Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
Había leído
Rudin
por última vez cuando estudiaba en la universidad, y de eso hacía ya quince años. ¡Quince años! Al releerlo en esas circunstancias, con el vendaje rodeando mi cintura, me di cuenta de que Rudin, el protagonista, me inspiraba mayor simpatía que antes. Las personas no pueden corregir sus defectos. Las tendencias del ser humano se consolidan antes de los veinticinco años, aproximadamente, y después, por más esfuerzos que uno haga, no puede cambiar, en lo esencial, su naturaleza. El problema radica en cómo reacciona el mundo exterior ante las tendencias de uno. Supongo que el whisky debía de ayudar, pero me identifiqué con Rudin. Los personajes de las novelas de Dostoievski raramente despiertan mi simpatía, pero los de Turguéniev la conquistan de inmediato. Incluso he llegado a identificarme con el protagonista de la serie
Distrito 87.
Quizá se deba a que soy una persona con muchos defectos. Y los que tenemos muchos defectos tendemos a identificarnos con los que tienen tantos defectos como nosotros. A menudo cuesta identificar como tales los defectos de los personajes de Dostoievski, de modo que soy incapaz de sentir una total simpatía hacia éstos. En el caso de los personajes de Tolstoi, los defectos son tan desmesurados y trascendentales que se tornan estáticos.
Al acabar de leer
Rudin,
arrojé el libro de bolsillo sobre el estante y volví a rebuscar entre los residuos del fregadero. Descubrí un dedo de líquido en una botella de Jack Daniels Black Label, lo vertí en un vaso, regresé a la cama y, esta vez, me enfrasqué en la lectura de
Rojo y negro,
de Stendhal. A mí me gustan mucho las novelas pasadas de moda. ¿Cuántos jóvenes deben de leer hoy en día
Rojo y negro?
De todos modos, en aquel momento, al leer la novela, me compadecí de Julien Sorel. Lo que me movió a compasión fue que sus defectos ya estuviesen consolidados antes de los quince años. Porque el hecho de que una persona tenga ya determinados antes de los quince años todos los factores que condicionarán su vida, por más objetivamente que uno lo considere, inspira lástima. Es como si se hubiese encerrado a sí mismo en una cárcel de hierro. Como si, confinado en este mundo cercado por una muralla, se dirigiese, paso tras paso, hacia el abismo.
Algo me había conmovido.
La muralla.
Ese mundo estaba rodeado por una muralla.
Cerré el libro y, mientras dejaba deslizar el último trago de Jack Daniels por mi garganta, reflexioné unos instantes sobre ese mundo rodeado de murallas. Podía imaginar con relativa facilidad la muralla y la puerta. La muralla era muy alta y la puerta muy grande. Reinaba un silencio sepulcral. Y yo estaba allí. Pero mi conciencia era muy vaga y no distinguía con claridad el paisaje de mi alrededor. Podía ver nítidamente la ciudad en su conjunto, sólo las imágenes que me rodeaban eran tremendamente vagas y confusas. Y, desde el otro lado de aquel velo opaco, alguien me llamaba.
Parecía la escena de una película, y me pregunté si en alguna de las películas históricas que había visto saldrían imágenes similares. Sin embargo, ni en
El Cid,
ni en
Ben-Hur,
ni en
Los diez mandamientos,
ni en
La túnica sagrada,
ni en
Espartaco
había visto imágenes como aquéllas. Lo que significaba que debían de ser un caprichoso fruto de mi imaginación. «Seguro que la muralla simboliza las limitaciones de mi vida», pensé. «Y que el silencio es una secuela de la eliminación del sonido. El hecho de que los alrededores estén velados se debe a que mi imaginación se enfrenta en estos momentos a una crisis vital decisiva. Y quizá la voz sea la de la joven de rosa que me está llamando.»Tras aquel análisis simplista de mi desvarío momentáneo, volví a abrir el libro. Pero me fue imposible concentrarme en la lectura. «Mi vida no es nada», pensé. «Cero. Nada. ¿Qué he construido yo hasta ahora? Nada. ¿He hecho feliz a alguien? A nadie. ¿Tengo algo? Nada. No tengo ni familia, ni amigos, ni puerta. Ni siquiera tengo erecciones. Hasta puede que acabe perdiendo mi trabajo.»Incluso el objetivo ulterior de mi vida, el idílico mundo del violonchelo y del griego, corría ahora un grave peligro. Si perdía el trabajo a raíz de aquello, la holgura económica que habría de permitirme realizar mis sueños se iría al traste. Además, si me viera obligado a ir hasta el fin del mundo huyendo del Sistema, no tendría tiempo para aprender los verbos irregulares griegos.
Cerré los ojos, lancé un suspiro tan profundo como un pozo inca y volví a enfrascarme en la lectura de
Rojo y negro.
Lo perdido, perdido estaba. Por más que me rompiera la cabeza, no habría vuelta atrás.
Comprobé con sorpresa que ya había anochecido y que me envolvían unas tinieblas turguénievo-stendhalianas. Tendido en la cama, la herida no me dolía tanto. De vez en cuando, un dolor vago y sordo como el redoble de un tambor se extendía desde la herida hasta los costados, pero, una vez pasado el ramalazo, casi podía olvidarme de ella. El reloj señalaba las siete y veinte minutos, pero yo seguía sin tener apetito. No había probado bocado desde aquel emparedado insustancial que, junto a la leche, me había echado al estómago a las cinco y media de la mañana, y la ensalada de patatas que había comido después en la cocina, pero sólo con pensar en la comida se me revolvía el estómago. Estaba cansado, falto de sueño, me habían herido en el vientre y en mi piso reinaba un caos tan grande como si lo hubiese volado un cuerpo de zapadores enanos. No era extraño que no tuviera apetito.
Unos años atrás, había leído una novela de ciencia ficción ambientada en un futuro próximo en la que el mundo, lleno a rebosar de objetos de desecho, se encaminaba hacia su destrucción: el cuadro que ofrecía mi casa era idéntico. Por el suelo había esparcidos residuos de todas clases. Desde mi traje de tres piezas rasgado hasta el aparato de vídeo y el televisor rotos, y también las botellas hechas añicos, y el brazo de la lámpara quebrado, y los discos pisoteados, y la salsa de tomate descongelada, y los cables de los altavoces arrancados... La mayor parte de las camisas y de la ropa interior que cubrían por entero el suelo del dormitorio estaban pisoteadas y manchadas de tinta y de granos de uva aplastados, con lo cual habían quedado inservibles. El plato con un racimo de uva que había dejado tres días atrás, a medio comer, sobre la mesilla de noche había acabado por el suelo y pisoteado. Las obras completas de Joseph Conrad y Thomas Hardy estaban empapadas de agua sucia del jarrón. Y los gladiolos, derramados sobre la pechera de mi jersey de cachemir color beige pálido como una ofrenda floral a un fallecido en combate. En las mangas del jersey se extendía una mancha de tinta Pelikan color azul real del tamaño de una pelota de golf.
Todo se había convertido en basura.
En una montaña de basura inútil que no iría a ninguna parte. Los microorganismos mueren y se convierten en petróleo; los grandes árboles caen y se convierten en carbón. Pero todo aquello era auténtica basura, inservible, sin destino alguno. ¿Adónde podría ir a parar un aparato de vídeo roto?
Fui a la cocina, una vez más, y rebusqué entre los cascotes del fregadero. Pero, por desgracia, ya no quedaba ni una gota más de whisky. El whisky ya no acabaría dentro de mi estómago, sino que, deslizándose por las cañerías, había descendido, cual Orfeo, a la nada del subsuelo, al reino de los tinieblos.
Mientras rebuscaba en el fregadero, me corté el dedo corazón de la mano derecha con un fragmento de botella. Permanecí unos instantes contemplando cómo la sangre manaba de la herida de la yema del dedo y goteaba sobre una etiqueta de whisky. Cuando te han causado una herida grande, las pequeñas te parecen una nadería. Nadie había muerto desangrado como consecuencia de una herida en un dedo.
Dejé que la sangre manara libremente hasta que tiñó de rojo toda la etiqueta de la botella de Four Roses, pero después, viendo que no paraba, opté por limpiarme la sangre con un pañuelo de papel y ponerme una tirita.
Por el suelo de la cocina, como cartuchos vacíos después de un tiroteo, corrían siete u ocho latas de cerveza. Al recogerlas, las noté tibias, pero prefería eso que nada. Con una lata en cada mano, volví a la cama y continué leyendo
Rojo y negro
entre pequeños sorbos de cerveza. Pretendía que el alcohol eliminara la tensión de aquellos últimos tres días y poder sumirme así en un sueño profundo. Aunque al día siguiente me aguardaran un sinfín de penalidades —cosa que, sin duda, ocurriría—, de momento quería dormir a pierna suelta durante el tiempo que tardaba la Tierra en girar sobre sí misma igual que lo hacía Michael Jackson. Porque los problemas renovados tenía que recibirlos con renovada desesperación.
Antes de las nueve, el sueño me venció. El descanso llegó incluso a mi humilde piso arrasado como la cara oculta de la luna. Arrojé al suelo
Rojo y negro,
del que llevaba leídas tres cuartas partes, apagué mi lamparilla, que se había librado de la masacre, me puse de costado, me hice un ovillo y me dormí. Yo era un pequeño embrión en mi cuarto destrozado. Hasta que llegara el momento, nadie podría estorbar mi sueño. Yo era un príncipe de la desesperación envuelto en el manto de los sinsabores. Y permanecería sumido en un profundo sueño hasta que un sapo del tamaño de un Volkswagen Golf se acercara a darme un beso.
Pese a mis expectativas, mi sueño no se prolongó más de dos horas. A las once de la noche apareció la joven gorda del traje de color rosa y me sacudió el hombro. Por lo visto, mi sueño se cotizaba muy barato en aquella subasta. Todo el mundo desfilaba por mi casa y daba un puntapié a mi sueño, como si quisiera comprobar el estado de los neumáticos de un coche de segunda mano. No tenían ningún derecho a hacerlo. Tal vez fuera viejo, pero no era ningún automóvil de ocasión.
—¡Déjame en paz! —exclamé.
—Escúchame, por favor. Levántate. ¡Por favor! —dijo la muchacha.
—¡Déjame en paz! —repetí.
—No es hora de dormir —dijo la muchacha y me golpeó con el puño en el costado. Un dolor tan violento como si acabaran de abrir la puerta del infierno recorrió todo mi cuerpo—. ¡Por favor! —insistió ella—. El mundo está llegando a su fin.
Al abrir los ojos, me encontré en la cama. El olor me resultaba familiar. Aquélla era mi cama. Y aquél, mi cuarto. Pero me dio la sensación de que todas las cosas eran un poco distintas. Como si aquella escena se reprodujera a partir de mis recuerdos. Incluso las manchas del techo y del yeso de las paredes: todo.
Al otro lado de la ventana llovía. Una lluvia invernal, nítida como el hielo, bañaba la tierra. Oí cómo la lluvia golpeaba el tejado. Pero era incapaz de calcular la distancia. Tan pronto me daba la sensación de que el tejado estaba junto a mi oído como me parecía que se encontraba a más de un kilómetro.
En la habitación, al lado de la ventana, distinguí la silueta del coronel. El anciano había colocado una silla junto al alféizar y, sentado con la espalda tan erguida como de costumbre, inmóvil, contemplaba la lluvia. ¿Por qué miraría la lluvia con tanto interés? No lo entendía. La lluvia era sólo lluvia. Golpeaba el tejado, empapaba la tierra y desembocaba en los ríos. Solamente eso.
Intenté alzar el brazo y tocarme la cara con la palma de la mano, pero no lo conseguí. Todo era terriblemente pesado. Intenté llamar al anciano, pero de mi boca no brotó sonido alguno. No lograba empujar hacia arriba la masa de aire que llenaba mis pulmones. Mi cuerpo, paralizado por completo, había dejado de funcionar. Únicamente era capaz de mantener los ojos abiertos y de mirar la ventana, la lluvia y al anciano. No conseguía recordar por qué mi cuerpo había quedado reducido a aquel estado. Al tratar de pensar, la cabeza me dolió tanto como si estuviera a punto de romperse.
—Es invierno —dijo el anciano. Y golpeó el cristal de la ventana con la punta del dedo—. Ha llegado el invierno. Ahora comprenderás por qué lo tememos tanto.
Hice un pequeño gesto de asentimiento.
Sí... La muralla de invierno me había destrozado. Y yo... había atravesado el bosque y había llegado a la biblioteca. De pronto, recordé el tacto del cabello de la joven en mi mejilla.
—Te trajo a casa la chica de la biblioteca. La ayudó el guardián. Tenías una fiebre altísima. Sudabas a mares. Tanto como para llenar un cubo. Eso fue anteayer.
—Anteayer...
—Sí. Has dormido dos días seguidos. Creí que no despertarías jamás. Fuiste al bosque, ¿verdad?
—Lo siento —dije.
El anciano cogió la olla que se estaba calentando sobre la estufa y vertió el contenido en un plato. Luego me ayudó a incorporarme y me recostó en el cabezal de la cama. La madera rechinó con un crujido de huesos.
—Primero tómate esto —dijo el anciano—. Lo de pensar y disculparte déjalo para más adelante. ¿Tienes hambre?
Le dije que no. Ni siquiera me apetecía respirar.
—Pero esto tienes que tomártelo. Con tres cucharadas es suficiente. Tómate tres y no hará falta que te lo acabes. ¡Ánimo! Tres cucharadas y ya está. ¿Podrás?
Asentí.
La sopa de hierbas medicinales era tan amarga que daba náuseas, pero conseguí tragar tres cucharadas. Al terminar, sentí que las fuerzas abandonaban mi cuerpo.
—Es suficiente con esa cantidad —dijo el anciano y dejó la cuchara dentro del plato—. Es un poco amarga, pero esa sopa eliminará los malos humores de tu cuerpo. Ahora duerme un poco y, al despertar, te encontrarás mucho mejor. Duérmete tranquilo. Cuando te despiertes, me encontrarás aquí.