El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (32 page)

—Unas zapatillas de color rosa y unas botas de goma también de color rosa —dijo ella.

—¿Te gusta el rosa?

—Le gusta a mi abuelo. Dice que la ropa de color rosa me favorece mucho.

—Te sienta muy bien el i je yo. No mentía. Le sentaba estupendamente. Cuando las mujeres gordas se visten de rosa suelen ofrecer una imagen algo imprecisa, como si fueran enormes pasteles de fresa, pero en ella, por la razón que fuese, aquel color parecía nítido y discreto.

—A tu abuelo le gustan las chicas gordas, ¿verdad? —pregunté para asegurarme.

—Sí, claro —dijo la joven de rosa—. Por eso siempre voy con cuidado para engordar. Con la comida y demás. En cuanto me descuido, adelgazo rápidamente, así que intento atiborrarme de mantequilla y de crema.

—Hum...

Abrí el armario empotrado, saqué una mochila y, tras asegurarme de que no estaba rajada, metí en su interior chaquetas para dos, una linterna, una brújula, guantes, una toalla, un cuchillo de grandes dimensiones, un encendedor, una cuerda, combustible sólido. Después fui a la cocina y, de entre los alimentos esparcidos por el suelo, cogí dos panecillos y latas de conserva de carne, melocotón, salchichas y pomelo, y lo metí todo en la mochila. También llené a rebosar la cantimplora de agua. A continuación, me embutí en los bolsillos del pantalón todo el dinero que tenía en casa.

—Parece que vayamos de excursión —dijo la joven.

—Sí, igualito.

Antes de salir, eché una mirada circular a la estancia. Ofrecía una imagen similar a la de un punto de recogida de trastos viejos. En la vida siempre sucede lo mismo. Para construir algo se requiere mucho tiempo, pero basta un instante para destruirlo todo. Dentro de aquellas tres pequeñas habitaciones había llevado una vida algo cansada, cierto, pero también satisfactoria. Y todo se había esfumado, como la neblina matinal, en el tiempo que se tarda en abrir dos latas de cerveza. Mi trabajo, mi whisky, mi paz, mi soledad, mi colección de obras de Somerset Maugham y de películas de John Ford: todo se había convertido en un montón de basura sin sentido.

«... del esplendor en la hierba y de la gloria de las flores...», recité para mis adentros. Alargué la mano, bajé la palanca del conmutador y corté la electricidad de toda la casa.

La herida del vientre me dolía demasiado para analizar los hechos en profundidad y, además, estaba exhausto, así que opté por no pensar en absoluto. Mejor no pensar en nada que pensar a medias. Así que monté majestuosamente en el ascensor, bajé al aparcamiento, abrí la puerta del coche y arrojé la mochila sobre el asiento trasero. Por mí, si había algún espía, que nos descubriera, y si le apetecía seguirnos, pues que lo hiciese. En esos momentos ya había dejado de importarme. En primer lugar, ¿de quién tenía que protegerme? ¿De los semióticos? ¿Del Sistema? ¿O de aquel par de la navaja? Torearlos a los tres, en la situación en la que me encontraba, era impensable. Con la herida horizontal de seis centímetros en el vientre, muerto de sueño y acompañado de la joven gorda, bastante tenía con enfrentarme a los tinieblos en la oscuridad del subsuelo. Los demás, que hicieran lo que les viniese en gana.

Como no me apetecía conducir, le pregunté a la joven si sabía. Me respondió que no.

—Lo siento. Si fuera un caballo, no habría problema —dijo.

—Vale. Quizá tengamos que montar a caballo la próxima vez.

Tras comprobar que el depósito de gasolina estaba casi lleno, salimos del aparcamiento. Atravesé la tortuosa zona residencial y tomé por una calle ancha. A pesar de ser medianoche, las calles estaban llenas de coches. La mitad eran taxis, y el resto, camiones o coches particulares. No entendía cómo tanta gente sentía la necesidad de dar vueltas por la ciudad en plena noche. ¿Por qué, al terminar el trabajo a las seis de la tarde, no volvían todos a casa, se metían en la cama antes de las diez, apagaban la luz y se dormían?

Pero, a fin de cuentas, aquél era su problema. Yo podía pensar como me viniese en gana y el mundo seguiría expandiéndose según sus propios principios. Pensara lo que pensase, los árabes seguirían extrayendo petróleo y, con este petróleo, la gente produciría electricidad y gasolina y seguiría corriendo en la madrugada por las calles en pos de sus deseos. Y lo que tenía que hacer yo era dejarme de historias y resolver mis propios problemas.

Mientras esperaba ante el semáforo, con ambas manos posadas sobre el volante, di un gran bostezo.

Delante de mi coche se había detenido un camión de gran tamaño cargado de balas de papel hasta el techo de la caja. Y, a mi derecha, había una pareja joven montada en un Skyline blanco modelo Sport. Imposible decir si iban a divertirse o si regresaban a casa, pero las caras de ambos traslucían aburrimiento. La mujer, con la muñeca izquierda adornada con dos brazaletes de plata asomando por la ventanilla, me dirigió una ojeada. No parecía sentir por mí un interés especial. Sólo había mirado mi rostro porque no tenía otra cosa mejor que mirar. Un letrero de Denny's, una señal de tráfico o mi rostro: igual le daba una cosa que otra. También eché una ojeada a su cara. Era guapa, pero su rostro era de esos que encuentras en cualquier parte. En un culebrón de la tele, por ejemplo, haría de amiga de la protagonista y, mientras estuvieran tomando un té en la cafetería, le preguntaría: «¿Qué te pasa? Últimamente no pareces muy animada». Saldría una sola vez en la pantalla y, tan pronto como desapareciera, ni recordarías qué cara tenía.

Cuando el semáforo cambió a verde, mientras el camión de delante tardaba en arrancar, el Skyline blanco desapareció de mi campo visual con un llamativo estruendo del tubo de escape y de música de Duran Duran.

—Presta atención a los coches de detrás —le pedí a la joven—. Y si ves alguno que nos siga todo el rato, avísame.

Asintió y se volvió hacia atrás.

—¿Crees que nos persigue alguien?

—No lo sé —contesté—. Pero no está de más vigilar. ¿Te basta una hamburguesa para comer? Es lo más rápido.

—Cualquier cosa me va bien.

Detuve el coche en la primera hamburguesería
drive through
que encontré. Se acercó una chica con un vestido rojo y corto, puso una bandeja en ambas ventanillas y tomó nota del pedido.

—Una hamburguesa doble con queso, patatas fritas y un cacao caliente —dijo la joven gorda.

—Una hamburguesa normal y una cerveza —pedí yo.

—Lo siento, señor, pero no tenemos cerveza —dijo la camarera.

—Entonces, una Coca-Cola —dije. ¿A quién se le ocurría pedir cerveza en un
drive through?

Mientras esperábamos a que nos trajeran la comida, vigilamos si entraba algún coche detrás de nosotros, pero no apareció ninguno. Claro que, si nos seguían, lo más probable era que no entrasen en el mismo aparcamiento. Nos aguardarían en algún lugar desde donde pudieran vernos bien. Bajé la guardia y empecé a zamparme de forma maquinal la hamburguesa junto con unas patatas fritas que me habían traído además de la Coca-Cola y unas hojas de lechuga del tamaño de un ticket de autopista. La joven gorda mordisqueaba con deleite, tomándose su tiempo, la hamburguesa con queso, cogía las patatas con las puntas de los dedos y sorbía el cacao.

—¿Quieres más patatas fritas? —me preguntó.

—No, gracias.

Cuando se acabó todo lo que tenía en el plato, se tomó hasta el último sorbo de cacao y, luego, se lamió el ketchup y la mostaza que tenía adheridos a los dedos y se limpió los dedos y la boca con una servilleta. Era evidente que la comida le había parecido deliciosa.

—Volviendo a lo de tu abuelo —dije—, creo que es mejor que pasemos primero por el laboratorio subterráneo.

—Tienes razón. Tal vez allá encontremos algún indicio.

—¿Cómo pasaremos cerca de la guarida de los tinieblos? Dijiste que el dispositivo para ahuyentarlos estaba estropeado, ¿verdad?

—No te preocupes por eso. También tenemos un pequeño dispositivo suplementario para emergencias. No es muy potente, pero si lo llevamos encima, impedirá que se nos acerquen los tinieblos.

—¡Ah! Entonces, no hay problema —dije con alivio.

—Bueno, no es tan simple. Ese mecanismo portátil funciona con batería y sólo disponemos de unos treinta minutos. Después, se apaga y tienes que cargar la batería.

—Hum... ¿Y cuánto tarda en cargarse?

—Quince minutos. Podríamos caminar durante treinta minutos y luego tendríamos que descansar quince. No tiene mucha capacidad. Es así porque en este tiempo puedes ir de sobra de la oficina al laboratorio, ¿sabes?

Resignado, me callé. Mejor aquello que nada, y dado que era lo único que teníamos, había que aguantarse. Tras salir del aparcamiento, me detuve en un supermercado abierto que vi a medio camino y compré dos latas de cerveza y una botella de whisky de bolsillo. Un poco más adelante, paré el coche, me bebí las dos cervezas y una cuarta parte de la botella de whisky. Me sentí un poco mejor. Cerré la botella de whisky y se la pasé a la chica para que la guardara en la mochila.

—¿Por qué bebes tanto? —me preguntó.

—Quizá porque tengo miedo —dije.

—Yo también tengo miedo y no bebo.

—Tu miedo y el mío son distintos.

—No sé qué decirte —replicó.

—Con los años, aumenta el número de cosas irreparables.

—También aumenta el cansancio, ¿verdad?

—Sí —contesté—. El cansancio también.

Se volvió hacia mí, alargó la mano y me tocó el lóbulo de la oreja.

—Tranquilo. No te preocupes. Yo estaré a tu lado.

—Gracias —dije yo.

Me detuve en el aparcamiento del edificio donde su abuelo tenía la oficina, bajé del coche y me cargué la mochila a la espalda. A intervalos regulares me atenazaba una punzada de dolor sordo. Ese dolor me hacía pensar en una carretilla cargada de hojas secas que fuese pasando, despacio, por encima de mi vientre. «Sólo es dolor», intenté convencerme. «Un dolor superficial que no tiene nada que ver con mi esencia como ser humano. Es igual que la lluvia. Algo transitorio.» Hice acopio de toda la dignidad que me quedaba, ahuyenté de mi cabeza todos los pensamientos sobre el dolor y corrí en pos de la chica.

En la entrada del edificio, un joven guarda, alto y robusto, pidió a la chica que se acreditara como vecina del inmueble. Ella sacó una tarjeta de plástico del bolsillo y se la entregó. Él la pasó por una ranura del ordenador y, tras comprobar el nombre y el número que aparecieron en la pantalla, apretó un botón y nos abrió la puerta.

—Es un edificio muy especial —me explicó la joven mientras cruzábamos el amplio vestíbulo—. Todas las personas que vienen aquí lo hacen con la intención de mantener algo en secreto, por eso han instalado un sistema de seguridad muy exclusivo. Aquí se llevan a cabo investigaciones importantes, reuniones secretas, cosas así. Primero, en la entrada, comprueban tu identidad, como acaban de hacer, y luego te controlan a través de la pantalla hasta que llegas a tu destino. Así que, aunque te sigan, no pueden entrar en el edificio.

—¿Saben que tu abuelo ha abierto aquí dentro un pozo que conduce al subterráneo?

—No lo creo. Cuando construyeron el edificio, mi abuelo ordenó diseñar los planos para que se pudiera acceder al subterráneo desde la oficina, pero pocas personas lo saben. Sólo el propietario del edificio y quien diseñó los planos, supongo. A los encargados de las obras les dijeron que era el canal del desagüe. La solicitud del permiso de obras también estaba falsificada.

—Costaría un dineral, ¿no?

—Sí. Pero mi abuelo tiene muchísimo dinero. Y yo también, ¿sabes? Soy muy rica. Multipliqué el dinero de la herencia de mis padres y el del seguro de vida con operaciones en la Bolsa.

Se sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta del ascensor. Subimos en aquel ascensor grande y extraño que yo tan bien conocía.

—¿Con operaciones en la Bolsa?

—Sí, mi abuelo me enseñó a especular en la Bolsa: cómo seleccionar la información, cómo interpretar los datos del mercado bursátil, cómo evadir impuestos, cómo transferir sumas de dinero a bancos extranjeros, cosas por el estilo. La Bolsa es muy interesante. ¿Has invertido alguna vez?

—No, por desgracia —dije. Ni siquiera había abierto nunca un depósito de reserva.

—Antes de dedicarse a la investigación, mi abuelo fue agente de Bolsa. Pero como había ganado muchísimo dinero, dejó de especular y se hizo científico. Es genial, ¿verdad?

—Sí, genial —convine yo.

—Mi abuelo es un hacha en todo lo que hace.

El ascensor, igual que la primera vez que había montado en él, avanzaba tan despacio que era difícil saber si subía o bajaba. Tardaba un tiempo infinito y a mí me ponía nervioso pensar que, a través de las cámaras, no me quitaban el ojo de encima.

—Mi abuelo decía que la educación escolar tiene un rendimiento demasiado bajo para que alguien pueda convertirse en una lumbrera. ¿Qué opinas tú?

—No sé. Quizá tenga razón —dije yo—. Yo asistí dieciséis años a la escuela y, la verdad, no creo que me haya servido de gran cosa. No hablo idiomas, ni toco ningún instrumento musical, ni conozco el mercado bursátil, ni sé montar a caballo.

—Entonces, ¿por qué no dejaste la escuela? Si hubieras querido, habrías podido abandonarla en cualquier momento.

—Pues... —dije y reflexioné un poco sobre ello. Ciertamente, de haberlo deseado, habría podido dejar de ir—. Simplemente, no se me ocurrió. Mi casa, a diferencia de la tuya, era un hogar normal y corriente, y ni siquiera se me pasó por la cabeza que pudiese llegar a sobresalir en algo.

—Pues es una equivocación —dijo la joven—. Todas las personas poseen algún talento que les permite destacar al menos en una cosa. El problema reside en que mucha gente no sabe cómo desarrollar sus capacidades innatas y las acaba perdiendo. Por eso la mayoría es incapaz de descollar en algo.

—Como yo —dije.

—No, en absoluto. Tú caso es distinto. Creo que tú posees algo muy especial. Tienes una coraza emocional muy dura y, gracias a ella, conservas muchas cosas intactas en tu interior.

—¿Una coraza emocional?

—Exacto —dijo ella—. Por eso todavía estás a tiempo. Cuando esto acabe, ¿por qué no vivimos juntos los dos? No me refiero a casarnos ni a nada por el estilo, sólo a vivir juntos. Podríamos ir a Grecia, o a Rumania, o a Finlandia, a algún sitio tranquilo, y pasar los días montando a caballo, cantando... Tengo dinero de sobra, y tú podrías convertirte en un número uno.

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