El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (14 page)

Contactar con la gordita tampoco era factible. No sabía el número de teléfono de su oficina. Cabía la posibilidad de ir directamente al edificio, pero en aquel momento era peligroso salir de casa y, además, era impensable que pudiera entrar, sin cita previa, en un edificio dotado de medidas de seguridad tan estrictas.

En conclusión, al final opté por no hacer nada.

Cogí las tenazas de acero inoxidable y le di otro golpecito en lo alto de la testa. Volvió a oírse el mismo «aggh» de antes. Era un sonido muy lúgubre, como si el animal, del que desconocía el nombre, estuviese vivo y gimiera. Tomé el cráneo en la mano y lo estudié con calma, preguntándome por qué produciría un sonido tan singular. Volví a golpearlo ligeramente con las tenazas. Se oyó el mismo «aggh».

Pero, al prestar atención, me pareció que el sonido salía de un solo punto del cráneo.

Lo golpeé repetidas veces hasta que logré hallar el lugar exacto. El «aggh» salía por un orificio de unos dos centímetros de diámetro que tenía en la frente. Pasé con suavidad las yemas de los dedos por el interior del orificio. El tacto era más rugoso que el que acostumbran a tener los huesos. Era como si le hubiesen arrancado violentamente algo. Algo... que podía ser un cuerno.

¿Un cuerno?

Si se trataba de un cuerno, entonces lo que yo tenía en la palma de la mano era el cráneo de un unicornio.

Hojeé otra vez la
Enciclopedia ilustrada de los mamíferos
buscando alguno que tuviera un cuerno en la frente. Pero, por más que busqué, no encontré ninguno. Sólo el rinoceronte cumplía, mal que bien, este requisito, pero, a juzgar por el tamaño y la forma del cráneo, era imposible que fuera de este animal.

Sin saber qué camino tomar, saqué hielo de la nevera y me tomé un Old Crow con hielo. Empezaba a anochecer y bien podía permitirme un whisky. También me comí una lata de espárragos. Me encantan los espárragos blancos. Cuando me terminé la lata, me preparé un emparedado de ostras ahumadas con pan de molde y me lo comí. Después me tomé un segundo whisky.

Arbitrariamente, decidí que el antiguo dueño de aquel cráneo debía de haber sido un unicornio. Porque, de no ser así, me encontraba en un punto muerto.

Estaba en poder de un cráneo de unicornio.

«¡Vaya por Dios!», me dije. «¿Por qué no dejan de pasarme cosas raras? ¿Qué he hecho yo? Soy un calculador independiente, un tipo práctico y realista. No soy ni ambicioso ni interesado. No tengo familia, amigos ni novia. Ahorro cuanto puedo para aprender violonchelo o griego cuando me jubile y pasar una vejez tranquila. ¿Por qué diablos me encuentro metido en historias estrambóticas de unicornios o de eliminación del ruido?»

Cuando me terminé el segundo whisky con hielo, fui al dormitorio, busqué en el listín telefónico, llamé a la biblioteca y dije:

—La encargada de consultas, por favor.

Diez segundos después se ponía la chica del pelo largo.


Enciclopedia ilustrada de los mamíferos
—dije.

—Gracias por el helado —repuso ella.

—De nada —dije yo—. Por cierto, ¿podría pedirte otro favor?

—¿Un favor? —preguntó—. Depende...

—Querría que me buscaras algo sobre unicornios.

—¿Sobre unicornios? —repitió.

—¿No puede ser?

Siguió un largo silencio. Supuse que debía de estar mordisqueándose el labio inferior.

—¿Y qué tendría que buscarte exactamente?

—Todo —le dije.

—Mira, son ya las cuatro y cincuenta y cinco minutos, y antes de la hora de cierre hay mucho trabajo. Ahora no puedo. ¿Por qué no vienes mañana cuando abramos? Podrás buscar todo lo que quieras sobre unicornios y tricornios.

—Es que me corre mucha prisa. Es muy importante.

—Hum... Importante, ¿hasta qué punto?

—Tiene que ver con la evolución —dije.

—¿La evolución? —repitió.

Un poco sorprendida sí parecía. Debía de preguntarse si estaba ante un auténtico loco o ante una persona cuerda con visos de estar loca. Rogué por que se decidiera por la segunda opción. En este caso, quizá sintiera cierto interés humano hacia mí. Por unos instantes se extendió un silencio parecido a un péndulo mudo.

—Supongo que te refieres a la evolución que tuvo lugar a lo largo de millones de años, ¿no? Pues, no sé, pero diría que no es tan urgente. Creo que un día podrá esperar, ¿no te parece?

—Hay evoluciones que tardan millones de años y otras que no tardan más de tres horas. Mira, no es algo que pueda explicarte por teléfono. Es muy complicado. Pero necesito que me creas. Es un asunto de importancia capital. Tiene que ver con una nueva evolución del hombre.

—¿Como
2001: Una odisea en el espacio?

—Exacto —dije. Esa película la había visto varias veces en vídeo.

—Oye, ¿sabes lo que pienso de ti?

—Pues supongo que todavía no tienes claro si soy un loco inofensivo o un loco peligroso. Esta es la impresión que me da.

—Sí, más o menos —dijo ella.

—Ya sé que no soy el más indicado para decirlo, pero no soy mala persona —dije—, Y tampoco estoy loco. Algo terco y obstinado sí soy. Y un poco creído, también. Pero no estoy loco. Hasta ahora, por más inquina que me hayan tenido, jamás me han llamado loco.

—Hum... La verdad es que tu discurso suena coherente. No pareces mala persona, es verdad, y además me has comprado un helado. Está bien. Podemos quedar a las seis y media en una cafetería que está cerca de la biblioteca. Entonces te pasaré los libros. ¿De acuerdo?

—Verás, no es tan fácil. Resulta un poco difícil de explicar, pero hoy no puedo salir de casa. Lo siento muchísimo.

—Es decir —dijo y empezó a golpearse los incisivos con la punta de las uñas, o al menos, por el ruido, eso parecía—, que me estás pidiendo que te lleve los libros a casa. ¿Es eso? La verdad, no acabo de entenderlo.

—Hablando con franqueza, sí —dije—. Pero te lo pido como un favor, por supuesto.

—¿Apelando a mis buenos sentimientos?

—Exacto —dije—. Tengo mis razones.

Se produjo un largo silencio. Sin embargo, gracias a la melodía de
Annie Laurie
que anunciaba el cierre de la biblioteca, supe que no se debía a la eliminación del sonido. La joven había enmudecido. Nada más.

—En los cinco años que trabajo en la biblioteca, jamás me he topado con un caradura como tú —dijo ella—. Nunca me habían pedido que les llevara los libros a casa. Y, además, ¡el primer día! ¿No eres un poco sinvergüenza?

—La verdad es que sí. Pero ahora no tengo alternativa. Estoy en un callejón sin salida. No me queda más remedio que apelar a tus buenos sentimientos.

—¡Lo que me faltaba! —exclamó—. En fin... ¿Me indicas cómo llegar a tu casa?

Se lo indiqué con mucho gusto.

8
EL FIN DEL MUNDO
El Coronel

—No creo que exista la menor posibilidad de que puedas recuperar tu sombra —me dijo el coronel, tomándose el café a sorbitos.

Como la mayoría de personas acostumbradas durante largos años a dar órdenes a los demás, el coronel hablaba con la espalda bien recta y el mentón proyectado hacia delante. Sin embargo, en su actitud no había altanería o prepotencia alguna. De su larga vida castrense había conservado una postura erguida, una vida regular y una ingente cantidad de recuerdos. Para mí, era el vecino ideal. Amable, tranquilo y buen jugador de ajedrez.

—El guardián tiene razón —dijo el anciano coronel—. Tanto en el aspecto teórico como en el práctico, las probabilidades de que puedas recuperar tu sombra son nulas. Mientras estés en esta ciudad, no puedes tenerla, y tú ya no podrás salir jamás de aquí. Esta ciudad es lo que en el ejército se llama una ratonera. Se puede entrar, pero no salir. Al menos, mientras esté rodeada por la muralla.

—Yo no sabía que iba a perder mi sombra para siempre —dije—. Pensé que era algo provisional. Nadie me lo explicó.

—En esta ciudad nadie te explicará nunca nada —dijo el coronel—. La ciudad sigue su propio ritmo. No le importa quién sabe qué o quién no sabe qué. Pero sí: es una verdadera lástima.

—¿Y qué será de la sombra a partir de ahora?

—No le pasará nada. Se va a quedar allí y ya está. Hasta que muera. ¿Has vuelto a verla después?

—No. Lo he intentado varias veces, pero el guardián no me lo ha permitido. Dice que es por razones de seguridad.

—¡Ah! Entonces, no hay nada que hacer —dijo el anciano sacudiendo la cabeza—. La custodia de la sombra corresponde al guardián, en él recae toda la responsabilidad. Nada puedo hacer yo. Ese hombre tiene muy mal genio y es muy rudo, casi nunca hace caso de lo que le dicen. La única solución es tener paciencia y esperar a que le cambie el humor.

—Eso haré —dije—. Pero no entiendo qué diablos le preocupa tanto.

Cuando acabó de tomarse el café, el coronel dejó la tacita sobre el plato, se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió las comisuras de los labios. Al igual que el resto de su ropa, el pañuelo era viejo, y estaba muy usado, pero limpio y bien cuidado.

—Le preocupa que tú y tu sombra volváis a uniros. Porque, entonces, tendría que volver a empezar desde el principio.

Tras pronunciar estas palabras, volvió a concentrarse en el tablero de ajedrez. Este juego tenía unas piezas y unos movimientos un poco distintos al ajedrez que yo conocía, por lo que, generalmente, ganaba el anciano.

—El mono se come al prior, ¿de acuerdo?

—Adelante —dije. Y moví la torre para cortar la retirada del mono.

Tras asentir varias veces, el anciano volvió a quedarse con los ojos clavados en el tablero. Los lances del juego auguraban una victoria casi segura del anciano coronel, pero éste, en vez de atacar sin darme tregua, movía las piezas con tiento, tras considerar reflexivamente cada uno de los pasos que daba. Para él, el juego consistía más en poner a prueba su propia capacidad que en vencer al adversario.

—Separarte de tu sombra y dejarla morir es muy duro —dijo el anciano y, con un hábil movimiento en diagonal del caballero, bloqueó el espacio entre el rey y la torre. De este modo, mi rey quedó totalmente desprotegido. Tres jugadas más y me daría jaque mate—. Todos hemos tenido que pasar por ahí. Yo también. Si te despojan de tu sombra antes de que la hayas conocido, cuando todavía eres un niño que apenas se entera de nada, aún es soportable. Pero cuando ocurre a edades más avanzadas, duele más. A mí se me murió a los sesenta y cinco años. Y, a esta edad, ¡tienes tantos recuerdos!

—¿Cuánto tiempo puede vivir una sombra después de que la hayan separado de su cuerpo?

—Depende de la sombra —dijo—. Hay sombras llenas de ánimo y otras que no lo tienen. Pero en esta ciudad no sobreviven mucho tiempo. Esta tierra no les sienta bien. Aquí el invierno es largo y crudo. Ninguna sombra alcanza a ver dos primaveras.

Permanecí unos instantes con la mirada fija en el tablero, pero finalmente me di por vencido.

—En cinco jugadas se puede ganar cualquier partida —aseguró el coronel—. Merece la pena intentarlo, ¿no crees? En cinco jugadas cabe la posibilidad de que el adversario cometa un error. Hasta el final, nunca se puede cantar victoria.

—Voy a intentarlo —dije.

Mientras yo pensaba, el anciano se acercó a la ventana, entreabrió con los dedos las gruesas cortinas y a través de la rendija contempló el paisaje.

—Ahora estás atravesando el momento más duro. Pasa como cuando se te cae un diente de leche, hasta que te sale el nuevo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—¿Cuando te arrancan la sombra y todavía no ha muerto?

—Exacto —asintió el anciano—. Yo aún lo recuerdo. Eres incapaz de mantener bien el equilibrio
entre las cosas del pasado y las que pertenecen al futuro.
Por eso vacilas. Pero en cuanto te salga el diente nuevo, te olvidarás del otro.

—¿Cuando pierda mi corazón, quiere decir?

El anciano no respondió a eso.

—Perdone que le haga tantas preguntas —me disculpé—. Apenas sé nada de esta ciudad y muchas cosas me desconciertan. Cómo funciona la ciudad, por qué la rodea una muralla tan alta, por qué cada día salen y entran las bestias, qué son los viejos sueños: no sé nada. Y usted es la única persona a quien puedo preguntárselo.

—No creas que yo conozco las razones de todo —dijo el anciano con calma—. Además, hay cosas que no pueden explicarse con palabras y otras que no tengo por qué explicarte. Pero no temas. La ciudad, en cierto sentido, es justa. A partir de ahora te irá mostrando, una a una, las cosas que necesites, las cosas que debas saber. Y tú tendrás que ir entendiéndolas por ti mismo, una tras otra, conforme te vayan llegando. ¿Comprendes? Esta ciudad es perfecta. Y perfección significa tenerlo todo. Pero si tú no eres capaz de asimilar de manera provechosa las cosas que te sucedan, te encontrarás con que no hay nada. Un vacío perfecto. Recuerda bien lo que voy a decirte: lo que puedan enseñarte los demás acaba en sí mismo, lo que aprendes por tu propia cuenta forma parte de ti. Y te será de gran ayuda. Abre los ojos, aguza el oído, haz trabajar la cabeza, descifra el significado de las cosas que te muestra la ciudad. Ya que tienes corazón, sírvete de él mientras puedas. Es lo único que puedo enseñarte.

Si el barrio obrero donde vivía ella era una zona que había visto desaparecer el fulgor de antaño en las tinieblas, el barrio de residencias oficiales que se extendía en la parte sudoeste de la ciudad era una zona que iba perdiendo el color, sin pausa, envuelta en una luz seca. La gracia que le había aportado la primavera se había diluido durante el verano, y el viento que soplaba en otoño había acabado de erosionarla. Sobre la suave y extensa ladera de la llamada Colina del Oeste se sucedían blancas residencias oficiales de dos plantas. En su origen, aquellos edificios habían sido concebidos para albergar cada uno a tres familias, y el único espacio comunitario que tenían era el amplio vestíbulo situado en su parte central. Los remates de madera de cedro de la fachada, los marcos de las ventanas, los porches estrechos, los antepechos de las ventanas: todo estaba pintado de blanco. Hasta donde alcanzaba la vista, todo era blanco. La ladera de la Colina del Oeste mostraba todos los matices del blanco. Un blanco recién pintado, tan brillante que parecía artificial; un blanco que amarilleaba tras permanecer largo tiempo expuesto al sol; un blanco al que la lluvia y el viento parecía que le hubieran arrebatado la esencia y hubiese quedado reducido a nada, a pura inexistencia: todos esos matices del blanco se sucedían hasta el infinito a lo largo de los caminos de grava que cruzaban la colina. Las casas no tenían cercas. A los pies de los estrechos porches sólo había largos parterres de un metro de anchura. Los parterres estaban muy bien cuidados y, en primavera, en ellos florecían el azafrán, los pensamientos y las caléndulas, y, en otoño, los cosmos. Por contraste con las flores, los edificios parecían aún más ruinosos.

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