El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (30 page)

—¡Por favor! —dijo la joven gorda—. ¡Si no hacemos algo, llegará el fin del mundo!

«Por mí, que llegue de una vez», pensé. La herida del vientre me dolía como si me sometieran a un tormento infernal. Era como si unos niños gemelos llenos de vitalidad propinasen patadas, con toda la fuerza que podían desplegar sus cuatro piernecitas, en el estrecho y limitado marco de mi imaginación.

—¿Qué te pasa? ¿Te duele algo? —preguntó la chica.

Inspiré profundamente, cogí una camiseta que tenía a mano y, con los bajos, me enjugué el sudor de la frente.

—Alguien me ha hecho un corte de unos seis centímetros en el vientre con una navaja —dije exhalando el aire.

—¿Con una navaja?

—Como si fuera una hucha —dije.

—¿Y quién te ha hecho esa barbaridad? ¿Y por qué?

—No tengo ni la más remota idea —dije—. Llevo mucho rato dándole vueltas. Y no lo entiendo. Mira, me gustaría hacerte una pregunta: ¿puedes decirme por qué todo el mundo me pisotea como si fuese el felpudo de la puerta?

Ella negó con la cabeza.

—Se me ha ocurrido que aquel par podían ser conocidos tuyos, o colegas. Ya sabes, me refiero a los tipos de la navaja.

La joven gorda me miró unos instantes fijamente con aire de no saber de qué le estaba hablando.

—¿Y por qué piensas eso?

—No lo sé. Quizá porque quiero cargarle las culpas a alguien. Las cosas que no tienen ni pies ni cabeza, si se las endilgas a otro, te sientes mejor.

—Pero con eso no solucionas nada.

—No arreglas nada, cierto —dije—. Pero nada de eso es culpa mía. No lo he puesto yo en marcha. Ha sido tu abuelo quien ha engrasado la máquina y le ha dado al interruptor. A mí me han involucrado en el asunto sin consultarme. ¿Por qué tengo que ser yo quien lo solucione? —Me asaltó de nuevo un violento dolor, así que enmudecí y esperé, como un guardabarrera, a que pasara de largo—. Y hoy, lo mismo. Primero me llamas de madrugada. Me dices que tu abuelo ha desaparecido, me pides ayuda. Salgo y te espero, pero tú no apareces. Vuelvo a casa y, en cuanto me duermo, se presentan un par de tipos estrafalarios que me destrozan el piso y me rajan la barriga con una navaja. A continuación aparecen los del Sistema y me acribillan a preguntas. Y, por último, apareces tú. No me negarás que parece que os hayáis puesto todos de acuerdo, ¿no? Parecéis un equipo de baloncesto. Y tú, ¿hasta qué punto estás al tanto de la situación?

—Si te soy sincera, no creo que sepa más que tú. Ayudaba a mi abuelo en la investigación, pero me limitaba a hacer lo que él me ordenaba. Haz esto, haz lo otro. Ven aquí, ve allá. Llama por teléfono, escribe una carta. Ya sabes, esas cosas. Me encuentro en la misma situación que tú: no tengo la menor idea de qué diablos se proponía.

—Pero tú lo ayudabas en su investigación, ¿no?

—Según como se mire. En realidad, yo sólo procesaba algunos datos y realizaba tareas de ese estilo. La verdad es que apenas tengo conocimientos especializados sobre el tema, y lo que oía o veía, no acababa de entenderlo.

Puse orden en mis ideas mientras me golpeaba los incisivos con la punta de las uñas. Tenía que enfrentarme al problema. Era necesario que desentrañara, al menos un poco, aquel galimatías antes de que las circunstancias acabaran engulléndome por entero.

—Has dicho que, si no hacíamos algo, llegaría el fin del mundo. ¿Y eso por qué? ¿Por qué se va a acabar? ¿Y cómo?

—No lo sé. Lo decía mi abuelo: «Si me ocurre algo, llegará el fin del mundo». Y no bromeaba. Si él decía que llegaría el fin del mundo, es que llegará el fin del mundo. Puedes creerlo. El mundo se acabará.

—No lo entiendo. Eso de que «llegará el fin del mundo», ¿qué significa en realidad? ¿Estás segura de que tu abuelo habló del «fin del mundo» y no de la «desaparición del mundo» o de la «destrucción del mundo», por ejemplo?

—Sí, dijo: «Llegará el fin del mundo».

Di vueltas a la idea del fin del mundo mientras seguía golpeándome los incisivos.

—Eso del fin del mundo está relacionado conmigo, ¿verdad?

—Supongo que sí. Mi abuelo siempre decía que tú eras la clave de todo. Que, desde hacía años, sus investigaciones giraban alrededor de ti.

—Intenta recordar algo más —dije—. ¿Qué diablos es eso de la bomba de relojería?

—¿Una bomba de relojería?

—El tipo que me rajó la barriga me habló de ella. Dijo que los datos que había procesado para tu abuelo eran como una bomba de relojería que explotaría a su debido tiempo. ¿A qué diablos se refería?

—Bueno, no son más que suposiciones mías —contestó la joven gorda—, pero creo que mi abuelo nunca dejó de investigar sobre la conciencia del ser humano. Siempre, desde que creó el sistema
shuffling.
A mí me da la impresión de que, en el sistema
shuffling,
está la base de todo. Porque, ¿sabes?, en la época en que estaba desarrollándolo, mi abuelo me lo contaba todo. Me hablaba de sus investigaciones, de lo que hacía en esos momentos, de lo que haría a continuación: todo. Como te he dicho antes, yo apenas poseo conocimientos especializados, pero las explicaciones de mi abuelo eran muy interesantes y fáciles de entender. A mí me gustaba muchísimo hablar con él de estas cosas.

—¿Y, al concluir el sistema
shuffling,
se volvió de pronto reservado?

—Sí. Mi abuelo empezó a encerrarse día y noche en el laboratorio subterráneo y dejó de hablarme de sus investigaciones. Y cuando yo le preguntaba algo, me respondía lo primero que se le pasaba por la cabeza.

—Debiste de sentirte muy sola, ¿verdad?

—Sí. Terriblemente sola —dijo ella clavándome de nuevo la mirada—, Oye, ¿puedo meterme en tu cama? Es que hace un frío espantoso.

—Está bien. Siempre que no me toques la herida, ni me sacudas —dije yo. ¿Por qué, últimamente, todas las chicas del mundo querrían meterse en mi cama?

Rodeó la cama hasta colocarse al otro lado y se deslizó bajo las mantas sin quitarse el traje rosa. Le cedí una de las dos almohadas que yo usaba, una sobre otra; ella la tomó y, tras darle algunos golpecitos con la palma de la mano para ahuecarla, se la puso bajo la cabeza. Su nuca exhalaba el mismo olor a melón que el primer día en que la vi.

Con gran esfuerzo, cambié de postura y me volví hacia ella. Ambos nos quedamos frente a frente.

—¿Sabes?, es la primera vez que estoy tan cerca de un hombre —dijo la joven gorda.

—¿Ah, sí?

—Y apenas vengo a la ciudad. Por eso no he encontrado el lugar de la cita. Y cuando iba a preguntarte el camino, desapareció el sonido.

—Si se lo hubieras dicho al taxista, él habría sabido llegar hasta allí.

—Es que llevaba muy poco dinero encima. He salido de casa con tanta precipitación que ni siquiera se me ha ocurrido que podía necesitar dinero. Total, que no me ha quedado más remedio que venir andando.

—¿No tienes a nadie más, aparte de tu abuelo? —le pregunté.

—Cuando tenía seis años, perdí a mis padres y a mis hermanos en un accidente de tráfico. Un camión los embistió por detrás, la gasolina se inflamó y murieron todos carbonizados.

—¿Y tú fuiste la única superviviente?

—En aquel momento yo estaba ingresada en el hospital. Sufrieron el accidente cuando venían a visitarme.

—Comprendo.

—Desde entonces, siempre he estado con mi abuelo. No he ido a la escuela, y no salgo casi nunca de casa. Tampoco tengo amigos.

—¿No has ido a la escuela?

—No —contestó como si eso careciera de importancia—. Mi abuelo dijo que no hacía ninguna falta que fuera. El me enseñó todas las materias, desde inglés y ruso hasta anatomía. Y luego mi tía me enseñó cocina y costura.

—¿Tu tía?

—Bueno, la señora que vivía en casa y se encargaba de la limpieza y de los quehaceres domésticos. Era muy buena mujer. Se murió de cáncer hace tres años. Desde entonces hemos vivido solos mi abuelo y yo.

—¿O sea que, a partir de los seis años, no has ido a la escuela?

—No, pero eso no importa, ¿no crees? Sé hacer un montón de cosas. Hablo cuatro idiomas además del japonés, sé tocar el piano y el saxo alto, sé montar un equipo de telecomunicaciones, he aprendido náutica y funambulismo, he leído montones de libros. Y preparo unos emparedados buenísimos, ¿o no?

—Sí —reconocí.

—La educación escolar dura dieciséis años y, según mi abuelo, lo único que consigue es desgastar el cerebro. Él tampoco fue apenas a la escuela.

—Me dejas estupefacto. Pero, al no tener amigos de tu edad —añadí—, te sentirás un poco sola, supongo.

—No sé. Como estoy tan ocupada, nunca he tenido tiempo de planteármelo. Además, no creo que tuviera mucho de que conversar con la gente de mi edad.

—Ya... —dije. No, quizá no.

—Pero tú, ¿sabes?, tú me interesas mucho.

—¿Yo? ¿Y por qué?

—Es que pareces tan cansado. Pero a ti el cansancio parece darte una especie de energía. Y eso, ¿sabes?, no acabo de entenderlo. No te pareces a ninguna de las personas que conozco. Mi abuelo jamás está cansado, y yo tampoco. Oye, ¿estás cansado de verdad?

—Sí, estoy muy cansado —dije. Tanto que, aun repitiéndolo veinte veces, me quedaba corto.

—¿Y cómo es eso? Me refiero a qué se siente cuando uno está cansado —quiso saber la muchacha.

—Pues gran parte de las emociones van haciéndose más y más confusas. Sientes lástima de ti mismo y te enfadas con los demás, sientes lástima de los demás y te enfadas contigo mismo..., en fin, esas cosas.

—No acabo de entenderlo.

—Al final, acabas por no comprender nada de nada. Igual que una peonza pintada de diversos colores. Cuanto más deprisa gira, más difícil es distinguir cada uno de los colores, hasta que la confusión es total.

—Parece interesante —dijo la muchacha gorda—. Veo que dominas muy bien el tema.

—En efecto —dije. Ese agotamiento que va carcomiendo la vida, o que brota del mismo corazón de la vida, podría explicarlo yo de cien maneras distintas. Esta debía de ser otra de las cosas que no enseñaban en la escuela.

—¿Sabes tocar el saxo alto? —me preguntó.

—No.

—¿Tienes algún disco de Charlie Parker?

—Creo que sí, pero ahora no es el momento de buscarlo. Además, el equipo de música está roto y tampoco podríamos escucharlo.

—¿Tocas algún instrumento musical?

—No, ninguno —dije.

—¿Puedo tocarte? —preguntó.

—No —contesté—. Según dónde me tocaras, podrías hacerme mucho daño.

—¿Y podré tocarte cuando se te cure la herida?

—Eso será si todavía no ha llegado el fin del mundo, ¿no crees? Por cierto, sigamos hablando de cosas importantes. Creo que estábamos en que tu abuelo, al concluir el sistema
shuffling,
cambió.

—Exacto. A partir de entonces se transformó por completo. Se volvió taciturno, quisquilloso, empezó a hablar consigo mismo...

—¿Te acuerdas de lo que él, es decir, tu abuelo, decía sobre el sistema
shuffling?

La muchacha reflexionó unos instantes mientras se toqueteaba los pendientes de oro que llevaba puestos.

—Decía que el sistema
shuffling
era una puerta por la que se accedía a un nuevo mundo. En principio, fue creado como un procedimiento adicional para la reorganización de los datos que se introducían en el ordenador, pero mi abuelo decía que, según el uso que se hiciera de él, podría ser capaz de reorganizar la estructura del mundo. Algo parecido a como la física nuclear dio lugar a la bomba atómica.

—Resumiendo, que el sistema
shuffling
es una puerta que abre a un nuevo mundo y que yo soy la llave de esa puerta, ¿no?

—En síntesis, vendría a ser algo así.

Me golpeé los incisivos con la punta de las uñas. Me apetecía tomarme un gran vaso de whisky con hielo, pero tanto el hielo como el whisky habían desaparecido de mi casa.

—¿Crees que el objetivo de tu abuelo era que el mundo acabara? —le pregunté.

—No, seguro que no. Mi abuelo será quisquilloso, algo egoísta y misántropo, pero, en el fondo, es muy buena persona. Como tú y como yo.

—Muchas gracias —dije. Era la primera vez en mi vida que me lo decían.

—Además, a mi abuelo le aterraba que sus investigaciones cayeran en manos de alguien que hiciese mal uso de ellas. Eso significa que él no pensaba hacer nada malo, ¿no crees? Mi abuelo dejó el Sistema porque temía que el Sistema acabara utilizando para fines malvados los frutos de su investigación. Por eso lo dejó y prosiguió su trabajo en solitario.

—¡Pero si los del Sistema son los buenos! Se enfrentan a los semióticos, que piratean la información de los ordenadores y la pasan al mercado negro. El Sistema protege los legítimos derechos de propiedad de la información.

La joven gorda me clavó la mirada y se encogió de hombros.

—A mi abuelo no parece importarle demasiado quiénes son los buenos y quiénes los malos. Dice que la bondad o la maldad son atributos que se hallan entre las cualidades fundamentales del ser humano y que no tienen nada que ver con los derechos de propiedad.

—Sí, tal vez tenga razón.

—Además, mi abuelo no confía en ningún tipo de poder. Perteneció durante un tiempo al Sistema, es cierto, pero trabajó allí para poder acceder a una gran cantidad de datos, a material experimental, a máquinas de simulación de gran envergadura. Por eso, tras concluir el complejo sistema
shuffling,
le fue mucho más cómodo y efectivo proseguir sus investigaciones en solitario. Decía que, una vez creado el sistema
shuffling,
ya no necesitaba todo el equipo y que sólo le quedaba concluir la parte teórica.

—Hum... Cuando tu abuelo dejó el Sistema, ¿es posible que copiara mis datos personales y se los llevara?

—No lo sé —dijo ella—, Pero supongo que, de haberlo querido, habría podido hacerlo sin problemas. Mi abuelo era jefe del laboratorio del Sistema y tenía libre acceso a los datos.

Sin duda había sucedido así. El profesor se había llevado mis datos, los había utilizado en su investigación particular y había desarrollado, llevándola mucho más lejos, la teoría del
shuffling
tomándome a mí como muestra principal. Las piezas iban encajando. Tal como había dicho el canijo, el profesor debía de haber llegado al punto culminante de su investigación, de modo que me había hecho acudir y me había entregado los datos adecuados con la pretensión de que, al hacérmelos procesar por el sistema
shuffling,
mi conciencia reaccionara a un código determinado que se ocultaba en éste.

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