noviembre.

El coche lo utilizo exclusivamente para las compras. Ha sido así desde el primer día: lo adquirí porque había comprado demasiadas cosas y no podía acarrearlas hasta casa. Con los brazos llenos de bolsas, entré en un local donde vendían coches de segunda mano que descubrí por casualidad y me encontré con que había todo tipo de vehículos. A mí los coches no me gustan y tampoco entiendo gran cosa, así que solté: «Uno cualquiera que no sea muy grande».

Mi interlocutor, un hombre de mediana edad, sacó un catálogo para que yo pudiera elegir el modelo, pero yo no tenía ningunas ganas de mirarlo, así que le expliqué que deseaba un coche para utilizarlo cuando fuera de compras. No pensaba correr con él por la autopista, ni llevar de paseo a ninguna chica, ni ir de viaje con la familia. No necesitaba un motor de gran potencia, ni aire acondicionado, ni radio, ni ventana en el techo, ni neumáticos de alto rendimiento. Le dije que quería un coche pequeño, de buena calidad, fiable, que maniobrara bien, que no despidiera mucho humo por el tubo de escape, que no fuera muy ruidoso y que se averiara poco. En cuanto al color, si lo tenían en azul marino, perfecto.

El vendedor me recomendó un pequeño coche amarillo de fabricación nacional. El color no era de mi agrado, pero, al probarlo, vi que el coche era fiable y que maniobraba bien. Me gustó su diseño sencillo y que no tuviera ningún accesorio superfluo; además, como se trataba de un modelo viejo, era barato.

—Un coche es básicamente eso —me dijo el vendedor—. Hablando con franqueza, la gente está loca.

Le dije que tenía toda la razón.

Así fue como adquirí un coche para las compras. Jamás lo utilizo para otra cosa.

Al terminar las compras, metí el coche en el aparcamiento de un restaurante que había por allí cerca, pedí una cerveza, ensalada de gambas y aros de cebolla fritos y me los fui comiendo solo, en silencio. Las gambas estaban demasiado frías; el rebozado de la cebolla, un poco hinchado. Sin embargo, cuando barrí el interior del local con la mirada, no vi a ningún cliente que llamara a la camarera y protestara o que estrellara su plato contra el suelo, de modo que decidí comérmelo todo sin chistar. Por la ventana del restaurante se veía la autopista. Por ella circulaban coches de diferentes colores y estilos. Mientras los contemplaba, pensé de nuevo en el excéntrico anciano y en su nieta rellenita. Por más simpatía que les tuviera, ellos vivían en un mundo insólito que superaba con creces mi comprensión. El absurdo ascensor, el enorme agujero al fondo del armario, los tinieblos, la eliminación del sonido: todo era de lo más singular. ¡Y, encima, me ofrecían un cráneo de animal como regalo de despedida!

Para matar el tiempo mientras me traían el café de sobremesa, rememoré, uno a uno, diferentes detalles de la joven rolliza: sus pendientes rectangulares, su traje chaqueta de color rosa, sus tacones, sus pantorrillas, su nuca gordezuela, sus facciones... Esa clase de cosas. Recordaba con relativa claridad cada una de las partes, pero la imagen global, la suma de todas ellas, resultaba extrañamente imprecisa. Quizá se debiera a que, en los últimos tiempos, no me había acostado con ninguna mujer rolliza. Y por eso era incapaz de evocar su figura. Hacía ya casi dos años que no me acostaba con ninguna gorda.

Sin embargo, tal como había dicho el anciano, por más que se las llame igual, existen en el mundo diferentes tipos de gordura. Una vez —creo que fue el año en que ocurrió el incidente del Ejército Rojo Japonés—, me acosté con una chica con unas caderas y unos muslos tan enormes que casi se los podría calificar de excepcionales. Ella trabajaba en un banco y, a fuerza de encontrarnos cara a cara, empezamos a intimar, fuimos a tomar una copa y, de pasada, nos acostamos. Fue entonces cuando descubrí que la parte inferior de su cuerpo era extraordinariamente voluminosa. Como ella siempre había permanecido sentada tras el mostrador, jamás hasta esa noche había alcanzado a ver la mitad inferior de su cuerpo.

—Eso es porque, cuando estudiaba, practicaba el ping-pong —me explicó ella, pero aquella relación causa-efecto no me convenció. Porque jamás había oído que el ping-pong produjese tal cosa.

Pero su gordura era muy atractiva. Al aplicar la oreja sobre su cadera, tenía la sensación de estar tendido en el campo una tarde de primavera. Sus muslos eran mullidos como una colcha bien aireada y, a partir de ellos, descendiendo en una suave curva, se llegaba a su sexo. Cuando alabé su gordura —si me gusta algo, enseguida me vienen palabras de alabanza a los labios—, ella se limitó a decir: «¿Ah, sí?», como si no me creyera.

Claro que también me he acostado con mujeres de obesidad uniforme. Con mujeres sólidas y macizas. La primera fue una profesora de órgano electrónico, y la última, una estilista autónoma.

Vamos, que la gordura también posee diferentes matices. Y es que, con cuantas más mujeres te acuestas, más tiendes a la doctrina científica. El goce del acto sexual en sí va decreciendo. El deseo, por supuesto, nada tiene que ver con la doctrina. Sin embargo, cuando el deseo sexual sigue los debidos canales, surge una catarata llamada acto sexual y, al final, se acaba llegando al fondo de la cascada que rebosa de cierto tipo de doctrina. Y, exactamente igual que con los perros de Pavlov, el deseo sexual genera un circuito consciente que te lleva directamente al fondo de la cascada. Pero esto, en definitiva, quizá se deba únicamente a que estoy cumpliendo años.

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