El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (68 page)

Mientras ella se vestía, me senté en el sofá de la sala de estar y leí la edición matutina del periódico. Un taxista había tenido un ataque al corazón mientras conducía el taxi, se había empotrado contra la viga del puente de un viaducto y había muerto; los pasajeros, una mujer de treinta y dos años y una niña de cuatro, estaban gravemente heridos. En el almuerzo del consejo municipal de no sé dónde habían servido ostras fritas en mal estado y habían muerto dos personas. El ministro de Asuntos Exteriores había declarado que lamentaba las medidas adoptadas por Estados Unidos frente a los altos tipos de interés; un encuentro de banqueros estadounidenses había analizado la cuestión del interés de los créditos concedidos a Centroamérica y Sudamérica; el ministro de Hacienda peruano había criticado la injerencia de Estados Unidos en la economía sudamericana; el ministro de Asuntos Exteriores de la República Federal de Alemania exigía la rectificación del desequilibrio de la balanza comercial con Japón. Siria censuraba a Israel, Israel censuraba a Siria. Había una consulta sobre el caso de un joven de dieciocho años que había agredido a su padre. No parecía que hubiera nada escrito que pudiera serme de utilidad en las últimas horas de mi vida.

Ella estaba frente al espejo con unos pantalones de algodón beige, una camisa a cuadros de color marrón, cepillándose el pelo. Yo me puse la corbata y el blazer.

—¿Qué vas a hacer con el cráneo del unicornio? —preguntó ella.

—Te lo regalo. ¿Dónde quieres ponerlo?

—¿Qué te parece encima del televisor?

Cogí el cráneo, que ya había perdido su luz, fui a un rincón de la sala de estar y lo puse encima del televisor.

—¿Qué te parece?

—No está mal —opiné.

—¿Crees que volverá a brillar?

—Seguro que sí —dije. La abracé de nuevo y grabé su calor en mi mente.

38
EL FIN DEL MUNDO
La huida

Con el alba, la luz de los cráneos se veló y empezó a languidecer. Cuando la luz gris de la mañana, que penetraba por un pequeño tragaluz situado cerca del techo del almacén, empezó a iluminar débilmente las paredes de alrededor, los puntos de luz perdieron poco a poco su brillo y, junto con el recuerdo de las densas tinieblas, se fueron yendo, uno tras otro, a algún otro lugar.

Hasta que desapareció la última luz, yo seguí deslizando los dedos sobre los cráneos, imbuyéndome de su calor. No sabía a qué proporción del total alcanzarían las luces que había conseguido leer durante la noche. Debía leer demasiados cráneos y disponía de muy poco tiempo. Pero decidí no pensar en el tiempo y fui escudriñando con los dedos, atentamente, con sumo cuidado, un cráneo tras otro. Percibía con claridad cómo, bajo las yemas de mis dedos, iba perfilándose segundo a segundo la existencia de su corazón. Sentía que era suficiente con aquello. No importaba el número o la proporción. Por más esfuerzos que uno haga, jamás podrá descifrar todo lo que se oculta en los recovecos del corazón humano. Lo cierto era que allí estaba su corazón y que yo lo percibía. ¿Podía pedir más?

Tras devolver el último cráneo a su estante, me senté en el suelo y me recosté en la pared. A través de la alta claraboya no se veía el cielo ni, por tanto, se sabía qué tiempo hacía fuera. Por la luz, sólo adivinaba que el cielo estaba encapotado. Unas pálidas sombras flotaban en silencio por el almacén, como una corriente de suave líquido, y los cráneos se habían sumido ya en aquel profundo sueño que había vuelto a visitarles. También yo cerré los ojos y dejé reposar mi mente en el aire frío del amanecer. Al llevarme la mano a la mejilla, me di cuenta de que los dedos todavía conservaban la tibieza de la luz.

Permanecí sentado en aquel rincón, inmóvil, hasta que mi espíritu, envuelto en el silencio y el aire frío, se serenó. El tiempo carecía de uniformidad y coherencia. La palidez de la luz que penetraba por la ventana no cambiaba, las sombras seguían clavadas en el mismo lugar. Sentía cómo su corazón, que se había infiltrado en mi interior, recorría mi cuerpo, fundiéndose con mi propia esencia, penetrando en toda mi carne. Seguro que todavía tardaría mucho en poder darle a su corazón una forma más clara y definida. Y tal vez me costara más aún transmitírselo a ella, infiltrarlo en su cuerpo. Sin embargo, por más tiempo que tardara, aunque no llegase a poseer una forma perfecta, yo podría ofrecerle un corazón. Y ella, por sus propios medios, sería capaz de darle una forma más perfecta. Estaba convencido de ello.

Me levanté y salí del almacén. Ella estaba sola, sentada a una mesa de la sala de lectura, esperándome. La luz borrosa desdibujaba los contornos de su cuerpo. La noche había sido muy larga, tanto para ella como para mí. Al verme, se levantó sin decir nada y puso la cafetera sobre la estufa. Mientras se calentaba el café, me lavé las manos en el fregadero del fondo, me las sequé con una toalla y tomé asiento delante de la estufa para entrar en calor.

—¿Estás cansado? —me preguntó.

Asentí. Me sentía pesado como un pedazo de barro, a duras penas podía levantar la mano. Había permanecido muchas horas seguidas leyendo viejos sueños. Sin embargo, el cansancio no había penetrado en mi corazón. Tal como me había dicho ella el primer día en que me dediqué a leer sueños, por más cansados que nos sintamos, no debemos dejar que el cansancio se adueñe de nuestro corazón.

—¿Por qué no te has ido a casa a dormir? —le dije—. No era necesario que te quedaras aquí.

Ella llenó una taza de café y me la pasó.

—Mientras tú estés aquí, yo también estaré.

—¿Está establecido así?

—Lo he establecido yo —dijo sonriendo—. Además, estás leyendo mi corazón. No puedo irme dejándolo aquí, ¿no?

Asentí y tomé un sorbo de café. Las agujas del reloj de pared marcaban las ocho y quince minutos.

—¿Quieres que te prepare el desayuno?

—No —dije.

—Pero si no has comido nada desde ayer.

—No tengo hambre. Lo que sí necesito es dormir. ¿Me despiertas a las dos y media? Mientras, me gustaría que te sentaras a mi lado y velaras mi sueño. ¿Querrías hacer eso por mí?

—Si es eso lo que quieres... —dijo ella aún con la sonrisa en los labios.

—Sí, es lo que más deseo en el mundo.

Trajo un par de mantas del fondo de la estancia y me envolvió en ellas. Como siempre, su pelo rozó mi mejilla. Al cerrar los ojos, escuché cómo, junto a mi oído, iban estallando los trozos de carbón. Sus dedos descansaban sobre mi hombro.

—¿Hasta cuándo se prolongará el invierno? —le pregunté.

—No lo sé. Nadie sabe cuándo acaba. Pero no creo que dure mucho más. Tal vez sea ésta la última gran nevada.

Alargué la mano y posé las yemas de los dedos en su mejilla. Ella cerró los ojos y, por unos instantes, saboreó aquel calor tibio.

—¿Ese es el calor de mi luz?

—¿Qué sensación te da?

—Es como la luz de primavera —dijo ella.

—Lograré transmitirte tu corazón —dije—. Quizá tarde tiempo en conseguirlo. Pero, si tú crees en ello, algún día lograré transmitírtelo. Sin duda alguna.

—Ya lo sé —dijo. Y posó suavemente la palma de la mano sobre mis ojos—. Duerme.

Me despertó a las dos y media en punto. Me levanté de la silla y, mientras yo me ponía el abrigo, la bufanda, los guantes y la gorra, ella tomó café sola, sin decir nada. Como había estado colgado junto a la estufa, el abrigo mojado por la nieve se había secado y estaba caliente.

—¿Quieres guardarme el acordeón? —le dije.

Ella asintió. Tomó el acordeón de encima de la mesa, lo mantuvo sobre las palmas de sus manos unos instantes, como si lo sopesara, y volvió a dejarlo donde estaba.

—No te preocupes. Cuidaré de él —dijo ella, asintiendo.

Cuando salí, apenas nevaba y no soplaba viento. La intensa nevada que se había prolongado durante toda la noche parecía haber cesado unas horas antes, pero el cielo seguía cubierto por unas nubes plomizas que anunciaban otra intensa nevada. Aquello no era más que una tregua.

Cuando me disponía a cruzar el Puente del Oeste, vi cómo, al otro lado de la muralla, empezaba a elevarse la humareda gris de siempre. Al principio fue una columna de humo blanco que se alzaba de manera interrumpida, como si titubeara, pero pronto se convirtió en una humareda densa y oscura producto de la combustión de grandes cantidades de carne. El guardián estaba en el manzanar. Corrí a su cabaña dejando sobre la capa de nieve, acumulada justo hasta debajo de mis rodillas, unas pisadas tan claras que hasta a mí me asombraron. Reinaba un silencio sepulcral, como si la nieve absorbiera todos los sonidos. No hacía viento, no cantaba ningún pájaro. En los alrededores sólo se oía, amplificado de una forma extraña, cómo los clavos de mis botas hollaban la nieve reciente.

La cabaña del guardián estaba desierta y en su interior flotaba aquel ácido olor habitual. La estufa estaba apagada, pero aún quedaban los rescoldos de poco antes. Sobre la mesa había esparcidos platos sucios y pipas; en la pared se alineaban las destrales y hachas de hojas centelleantes. Al barrer el interior de la cabaña con la mirada, tuve la impresión de que, de un momento a otro, el guardián iba a acercarse por detrás, sin hacer ruido, y a poner su manaza en mi espalda. Sentí cómo la hilera de cuchillos, la tetera, las pipas, todo lo que había allí, me reprochaban, sin palabras, mi traición.

Evitando aquella hilera de tétricos cuchillos, alargué la mano, agarré velozmente el manojo de llaves que colgaba de la pared y, con él en la palma de la mano, salí por la puerta trasera y fui hasta la entrada de la plaza de las sombras. Sobre la inmaculada capa de nieve que se extendía en la plaza de las sombras no se veía ninguna pisada, sólo el negro olmo irguiéndose en el centro. Por un instante tuve la sensación de que se trataba de un lugar sagrado que nadie debía profanar con sus pisadas. Todo estaba envuelto en un silencio lleno de equilibrio, todo estaba inmerso en un dulce sueño. El viento había trazado bellos dibujos sobre la nieve, las ramas del olmo, cargadas aquí y allá de blanca nieve helada, reposaban sus brazos curvos en el aire. Nada se movía. Apenas nevaba. Únicamente se alzaba de vez en cuando, como si se acordara de repente, un soplo de viento con un pequeño suspiro. Me dio la sensación de que aquel lugar jamás olvidaría que yo había hollado con mis pies su breve y apacible sueño.

Sin embargo, no tenía tiempo para titubeos. Ya no podía retroceder. Cogí el manojo de llaves y, con las manos entumecidas, intenté introducir una tras otra las cuatro llaves en la cerradura. Ninguna encajaba. Noté cómo un sudor frío cubría mis axilas. Intenté recordar el momento en que el guardián había abierto la puerta. Había cuatro llaves, no cabía duda. Yo las había contado. Una de las cuatro tenía que encajar en la cerradura.

Me metí las llaves en el bolsillo y, tras frotarme las manos con fuerza para calentarlas, volví a probarlas. La tercera se introdujo hasta el fondo de la cerradura y giró con un seco chasquido. El nítido y agudo sonido metálico resonó en la plaza desierta. Con la llave en la cerradura, eché una ojeada a mi alrededor, pero no se acercaba nadie. No se oían ni voces ni pasos. Entreabrí la pesada puerta de metal, deslicé mi cuerpo al otro lado y volví a cerrar la puerta intentando no hacer ruido.

La nieve acumulada en la plaza era blanda como la espuma y absorbía por completo el sonido de mis pisadas. El crujido del suelo bajo mis pies recordaba un animal gigantesco que masticara cuidadosamente la presa que había capturado. Avancé por la plaza dejando a mis espaldas dos líneas rectas de pisadas, y pasé junto al banco, donde se acumulaba, alta, la nieve. Las ramas del olmo me observaban desde lo alto con aire amenazante. En alguna parte se oyó el agudo grito de un pájaro.

El aire del interior de la cabaña era gélido, más frío aún que el del exterior. Abrí la puerta corrediza, bajé al sótano por la escalerilla.

Mi sombra me estaba esperando, sentada en la cama del sótano.

—Pensaba que ya no vendrías —dijo exhalando un aliento blanco.

—Te lo prometí. Y yo cumplo mis promesas —dije—, ¡Venga! Salgamos enseguida. Aquí dentro apesta.

—No puedo subir la escalerilla —dijo la sombra suspirando—. Antes lo he intentado, pero en vano. Por lo visto, estoy mucho más débil de lo que imaginaba. Es irónico, ¿verdad? Fingí que estaba débil y no me di cuenta de que me estaba quedando sin fuerzas. Sobre todo esta noche, el frío me ha calado hasta los huesos.

—Ya te arrastraré yo hasta arriba.

La sombra sacudió la cabeza.

—Aunque me arrastres, luego no podré seguirte. Ya no puedo correr. No conseguiré escapar. Me parece que es el fin.

—Tú empezaste. No te pongas pusilánime ahora —dije—. Te cargaré sobre mis espaldas. Sea como sea, saldremos de aquí y sobrevivirás.

La sombra me miró con los ojos hundidos en las cuencas.

—Si tú lo dices, lo intentaré —replicó—. Pero será muy duro para ti andar por la nieve llevándome a la espalda.

Asentí.

—Desde el principio sabía que no iba a ser fácil.

Arrastré a mi sombra, exhausta, hasta lo alto de la escalerilla y luego dejé que se apoyara en mi hombro para cruzar la plaza. La fría muralla negra que se alzaba a la izquierda observaba desde las alturas, muda, nuestras siluetas y las huellas de nuestros pasos. Las ramas del olmo dejaron caer al suelo, como si no pudieran soportar más su peso, unos bloques de nieve y se quedaron oscilando.

—Apenas tengo sensibilidad en las piernas —dijo la sombra—. Mientras he estado en cama, he querido hacer ejercicio para no debilitarme más, pero no he podido. Ese cuarto es demasiado pequeño.

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