El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (37 page)

Serpenteando a derecha e izquierda, y dividiéndose en múltiples ramales, el camino descendía indefinidamente. No es que fuera una pendiente pronunciada, sólo que descendía sin cesar. Me daba la sensación de que, paso a paso, iban arrancando de mi espalda el mundo claro de la superficie.

A medio camino, nos abrazamos. Fue una sola vez. Ella se detuvo de repente, se volvió hacia mí, apagó la linterna y me rodeó con sus brazos. Buscó mis labios con las yemas de los dedos, posó sus labios sobre los míos. Yo pasé los brazos alrededor de su cuerpo, la apreté suavemente contra mi pecho. Era extraño estar abrazado a alguien en medio de aquellas negras sombras. «Creo que Stendhal escribió algo sobre abrazar a alguien en la oscuridad», pensé. Había olvidado el título del libro. Intenté recordarlo, pero no lo conseguí. ¿Realmente habría abrazado Stendhal a alguna chica en la oscuridad? Me dije que, si salía con vida de aquello y el mundo no había llegado a su fin, buscaría ese libro.

El olor a agua de colonia de melón se había evaporado de su nuca. Lo había sustituido un olor a nuca de chica de diecisiete años. Y, debajo de su olor, permanecía el mío. La chaqueta del ejército americano estaba impregnada del olor de mi propia vida. Del olor de la comida que había preparado, del café que había derramado, del sudor que había emanado de mi cuerpo. Todos esos olores seguían allí, indelebles. Mientras abrazaba, en las sombras del subterráneo, a una muchacha de diecisiete años, sentí que todas estas vivencias que ya no volverían eran como una ilusión. Recordaba haberlas vivido en el pasado. Pero no podía evocar ninguna imagen que me condujera a ellas.

Permanecimos largo rato abrazados. El tiempo transcurría deprisa, pero no nos importaba. Abrazándonos, compartíamos nuestro miedo. Y, en esos instantes, eso era lo más importante.

Poco después, ella apretó con fuerza sus senos contra mi pecho, abrió la boca y, junto a su aliento cálido, introdujo su suave lengua en mi boca. La punta de su lengua se deslizó alrededor de la mía, sus dedos se enredaron en mi pelo. Sin embargo, a los diez minutos, ella se apartó bruscamente de mi lado. Sentí una profunda desesperación, como si fuera un astronauta al que hubieran abandonado, completamente solo, en la inmensidad del espacio.

Al encender la linterna la vi, de pie, ante mí. Ella también encendió su linterna.

—¡Vamos! —dijo.

Se dio la vuelta y empezó a andar al mismo paso que antes. En mis labios aún permanecía el tacto de sus labios. En mi pecho todavía sentía los latidos de su corazón.

—Mi... no ha estado mal, ¿verdad? —preguntó sin volverse.

—Nada mal —contesté.

—Pero faltaba algo, ¿no?

—Pues sí —dije—. Algo.

—¿Y qué era?

—No lo sé —dije.

Tras descender unos cinco minutos por un camino de suelo plano, percibimos que lo que nos rodeaba se tornaba más amplio y hueco. El aire olía diferente y nuestros pasos resonaban de distinto modo. Di una palmada y el eco me devolvió un sonido hinchado y deforme.

Mientras ella sacaba el mapa y trataba de ubicarse, yo barrí los alrededores con la luz de la linterna. El techo tenía forma de cúpula y la planta del terreno, como adaptándose a ésta, era redonda. Un círculo plano, construido, era evidente, de modo artificial. Las paredes eran lisas, sin agujeros ni salientes. En el centro del suelo se abría un agujero poco profundo de un metro de diámetro lleno de una sustancia viscosa de naturaleza incierta. En el aire flotaba un olor que, pese a no ser muy intenso, dejaba un desagradable regusto ácido en la boca.

—Éste debe de ser el santuario —dijo la joven—. De momento, estamos salvados. Los tinieblos no irán más allá.

—Que se detengan aquí está muy bien. Pero ¿crees que lograremos escapar?

—Eso podemos dejarlo en manos de mi abuelo. Seguro que él tiene la solución. Además, ten en cuenta que, cuando tengamos los dos emisores de ondas sonoras, podremos mantener a los tinieblos alejados todo el rato, ¿no? Porque mientras usemos uno, podremos dejar que se cargue el otro. Así no tendremos nada que temer. Y no hará falta que estemos continuamente pendientes del tiempo.

—Ya veo —dije.

—¿Qué? ¿Te has animado un poco?

—Un poco —dije.

A ambos lados del santuario había un relieve trabajado con primor. En él figuraban dos enormes peces que se mordían la cola el uno al otro formando un círculo. Tenían un aspecto muy extraño. Sus cabezas eran prominentes como el morro de un bombardero y, en vez de ojos, tenían dos largas y gruesas antenas que se proyectaban hacia delante retorciéndose como sarmientos. Sus bocas, desproporcionadamente grandes, se abrían casi hasta alcanzar las branquias y, justo debajo, nacían unos órganos cortos y rechonchos, parecidos a patas de animal amputadas cerca de la ingle. Al principio, creí que esos órganos eran ventosas, pero, al mirar con atención, descubrí tres afiladas uñas en la punta de cada uno de ellos. Era la primera vez que veía un pez provisto de uñas. Las aletas dorsales tenían una forma grotesca y las escamas sobresalían de sus cuerpos como púas.

—¿Serán animales mitológicos? ¿Crees que existen de verdad? —pregunté.

—¡Vete a saber! —dijo la joven, que se agachó y volvió a recoger algunos clips esparcidos por el suelo—. Sea como sea, vamos por el buen camino. ¡Vamos, date prisa!

Tras iluminar, una vez más, el relieve con la luz de la linterna, la seguí. Me había conmocionado que los tinieblos fueran capaces de esculpir un relieve tan primoroso en medio de la oscuridad. Por más que comprendiera que eran capaces de ver en aquella negrura, al comprobarlo con mis propios ojos no pude dejar de sorprenderme. Tal vez, en aquel preciso instante, mantuvieran los ojos clavados en nosotros desde el fondo de la oscuridad.

Al entrar en el recinto sagrado, el camino fue convirtiéndose en una cuesta suave mientras el techo fue ganando rápidamente en altura hasta que, poco después, fue imposible iluminarlo con la linterna.

—Ahora encontraremos la montaña —dijo la joven—. ¿Vas mucho de excursión?

—Antes iba una vez por semana. Pero nunca he subido ninguna montaña en la oscuridad.

—Por lo visto, ésta no es muy alta —dijo metiéndose el mapa en el bolsillo del pecho—. No llega a ser una montaña propiamente dicha. Más bien se trata de una colina. Pero mi abuelo me dijo que ellos la consideran una montaña. La única montaña del subsuelo. La montaña sagrada.

—Entonces, nosotros vamos a profanarla, ¿no crees?

—No, al contrario. La montaña es ya, en su origen, un lugar impuro. Toda la impureza del mundo se concentra en ella. Podríamos decir que este lugar es una caja de Pandora cerrado por la corteza terrestre. Y nosotros nos disponemos a atravesarlo justo por el centro.

—Suena como si fuese el infierno.

—Sí, se parece al infierno, sin duda. Y el aire de aquí, tras atravesar las aguas residuales, varias grutas y pozos de perforaciones, aflora a la superficie de la tierra. Los tinieblos no pueden subir a la luz, pero ese aire sí. Y se infiltra en los pulmones de la gente.

—¿Y crees que podremos sobrevivir si nos metemos ahí?

—Debemos confiar en ello. Ya te lo he dicho antes, ¿no? Que si crees que todo va a salir bien, tu miedo desaparece. Puedes pensar en un recuerdo divertido, en las personas a las que has amado, en lo que te ha hecho llorar, en tu niñez, en tus planes para el futuro, en la música que te gusta: cualquier cosa vale. Si piensas en ello, no tendrás miedo.

—¿Crees que Ben Johnson servirá? —pregunté yo.

—¿Ben Johnson?

—Es un actor que monta muy bien a caballo. Sale en las viejas películas de John Ford. Es un jinete extraordinario.

Ella soltó una risita en las sombras.

—¡Eres un encanto!

—Soy demasiado mayor para ti. Y, además, no sé tocar ningún instrumento musical.

—Si salimos de ésta, te enseñaré a montar a caballo.

—Gracias —dije—. Por cierto, ¿en qué vas a pensar tú?

—En el beso que te he dado —dijo—. Te he besado por eso. ¿No lo sabías?

—No.

—¿Sabes en qué piensa mi abuelo en estos casos?

—No.

—Mi abuelo no piensa en nada. Puede vaciar por completo la mente. Los genios son así. Si dejan el cerebro en blanco, ningún aire perverso puede penetrar en él.

—Comprendo.

Tal como había anunciado la joven, el camino fue haciéndose cada vez más empinado, hasta que se volvió abrupto y tuvimos que escalar sirviéndonos de ambas manos. Entretanto, yo no dejaba de pensar en Ben Johnson. En la figura de Ben Johnson a caballo. Evoqué todas las escenas que pude de
Fuerte Apache, La legión invencible, Caravana de paz, Río Grande.
El sol calcinaba el desierto y en el cielo flotaban unas nubes de un blanco tan puro que parecían trazadas con pincel. Manadas de búfalos avanzaban por los valles, las mujeres se asomaban a la puerta de sus casas secándose las manos en los delantales blancos. Los ríos corrían, el viento hacía temblar la luz, la gente cantaba canciones. Y Ben Johnson cruzaba como una flecha la escena a lomos de su caballo. La cámara se deslizaba sobre los raíles hasta el infinito para reflejar su gallardía en cada encuadre.

Pensé en Ben Johnson y en su caballo mientras tanteaba la superficie de las rocas en busca de puntos de apoyo para mis pies. No sé si fue debido a eso, pero el dolor de la herida en mi vientre disminuyó de manera asombrosa y finalmente pude alejar de mi mente la idea de que me habían herido. Me dije que, después de todo, tal vez no era tan exagerado lo que la joven había explicado sobre el dolor, la teoría de que es posible mitigar el dolor físico si envías a la mente una señal determinada.

La escalada en sí no presentaba grandes dificultades. El suelo era seguro, no había bruscos ascensos, siempre encontrabas agujeros del tamaño de un puño. Habría sido una escalada apta para principiantes o una ruta sencilla y sin peligros que podría seguir en solitario un estudiante de primaria un domingo por la mañana. Sin embargo, trepar a oscuras era un asunto completamente distinto. En primer lugar, como es obvio, no veías nada. No sabías qué tenías delante, ni cuánto te faltaba por subir, ni en qué posición te hallabas, ni qué había debajo de tus pies, ni si seguías la ruta correcta o no. Ibas a ciegas. Ignoraba que la pérdida de visión comportase semejante pánico. Puede hacer que se tambaleen los juicios de valor y, en consecuencia, el amor propio o la valentía que están ligados a ellos. Cuando una persona quiere alcanzar algo, piensa de manera espontánea en tres cosas: ¿qué he conseguido hasta el momento? ¿En qué posición me encuentro ahora? ¿Qué debo hacer de aquí en adelante? Si uno no puede contestar a estas tres cosas, sólo le queda el miedo, la falta de confianza en sí mismo y el cansancio. Y precisamente en esa situación me encontraba yo. El problema no residía en las habilidades físicas. El auténtico problema era hasta qué punto mantendría yo el control sobre mí mismo.

Proseguimos el ascenso de la montaña tenebrosa. Como no podíamos trepar por las rocas con las linternas en la mano, yo me la había metido en el bolsillo del pantalón y ella se había puesto la correa como si fuera un cordón para recoger las mangas del quimono y la linterna colgaba a sus espaldas. Así pues, no veíamos nada. La luz que temblaba sobre su cintura iluminaba el negro espacio en vano. Y yo escalaba el precipicio en silencio con los ojos puestos en esta luz vacilante.

De vez en cuando, ella me dirigía la palabra para cerciorarse de que no me había quedado atrás. Me decía cosas como: «¿Estás bien?» o «¡Ya falta poco!».

—¿Y si cantáramos una canción? —propuso al cabo de un rato.

—¿Qué canción? —pregunté.

—Cualquiera. Basta con que tenga melodía y letra. ¡Venga! Canta algo.

—Yo no canto delante de la gente.

—Anda, canta, por favor.

¡Qué remedio me quedaba! Le canté
Mi chimenea.

Las noches en que nieva,

¡tarí-tarí-taró!,

arde un hermoso fuego,

¡tarí-tarí-taró!,

en la feliz chimenea,

¡tarí-tarí-taró!

No me acordaba de cómo seguía, así que me inventé el resto. Todos se encontraban junto a la chimenea cuando llamaron a la puerta. El padre salió y vio, plantado en el umbral, a un reno herido que le dijo: «Tengo hambre. Dame algo de comer». El padre abrió entonces una lata de melocotón en almíbar y se la ofreció: ésta era la historia. Al final, todos cantaban una canción sentados al amor de la lumbre.

—Pues no está nada mal —me alabó ella—. Me gustaría aplaudir, pero no puedo, lo siento. Es una canción fantástica.

—Gracias —dije.

—Cántame otra —me pidió.

Y le canté
Navidades blancas.

Blanca Navidad de ensueño,

blanco paisaje invernal,

los dulces sentimientos

y los viejos sueños

mi regalo te traen.

Blanca Navidad de ensueño,

cierro los ojos y aún hoy

el son de cascabeles

y el fulgor de la nieve

reviven en mi corazón.

—¡Muy bien! —exclamó—. Te has inventado la letra, ¿verdad?

—He dicho lo primero que se me ha ocurrido.

—¿Por qué sólo cantas canciones sobre el invierno y la nieve?

—Pues no lo sé. Será porque aquí está oscuro y hace frío. Por eso sólo se me ocurren esas canciones —dije mientras subía—. Ahora te toca a ti.

—¿Te parece bien
La canción de la bicicleta?
—Adelante —dije.

Una mañana de abril

monté en mi bicicleta

y por un nuevo camino

al bosque me dirigí.

Mi nueva bicicleta,

toda de color rosa,

el volante y el sillín

de color rosa,

hasta la pastilla de los frenos

de color rosa.

—Esta canción parece hecha para ti —le dije.

—Claro. Es que es mía. ¿Te gusta?

—¿Puedo oír cómo sigue?

—Por supuesto.

Para una mañana de abril

me encanta el rosa,

pues ningún otro color

es como el rosa.

Mi nueva bicicleta

y también los zapatos

son de color rosa,

al sombrero y el jersey,

de color rosa.

Los pantalones y las bragas,

de color rosa.

—Tus sentimientos respecto al rosa ya han quedado suficientemente claros. Ahora sigue —dije.

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