El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (15 page)

Antiguamente, debía de haber sido un barrio elegante. Al pasear por la colina, encontraba, aquí y allá, vestigios de un refinamiento pasado. Sin duda en aquellas calles habían jugado los niños, habían sonado acordes de piano, habían flotado los olores de cenas recién cocinadas. Yo, como si atravesara varias puertas transparentes, podía sentir en mi piel todos estos recuerdos.

Tal como indicaba su nombre, Residencia Oficial, el barrio había estado habitado antaño por funcionarios del gobierno. Ni de alto ni de bajo rango, personas que ocupaban puestos de categoría intermedia. Y, en aquel lugar, todos habían intentado llevar adelante sus modestas vidas.

Pero ahora ya no quedaba ni rastro de ellos. ¿Adonde habían ido? Lo ignoraba.

Después habían llegado los militares retirados. Habían perdido sus sombras y vivían día tras día, como mudas de insectos adheridas a los muros soleados, en la Colina del Oeste barrida por los fuertes vientos. Poco les quedaba por proteger o defender. En cada edificio vivían de seis a nueve viejos soldados.

El guardián me había asignado un cuarto en una de las viviendas de la Residencia Oficial. En el mismo edificio vivían un coronel, dos comandantes, dos tenientes y un sargento. El sargento se encargaba de la comida y de los pequeños quehaceres de la casa, y el coronel emitía juicios. Igual que en el ejército. Los ancianos eran, todos ellos, seres solitarios que —eternamente ocupados en los preparativos de la guerra, en combates, en retiradas, en revoluciones y contrarrevoluciones— habían perdido la oportunidad de formar una familia.

Por la mañana se levantaban temprano, desayunaban deprisa, por la fuerza de la costumbre, y luego emprendían su trabajo sin que nadie se lo hubiese ordenado. Unos raspaban con la espátula la pintura vieja de las paredes, otros arrancaban los hierbajos del jardín delantero, otros reparaban los muebles y otros arrastrando un carrito, bajaban al pie de la colina a buscar las raciones de comida. Cuando acababan su sesión de trabajo matutino, los ancianos se reunían en un rincón soleado y hablaban de sus recuerdos.

Me habían asignado una habitación del primer piso orientada al este. Una pequeña elevación me obstruía la vista y el paisaje que se divisaba desde mi ventana no era bonito, pero, en un extremo, se veía el río y la torre del reloj. El cuarto parecía llevar largo tiempo deshabitado, el yeso de las paredes tenía manchas oscuras por todas partes y una blanca capa de polvo se acumulaba en el quicio de la ventana. Había una cama vieja, una mesa pequeña y dos sillas. En la ventana colgaban gruesas cortinas que olían a moho. La madera del suelo estaba en mal estado y chirriaba a cada paso que daba.

Por las mañanas, mi vecino, el coronel, venía a mi cuarto y desayunábamos juntos; por las tardes, corríamos las cortinas y manteníamos la habitación a oscuras.

—Eso de correr las cortinas y encerrarse en una habitación a oscuras, en días soleados como hoy, debe de ser muy duro para un joven, ¿verdad? —dijo el coronel.

—Pues sí.

—Para mí es de agradecer haber encontrado a alguien para jugar al ajedrez. A los tipos de aquí el juego no les interesa demasiado. Siempre soy el único que quiere jugar.

—¿Por qué abandonó usted su sombra?

El anciano estaba contemplando sus dedos bañados por la luz del sol que penetraba por la rendija de la cortina, pero se apartó enseguida de la ventana y tomó asiento de nuevo frente a mí.

—Supongo que fue porque llevaba mucho tiempo defendiendo esta ciudad. Y debí de tener la sensación de que, si dejaba la ciudad y me iba a otra parte, mi vida perdería su sentido. Claro que ahora esto carece ya de importancia.

—¿Se ha arrepentido alguna vez de haberla abandonado?

—No, nunca —dijo el anciano negando varias veces con la cabeza—. Nunca me he arrepentido. No es algo de lo que tenga que arrepentirme.

Le maté el mono con la torre y, de esta forma, abrí espacio para que pudiera moverse mi rey.

—Buena jugada —dijo el anciano—. Con la torre puedes proteger los cuernos y, además, liberas el rey. Pero, ¿te das cuenta?, al mismo tiempo mi caballero gana en movilidad.

Mientras el anciano pensaba con calma la jugada, calenté agua y preparé otro café.

Me dije que en el futuro pasaría muchas tardes como aquélla. En esa ciudad rodeada por la alta muralla, tenía muy pocas opciones.

9
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Apetito. Conmoción. Leningrado

Mientras la esperaba, preparé una cena sencilla. Machaqué
umeboshi
[2]
en el mortero e hice una salsa para aliñar la ensalada; preparé una fritura de sardinas,
aburaage
[3]
y ñame, y un cocido de carne de ternera con apio. No me salió nada mal. Como me sobraba tiempo, mientras me tomaba una cerveza preparé jengibre cocido aliñado con salsa de soja y judías con salsa de sésamo. Luego me tumbé en la cama y puse un viejo disco de
Conciertos para piano y orquesta
de Mozart, interpretados por Robert Casadesus. Creo que la música de Mozart suena mejor en las grabaciones antiguas. Aunque tal vez sea sólo un prejuicio.

Eran más de las siete y, al otro lado de la ventana, ya era noche cerrada, pero ella seguía sin aparecer. Al final, acabé escuchando enteros los conciertos para piano número 23 y 24. Tal vez hubiera cambiado de opinión y hubiese decidido no venir. De ser así, lo cierto era que no podría reprochárselo. Lo miraras como lo mirases, lo más normal era que no se presentase.

Sin embargo, mientras buscaba otro disco, resignado ya a la idea de que no viniera, sonó el timbre. Al atisbar por la mirilla, vi a la joven encargada de las consultas de la biblioteca en el pasillo con unos libros en los brazos. Todavía con la cadena puesta, abrí la puerta y le pregunté si había alguien más en el pasillo.

—No, nadie —contestó.

Quité la cadena y la invité a pasar. En cuanto hubo entrado, cerré enseguida la puerta y eché la cadena.

—¡Qué bien huele! —dijo ella olfateando el aire—, ¿Puedo echar un vistazo a la cocina?

—Adelante. Pero ¿estás segura de que no había nadie sospechoso en el portal? ¿Hacían obras en la calle? ¿Has visto a alguien dentro de un coche en el aparcamiento?

—No había nadie —dijo ella, y dejó de golpe los libros sobre la mesa de la cocina y empezó a destapar las cazuelas que estaban sobre los fogones—. ¿Lo has cocinado todo tú?

—Sí. Si tienes hambre, te invito. Pero no es nada del otro mundo.

—¡Qué dices! Me encantan estos platos.

Serví la comida en la mesa y me quedé contemplando, lleno de admiración, cómo devoraba un plato tras otro. Valía la pena cocinar para alguien que tuviera tan buen apetito. Me preparé un Old Crow con hielo en un vaso grande, pasé
atsuage
[4]
por la sartén, a fuego vivo, le eché jengibre por encima y empecé a comérmelo junto con el whisky. Ella comía a dos carrillos. La invité a beber algo, pero rehusó.

—¿Me dejas probar ese
atsuage?
—pidió.

Empujé hacia ella la mitad que me quedaba y yo me tomé el whisky a palo seco.

—Si te apetece, tengo arroz y
umebosbi.
También puedo prepararte un
misoshiru
[5]
.

—¡Ah! ¡Sería genial! —dijo ella.

En un instante, hice caldo con bonito seco, le preparé un
misoshiru
con
wakame
[6]
y cebolleta tierna, y se lo serví junto con arroz y
umebosbi.
Se lo zampó en un abrir y cerrar de ojos. Cuando hubo dado buena cuenta de todo, y sobre la mesa sólo quedaban los huesos de las
umebosbi,
lanzó un suspiro de satisfacción.

—¡Estaba buenísimo! —exclamó.

Era la primera vez que veía a una chica tan atractiva y esbelta como ella devorando con tal voracidad. Pero, en fin, según como lo mires, un apetito tan exacerbado también puede considerarse digno de admiración. Incluso después de que hubiese acabado de comer, continué observándola con una mirada vaga, mezcla de admiración y estupor.

—Dime, ¿siempre comes tanto? —me decidí a preguntar.

—Sí. Más o menos —dijo ella sin darle la menor importancia.

—Pero no engordas.

—Tengo dilatación gástrica —dijo ella—. Por eso como tanto y no engordo.

—Hum... Pues debes de gastar un dineral en comida, ¿no?

Lo cierto era que incluso se me había zampado lo que tenía para almorzar al día siguiente.

—Una barbaridad —dijo—. Cuando como fuera, tengo que ir a dos sitios. Primero me tomo algo ligero:
ramen
[7]
o unas
gyôza
[8]
. Es una especie de calentamiento, ¿sabes? Y, luego, como de verdad. Imagínate. La mayor parte del sueldo se me va en comida.

Volví a ofrecerle una copa. Me dijo que le apetecía una cerveza. Saqué una del refrigerador y, por si acaso, saqué dos buenos puñados de salchichas pequeñas de Frankfurt y las pasé por la sartén. No daba crédito a lo que veía, pero mientras yo picoteaba sólo dos, ella ya había devorado el resto. Su apetito era tan impetuoso como una ametralladora pesada abatiendo un granero. Ante mis ojos se habían esfumado las provisiones que había comprado para toda la semana. Con aquellas salchichas tenía previsto preparar un delicioso
Sauerkraut.

Le serví una ensalada de patatas precocinada a la que le había añadido
wakame
y atún, y ella la devoró en un santiamén junto con una segunda cerveza.

—¿Sabes? Me siento muy feliz —dijo.

yo, sin haber comido apenas, iba por el tercer whisky con hielo. Mirando, fascinado, cómo comía ella, se me había ido el apetito.

—Si te apetece postre, tengo pastel de chocolate —le ofrecí.

Y se lo comió, por supuesto. Sólo con mirarla a ella, empecé a sentir cómo la comida me subía a la garganta y pugnaba por salir. A mí me gusta cocinar, pero como más bien poco.

Quizá no logré tener una erección por eso. Porque estaba obsesionado con el estómago. Desde los Juegos Olímpicos de Tokio,
[9]
era la primera vez que tenía problemas de erección. Hasta aquel día había tenido siempre una confianza casi ilimitada en esta capacidad física y, por lo tanto, sufrí una conmoción considerable.

—No te preocupes. Tranquilo. No tiene ninguna importancia —me dijo ella. La chica del pelo largo y la dilatación gástrica, la responsable de las consultas de la biblioteca.

Después del postre, habíamos escuchado dos o tres discos tomando whisky y cerveza y luego nos habíamos escurrido entre las sábanas. Me había acostado con muchas chicas hasta entonces, pero era la primera vez que lo hacía con una bibliotecaria. También era la primera vez que me resultaba tan fácil tener relaciones sexuales con una chica. Quizá fuera porque la había invitado a cenar. Pero, en resumidas cuentas, como ya he dicho, mi pene no consiguió una erección. Me daba la sensación de que tenía la barriga hinchada como la de un delfín y no logré insuflar fuerzas a mi bajo vientre.

Ella pegó su cuerpo desnudo a mi costado y me pasó el dedo anular unas cuantas veces, unos diez centímetros arriba y abajo, por el centro de mi pecho.

—Eso le puede suceder a cualquiera. No le des más importancia de la que tiene.

Sin embargo, cuanto más intentaba consolarme ella, más se abatía sobre mí, con toda su crudeza, la evidencia de que no había sido capaz de tener una erección. Me acordé de que había leído alguna vez que el pene era más estético fláccido que en erección, pero eso tampoco era un gran consuelo.

—¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con una chica? —me preguntó.

Destapé la caja de los recuerdos y rebusqué, con cierto nerviosismo, en su interior.

—Hace unas dos semanas, creo —dije.

—¿Y entonces funcionó?

—Por supuesto —aseguré. Al parecer, empezaba a ser normal que me interrogaran a diario sobre mis costumbres sexuales. Claro que tal vez lo hiciera todo el mundo en los últimos tiempos.

—¿Y con quién?

—Con una prostituta. La llamé por teléfono.

—Y al acostarte con una mujer así, ¿no tuviste tal vez..., no sé, algún sentimiento de culpabilidad?

—No era una mujer —la corregí—. Era una chica, una chica de veinte o veintiún años. Y no, no me sentí especialmente culpable. Fue algo muy natural, sin complicaciones. Además, tampoco era la primera vez que me acostaba con una prostituta.

—Y después, ¿te has masturbado alguna vez?

—No —dije. Después había estado tan ocupado que, hasta hoy, no había tenido tiempo de ir a buscar siquiera mi chaqueta favorita a la tintorería. No había tenido ni un momento para masturbarme.

Cuando se lo dije, ella asintió, convencida.

—Claro. Es por eso, seguro —dijo.

—¿Porque no me he masturbado?

—¡Por supuesto que no, tonto! —exclamó—. Es por culpa del trabajo. Dices que has estado muy ocupado, ¿no?

—Por ejemplo, anteayer no pude dormir en veintiséis horas.

—¿Y en qué trabajas?

—En informática —respondí. Cuando me preguntaban por mi trabajo, yo respondía invariablemente que era informático. En líneas generales, eso no dejaba de ser cierto, y como la gente no solía dominar la materia, no iba más allá y dejaba de preguntar.

—Seguro que al haber estado sometido a una intensa actividad cerebral durante mucho tiempo, has acumulado un estrés impresionante y eso te ha afectado de forma temporal. Sucede con frecuencia, ¿sabes?

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