El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (33 page)

—Hum... —musité. No estaba nada mal. A raíz de aquel incidente, mi vida como calculador se hallaba en una situación muy delicada, y la idea de llevar una existencia tranquila en el extranjero no carecía de atractivo. Con todo, no estaba seguro de poder convertirme en un número uno. Y, normalmente, los que destacan en algo han tenido siempre la firme convicción de que algún día descollarían en eso. No veía claro que alguien que dudara de ser capaz de convertirse en un número uno acabara siéndolo por avatares del destino.

Estaba absorto en estas reflexiones cuando se abrieron las puertas del ascensor. Ella salió, y yo fui tras ella. Igual que el primer día en que la vi, avanzó a paso rápido por el pasillo haciendo resonar sus altos tacones sobre el pavimento, y yo la seguí. Ante mis ojos se contoneaba su trasero bien formado, y sus pendientes de oro despedían destellos.

—Suponiendo que fuera así —proseguí, dirigiéndome a su espalda—, tú me ofrecerías un montón de cosas, pero yo no podría darte nada a cambio. Y eso me parece muy antinatural e injusto.

Ella aminoró el paso, se puso a mi lado y caminamos juntos.

—¿De verdad piensas eso?

—Sí —dije—. Me parece antinatural y, además, injusto.

—Seguro que tú también tienes algo que ofrecerme a mí.

—¿Por ejemplo? —quise saber.

—Por ejemplo, tu coraza emocional. Me muero de ganas de conocerla. Saber cómo está hecha, cómo funciona. En fin, esas cosas. Hasta ahora, jamás había visto nada parecido. Me interesa muchísimo.

—Exageras —dije—. Todo el mundo se esconde, en mayor o menor medida, tras una coraza. Personas como yo encontrarás a docenas.

Lo que pasa es que tienes poco contacto con el mundo y por lo tanto te cuesta comprender el corazón vulgar de una persona vulgar. Eso es todo.

—Tú no sabes nada de nada, ¿verdad? —insistió la joven gorda—, ¿Y qué me dices de la capacidad de ejecutar un
shuffling?
¿La tienes o no?

—Sí, claro. Pero, en el fondo, no es más que un sistema que me han implantado como instrumento de trabajo. He adquirido esta capacidad a través de una operación quirúrgica y de un entrenamiento. La mayoría de las personas, si hicieran lo mismo, serían capaces de ejecutar el
shuffling.
No es muy distinto a saber utilizar el ábaco o tocar el piano.

—¡No es cierto! —replicó—. Eso es lo que al principio creyeron todos. Que cualquiera..., bueno, en realidad sólo quienes superaban una serie de pruebas..., que cualquiera debidamente preparado sería capaz, igual que tú, de ejecutar un
shuffling.
Mi abuelo también lo creía. En consecuencia, un total de veintiséis personas fuisteis operadas, realizasteis las mismas prácticas y adquiristeis la capacidad de ejecutar un
shuffling.
Hasta aquí, todo funcionó a la perfección. Los problemas empezaron después.

—Nunca había oído hablar de ello —dije—. Tenía entendido que todo había salido según lo previsto.

—Pura propaganda. La verdad fue muy distinta. De las veintiséis personas a las que os implantaron el sistema
shuffling,
veinticinco murieron entre un año y un año y medio después de finalizar las prácticas. Tú eres el único superviviente. Sólo tú has sobrevivido más de tres años y continúas ejecutando el
shuffling
sin ningún problema. ¿Todavía crees que eres una persona vulgar? En estos momentos te has convertido en el personaje central.

Con las manos hundidas en los bolsillos, seguí avanzando en silencio por el pasillo. La situación desbordaba mis facultades y se iba expandiendo, más y más. Y no tenía la menor idea de hasta dónde podía llegar.

—¿Y por qué murieron los demás? —inquirí.

—No lo sé. La causa de su muerte no está clara. Al parecer, surgió algún problema en el funcionamiento del cerebro y murieron de resultas de ello. Pero se ignora cómo se produjo.

—¿Y no hay ninguna hipótesis?

—Sí. Mi abuelo decía que las personas normales no pueden soportar la irradiación del núcleo de la conciencia, de modo que las células cerebrales crean una especie de anticuerpos, pero la reacción es demasiado violenta y los conduce a la muerte. De hecho, era bastante más complicado, pero, en resumen, podemos decir que ocurrió eso.

—¿Y cómo es que sobreviví yo?

—Posiblemente porque tú ya contabas con esos anticuerpos de forma natural. Es algo parecido a la coraza emocional de la que te hablaba antes. Por una razón u otra, tu cerebro poseía ya esos anticuerpos. Por eso has sobrevivido. Mi abuelo intentó crear una coraza artificial para proteger el cerebro, pero resultó demasiado débil.

—Y esta protección de la que hablas, ¿vendría a ser algo parecido a la corteza de un melón?

—Expresado de una manera sencilla, sí.

—Entonces —dije—, mis anticuerpos, o mi protección, mis defensas, o el melón, como quieras llamarlo, ¿es un rasgo congénito o algo que he adquirido después?

—Posiblemente sea, en parte, congénito y, en parte, adquirido. Pero, a partir de ahí, mi abuelo dejó de explicarme cosas. Decía que saber demasiado me acarrearía muchos peligros. Sólo puedo decirte que, según unos cálculos basados en la hipótesis de mi abuelo, sólo hay una persona, entre un millón o millón y medio de individuos, provista como tú de esos anticuerpos naturales. Además, hoy en día, la única manera de saberlo es implantando el sistema
shuffling.

—Entonces, si la hipótesis de tu abuelo es correcta, tuvieron una chiripa tremenda de que estuviera yo entre aquellas veintiséis personas, ¿no crees?

—Por eso tienes tanto valor como muestra y, además, es muy probable que seas la llave que abra la puerta.

—Y tu abuelo, ¿qué diablos pretendía hacer conmigo? ¿Y qué significan los datos que me hizo procesar por el
shuffling,
y el cráneo del unicornio?

—Si yo lo supiera, podría ayudarte ahora mismo —dijo la joven.

—A mí y al mundo —dije yo.

La oficina estaba patas arriba. El desorden no era tan espantoso como el de mi casa, pero casi. Había todo tipo de documentos desparramados por la moqueta, la mesa estaba volcada, la caja de caudales forzada, habían extraído los cajones del armario y los habían tirado por el suelo, el sofá cama estaba hecho trizas y las
mudas
de ropa del profesor y de la joven, que habían estado guardadas dentro de la taquilla, amontonadas de cualquier manera en el sofá. Toda la ropa de la joven era de color rosa. Una magnífica gradación de tonos rosa que iba del rosa pálido al rosa subido.

—¡Qué horror! —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Deben de haber subido desde el subterráneo.

—¿Crees que han sido los tinieblos?

—En absoluto. Ellos no subirían hasta aquí, y aun suponiendo que lo hicieran, quedaría su olor.

—¿Su olor?

—Sí, un olor muy desagradable, como a pescado, o a lodo. Esto no es obra de los tinieblos. Yo diría que han sido los mismos que destrozaron tu piso. Han actuado de un modo parecido.

—Quizá —dije. Barrí la habitación con la mirada. Delante de la mesa volcada, se había desparramado el contenido de una caja de clips que brillaban a la luz del fluorescente. Como no era la primera vez que me intrigaban esos clips, mientras fingía inspeccionar el suelo cogí un puñado y me lo metí en el bolsillo del pantalón—. ¿Guardabais aquí algo valioso?

—No. Sólo cosas sin importancia: libros de cuentas, facturas, documentos de la investigación poco valiosos... No pasa nada si lo han robado.

—Y el dispositivo para ahuyentar a los tinieblos, ¿está dañado?

De una montaña de pequeños objetos esparcidos ante la taquilla, entre los que había linternas, un radiocasete, un despertador, unos cúters y un bote de pastillas para la tos, ella cogió un aparatito parecido a un audímetro y lo encendió y apagó varias veces.

—¡Perfecto! Aún funciona. Seguro que han pensado que era un aparato sin importancia. Además, como es una máquina muy simple, no se rompe con facilidad —dijo.

Luego, la joven gordita se dirigió a un rincón del cuarto, se agachó, alzó la tapa de una toma de corriente y, tras apretar un botón, se levantó y presionó suavemente en la pared con la palma de la mano. Se abrió una sección de la pared del tamaño de un listín telefónico y, en su interior, apareció una especie de caja de caudales.

—¿Qué te parece? Es difícil de encontrar, ¿eh? —se jactó. Marcó una combinación de cuatro números y la puerta de la caja se abrió—. ¿Te importaría sacar todo lo que hay dentro y ponerlo sobre la mesa?

Devolví la mesa a su posición original, lo que reavivó el dolor de la herida, y alineé encima el contenido de la caja de caudales. Había un fajo de cartillas de ahorro de unos cinco centímetros de grosor atadas con una banda elástica, acciones de Bolsa y certificados, dos o tres millones de yenes en efectivo, algo muy pesado metido en una bolsa de tela, una agenda de piel negra, un sobre marrón. Ella abrió el sobre y dejó sobre la mesa lo que había en su interior: un viejo reloj Omega y un anillo de oro. El reloj estaba todo él ennegrecido, y su cristal, muy resquebrajado.

—Es un recuerdo de mi padre —dijo—. El anillo es de mi madre. Todo lo demás se quemó.

Asentí, y ella devolvió el reloj y el anillo al sobre, y se metió un puñado de billetes en el bolsillo del traje.

—Había olvidado por completo que aquí había dinero —dijo ella. Después abrió la bolsa de tela, sacó un objeto envuelto en una camisa vieja, lo desenvolvió y me lo mostró. Era una pequeña pistola automática. Aunque estaba gastada por el uso, era evidente que no era un arma de juguete, sino una pistola de verdad con balas de verdad. No podía jurarlo, porque no entiendo mucho de armas, pero habría dicho que se trataba de una Browning o una Beretta. La había visto en el cine. También había un cargador y una caja de balas de repuesto.

—¿Eres buen tirador? —me preguntó.

—¡Qué dices! —dije sorprendido—. En mi vida he sostenido una en mis manos.

—Yo soy muy buena. Llevo un montón de años practicando. Cuando voy a nuestro chalé de Hokkaidô, hago prácticas de tiro en la montaña y puedo darle a un objeto del tamaño de una postal a diez metros de distancia. Es genial, ¿verdad?

—Sí, genial —dije—. Pero ¿dónde has conseguido una cosa así?

—Tú eres tonto de remate, ¿no? —se asombró—. Con dinero puedes conseguir cualquier cosa. ¿No lo sabías? Pero, en fin, como tú no sabes disparar, será mejor que la pistola la lleve yo. ¿Te parece bien?

—Adelante. Pero ten cuidado. No vaya a ser que, en la oscuridad, te confundas y me des a mí. Otra herida más y dudo que pueda tenerme en pie.

—No, no, tranquilo. No te preocupes. Soy una persona muy precavida —dijo y se metió la automática en el bolsillo derecho del traje chaqueta. Era curioso, pero esos bolsillos, por más objetos que embutiera en ellos, no parecían hinchados, ni siquiera se habían deformado. Quizá estuvieran dotados de algún mecanismo especial. O, simplemente, quizá se debiera a que el traje era de buena hechura.

A continuación abrió la agenda de piel negra por la mitad y permaneció largo tiempo mirándola a la luz de la lámpara con expresión seria. Yo también eché una ojeada a la página, pero estaba llena de cifras que parecían códigos y de letras ininteligibles: nada que yo pudiera interpretar.

—Es la agenda de mi abuelo —explicó—. Está escrita en un lenguaje cifrado que sólo él y yo conocemos. Aquí apunta sus planes o lo que le ha ocurrido durante el día. Mi abuelo me decía que, si le sucedía algo, acudiera a su agenda. Espera, espera un momento. El día 29 de septiembre tú terminaste de hacer el lavado de cerebro de los datos, ¿verdad?

—Sí —dije yo.

—Pues aquí pone
Posiblemente sea el primer paso. Y acabaste el
shuffling
la noche del 30 o la mañana del 1 de octubre, ¿me equivoco?

—No, no te equivocas.

—Aquí hay un
. Segundo paso. Y después, ¿a ver?... Sí, al mediodía del día 2 de octubre, aparece un
y pone: «programa desactivado».

Other books

This Love's Not for Sale by Ella Dominguez
My Stepbrothers Rock: Headliner by Stephanie Brother
Never a City So Real by Alex Kotlowitz
My Name Is Asher Lev by Chaim Potok
An Almost Perfect Moment by Binnie Kirshenbaum
The Patrol by Ryan Flavelle