El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (70 page)

—Pero incluso las personas que lo ven así se esfuerzan en traspasar los límites de esa línea, ¿no crees?

—Quizá. Pero yo no. No veo por qué todo el mundo tiene que escuchar la música en estéreo. No por escuchar el violín desde el lado izquierdo y el contrabajo desde el derecho vas a profundizar más en el sentido de la música. No deja de ser un medio más sofisticado de evocar algo.

—Eres un poco terco, ¿no?

—Ella me decía lo mismo.

—¿Tu mujer?

—Sí —dije—. Decía que tenía las cosas tan claras que me faltaba flexibilidad. ¿Otra cerveza?

—Sí, gracias.

Arranqué la anilla de la tercera cerveza Miller High Life y se la pasé.

—¿Qué piensas sobre tu vida? —preguntó. Sin tocar la cerveza, miraba fijamente el agujero en la parte superior de la lata.

—¿Has leído
Los hermanos Karamazov?
—le pregunté.

—Sí. Una vez. Hace mucho tiempo.

—Tendrías que volver a leerlo. En ese libro hay un montón de cosas interesantes. Hacia el final, Aliosha le dice a un joven estudiante que se llama Kolia Krasotkin: «Escuche, Kolia, con todo, usted será un hombre muy desgraciado en la vida. En conjunto, de todos modos, bendecirá usted la vida».
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—Me acabé la tercera cerveza y, tras unos segundos de vacilación, abrí la cuarta—. Aliosha sabía un montón de cosas. Pero cuando lo leí me planteó muchas dudas. Me preguntaba cómo podía alguien bendecir una vida desgraciada.

—¿Y por eso limitas tu vida?

—Puede ser —dije—. Tendría que haber sido yo, en vez de tu marido, quien muriera golpeado con un jarrón de hierro en el autobús. Me da la impresión de que esa muerte me va mucho más a mí. Imágenes directas y fragmentarias que se acaban de golpe. No hay tiempo para pensar en nada.

Tendido en el césped, alcé la cabeza y miré hacia el punto donde antes estaba la nube. Se había ocultado tras las hojas del alcanforero.

—Oye, ¿crees que podré entrar dentro de tu visión limitada? —preguntó ella.

—Todo el mundo puede entrar y todo el mundo puede salir —contesté—. Es una de las ventajas de la visión limitada. Al entrar, te limpias bien los pies, y, al marcharte, cierras la puerta y te vas. Sólo eso. Es lo que hace todo el mundo.

Ella se levantó riendo y se sacudió con la mano las briznas de hierba de los pantalones de algodón.

—Me voy. Ya es la hora, ¿no?

Miré el reloj. Las diez y veintidós minutos.

—Te acompaño a casa —dije.

—No hace falta —dijo—. Iré de compras a unos grandes almacenes de por aquí y volveré a casa sola en tren. Es mejor así.

—Entonces nos despedimos aquí. Yo me quedaré un rato más. Se está muy bien.

—Gracias por el cortaúñas.

—De nada —dije.

—¿Me llamarás cuando vuelvas?

—Iré a la biblioteca —dije—. Me gusta ver a la gente trabajando.

—Adiós —dijo.

Me quedé mirando fijamente, igual que Joseph Cotten en
El tercer hombre,
cómo ella se alejaba por el recto camino del parque. Cuando su silueta desapareció tras unos árboles, empecé a observar las palomas. Había sutiles diferencias entre la manera de andar de una paloma y la de otra. Poco después llegó una mujer muy bien vestida acompañada de una niña y, en cuanto éstas empezaron a esparcir palomitas de maíz, todas las palomas que había a mi alrededor alzaron el vuelo y se dirigieron hacia ellas. La niña debía de tener unos tres o cuatro años y, como hacen todos los niños a esta edad, se acercaba a las palomas con los brazos abiertos intentando coger una. Pero ellas, claro está, no se dejaban atrapar. Las palomas también tienen su humilde modo de vida. La madre bien vestida me echó una ojeada rápida, pero no volvió a mirar hacia mí. Una persona que está tumbada en el parque un lunes por la mañana con varias latas de cerveza vacías a su lado no es una persona decente.

Con los ojos cerrados, intenté recordar los nombres de los tres hermanos Karamazov. Mitia, Iván, Aliosha, y, después, el hermanastro, Smerdiakov. ¿Cuántas personas habría en este mundo, capaces de decir los nombres de todos los hermanos Karamazov?

Al mantener la vista clavada en el cielo, me sentí como un pequeño bote flotando en el amplio mar. Sin viento, sin olas, sólo flotaba allí, inmóvil. Un bote que flota en el océano posee algo muy especial. Lo dijo Joseph Conrad. En el pasaje del naufragio de
Lord Jim.

El cielo era profundo y relucía claro como los firmes conceptos de las personas que no albergan dudas. A veces, cuando lo miro desde el suelo, siento que el cielo es la síntesis de la existencia entera. Igual que el mar. Al mirar el mar durante muchos días seguidos, acabas sintiendo que únicamente existe el mar. Joseph Conrad pensaba igual que yo. Apartado de la ficción que representa el barco y arrojado al amplio océano, un pequeño bote posee, efectivamente, algo muy especial, y nadie puede ser insensible a esta singularidad.

Tumbado en el césped, me bebí la última lata, me fumé un cigarrillo y ahuyenté de mi cabeza las reflexiones literarias. Tenía que volver a la realidad. Me quedaba poco más de una hora.

Me levanté, cogí las latas vacías entre los brazos, las llevé al cubo de basura y las tiré. Y saqué las tarjetas de crédito de la cartera y las quemé dentro del cenicero. La madre bien vestida volvió a echarme una mirada rápida. Las personas decentes no queman tarjetas de crédito los lunes por la mañana en los parques. Quemé primero la American Express, luego la Visa. Las tarjetas de crédito ardían en el cenicero con pinta de encontrarse muy a gusto. Se me ocurrió que podía quemar también la corbata Paul Stuart, pero cambié de idea. Llamaría demasiado la atención y, además, no tenía ninguna necesidad de quemar la corbata.

Después compré diez bolsas de palomitas de maíz en un quiosco, esparcí nueve de ellas por el suelo, para las palomas, y la otra me la comí sentado en un banco. Se agolparon tantas palomas como para un documental sobre la Revolución de Octubre y se comieron las palomitas. Yo me comí las mías al mismo tiempo que ellas. Hacía mucho que no las probaba y lo cierto era que estaban bastante buenas.

La madre bien vestida y la niña contemplaban ahora la fuente. La madre debía de tener la misma edad que yo. Mientras la miraba, me acordé de mi antigua compañera de clase, la que se había casado con el revolucionario, había tenido dos hijos y había desaparecido. Ella ya no podía llevar a sus hijos al parque. Ignoraba, por supuesto, qué pensaría ella al respecto, pero a mí me dio la sensación de que el hecho de desaparecer ambos, ella y yo, de nuestras respectivas vidas diarias era un punto que teníamos en común. Pero quizá —era muy posible— ella negara compartir ese
algo
conmigo. Hacía ya casi veinte años que no nos veíamos y durante estos veinte años habían sucedido muchísimas cosas. Habíamos vivido circunstancias diferentes, pensábamos de modo distinto. Además, respecto al hecho de abandonar la vida, ella la había dejado por propia voluntad, y yo no. A mí sólo me habían arrancado las sábanas mientras dormía.

Me dio la sensación de que ella me censuraría por eso. «¿Y qué diablos has decidido tú?», me diría. Y tendría razón. Yo no había elegido absolutamente nada. La única decisión que había tomado, si podía llamarse así, era perdonar al profesor y no acostarme con su nieta. Pero ¿de qué me había servido? ¿Se basaría ella en algo de esta índole para juzgar el papel que había desempeñado yo respecto a mi propia desaparición?

No lo sabía. Nos separaba un largo periodo de tiempo: casi veinte años. Los criterios en los que podía basarse ella para valorar o no valorar las cosas estaban más allá de los límites de mi imaginación.

Dentro de los límites de mi imaginación ya no quedaba casi nada. Sólo veía las palomas, la fuente, el césped, la madre y la hija. Sin embargo, mientras mantenía la vista fija en estas imágenes, sentí, por primera vez en varios días, que no quería abandonar este mundo. No me importaba a qué mundo iría a continuación. Aun suponiendo que, a lo largo de mis treinta y cinco años de vida, hubiese consumido el noventa y tres por ciento del fulgor de este mundo, no me importaba. Quería seguir contemplando eternamente el devenir de las cosas, y conservar con amor el siete por ciento restante. No sabía por qué, pero me parecía que aquélla era una responsabilidad que me había sido encomendada. Era verdad que, a partir de cierto momento, mi vida y el modo de vivirla se habían torcido. Había tenido mis razones. Aunque los demás no lo entendieran, no había podido actuar de otro modo.

Sin embargo, no quería desaparecer dejando atrás mi vida torcida. Tenía la obligación de velar por ella hasta el final. De otro modo, perdería todo sentido de la equidad conmigo mismo. No podía irme dejando mi vida en aquella situación.

Aunque nadie lamentara mi pérdida, aunque no dejase un vacío en el corazón de nadie, aunque casi nadie se diera cuenta de que yo había desaparecido, no quería: mi existencia era asunto mío. Ciertamente, había perdido muchas cosas en el curso de mi vida. Tantas que, aparte de mí mismo, ya casi no me quedaba nada por perder. Sin embargo, en mi interior permanecía vivo el reflejo de lo que había perdido, y aquello era lo que había conformado mi ser a lo largo de mi vida.

No quería abandonar este mundo. Al cerrar los ojos, pude percibir claramente cómo se tambaleaba mi corazón. Fue una sacudida tan grande y profunda, más allá de la tristeza y de la soledad, que removió mi ser desde los cimientos. Aquel vaivén no cesaba. Hinqué los codos en el respaldo del banco para soportar su sacudida. Nadie me ayudó. Nadie podía socorrerme. Del mismo modo que yo no podía ayudar a nadie.

Hubiese querido deshacerme en lágrimas, pero no podía llorar. Era demasiado mayor para hacerlo, había tenido demasiadas experiencias en mi vida. En este mundo existe un tipo de tristeza que no te permite verter lágrimas. Es una de esas cosas que no puedes explicar a nadie y, aunque pudieras, nadie te comprendería. Y esa tristeza, sin cambiar de forma, va acumulándose en silencio en tu corazón como la nieve durante una noche sin viento.

Cuando era más joven, había intentado alguna vez traducirla en palabras. Pero por más que me había esforzado en buscar las palabras adecuadas, no había conseguido comunicársela a nadie, ni siquiera a mí mismo, y había dejado de intentarlo. De modo que había bloqueado las palabras, había bloqueado mi corazón. La tristeza, cuando es tan profunda, ni siquiera permite metamorfosearse en lágrimas.

Me apetecía fumarme un cigarrillo, pero no quedaba ninguno en la cajetilla. En mis bolsillos sólo había cerillas. Y sólo me quedaban tres. Las fui prendiendo y arrojando al suelo, una después de otra.

Cuando volví a cerrar los ojos, el vaivén ya había desaparecido. En el interior de mi cabeza sólo flotaba, como si fuera polvo, un apacible silencio. Me quedé largo rato, solo, contemplando aquel polvo. Permanecía suspendido en el aire, inmóvil, sin descender. Fruncí levemente los labios y soplé, pero siguió sin moverse. No habría podido barrerlo ni el más violento de los vendavales.

Pensé entonces en la chica de la biblioteca, que acababa de irse. Pensé en su vestido de terciopelo, en sus medias y en su combinación, amontonados sobre la alfombra. ¿Descansarían todavía en el suelo, aún por recoger, como si fueran parte de ella misma? ¿La había tratado yo con equidad, había sido justo con ella? «No, no es eso», me dije. ¿Quién deseaba equidad? Nadie. Yo era el único que la necesitaba. Pero ¿qué sentido podía tener una vida desprovista de equidad? Igual que la quería a ella, yo quería su ropa y su lencería tiradas por el suelo. ¿Era aquélla una de las formas que daba yo a la equidad?

La equidad es uno de los conceptos que sólo son válidos en un mundo extremadamente limitado. Pero este concepto se extiende a todas las manifestaciones de la vida. Desde los caracoles y los mostradores de las ferreterías hasta la vida matrimonial. Lo abarca todo. Aunque nadie me lo pidiera, aquello era lo único que yo podía dar.

En este sentido, la equidad se parece al amor. Lo que uno está dispuesto a dar y lo que te piden son dos cosas distintas. Por eso, precisamente, muchas cosas habían pasado de largo ante mis ojos o, tal vez, por el interior de mi corazón.

Quizá debía arrepentirme de mi vida. Sería otra forma de equidad. Pero yo no podía arrepentirme de nada. Aunque todo hubiera pasado de largo, como el viento, dejándome a mí atrás, porque ahí estaban también mis propias esperanzas y deseos. Y sólo había quedado aquel polvo blanco que flotaba en el interior de mi cabeza.

Fui a comprar tabaco y cerillas al quiosco del parque y, de paso, volví a llamar a casa desde una cabina telefónica. No creía que contestara nadie, pero no me pareció mala idea llamar a mi casa cuando mi vida estaba a punto de llegar a su fin. Imaginaba con toda claridad cómo el timbre resonaría en mi piso.

Sin embargo, en contra de mis expectativas, al tercer timbrazo alguien descolgó el auricular. Y dijo: «Diga». Era la joven gorda del traje rosa.

—¿Aún estás ahí? —pregunté asombrado.

—¡Qué dices! —repuso—. Ya me he ido una vez y he vuelto. No tengo tanto tiempo que perder. He regresado porque quería saber cómo continuaba el libro.

—¿El de Balzac?

—Sí. Es un libro fascinante. Sientes en él la fuerza del destino.

—¿Ya has sacado a tu abuelo del subterráneo?

—Claro. Ha sido muy fácil. El agua ya se había retirado y era la segunda vez que recorría el mismo camino. Hasta compré dos billetes de metro antes de ir para allá. Mi abuelo está perfectamente. Te envía saludos.

Se lo agradecí y le pregunté:

—¿Y qué hace ahora?

—Se ha ido a Finlandia. Dice que, si se quedara en Japón, tendría demasiados problemas y no podría investigar en paz, así que va a montar un laboratorio en Finlandia. Por lo visto, es un buen lugar, muy tranquilo. Incluso hay renos.

—¿Y tú vas a ir?

—Yo he decidido quedarme aquí y vivir en tu piso.

—¿En mi piso?

—Sí. Me gusta mucho. Pondré una puerta, y te compraré una nevera y un vídeo. Alguien te los ha destrozado. Oye, ¿te importa que ponga la colcha, las sábanas y las cortinas de color rosa?

—No, no me importa.

—Y puedo suscribirme al periódico, ¿verdad? Es que quiero consultar la programación de la tele.

—Adelante —dije—. Pero es peligroso que te quedes ahí. Podrían aparecer los semióticos o los del Sistema.

—¡Bah! Esos no me dan ningún miedo —dijo—. Os quieren a vosotros, a ti y a mi abuelo. Yo no tengo nada que ver. Además, hace un rato han venido un par de bichos raros. Un hombre grandote y otro pequeño. Y los he echado del apartamento.

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