El guardián de la flor de loto (24 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

—En las comunidades cercanas no encontraremos oxígeno —aseguraba Chang.

—¿Cómo que no?

—Todas las botellas que traen desde Lhasa terminan en los acuartelamientos. Los únicos que se benefician de ellas son los militares que llegan por primera vez al Tíbet.

—Creía que en Pekín habían puesto en marcha programas de avituallamiento para los centros médicos de las tierras altas…

—Aquí pesan más las decisiones que toman los oficiales de la zona que las de los propios dirigentes del partido.

Chang, sin dejar de murmurar, atizó con dos sacudidas el fuego que caldeaba la tienda, alarmado al ver cómo castañeteaban mis dientes. Gyentse me secó la frente con un pañuelo mientras apretaba las mantas alrededor de mi cuerpo. Después me levantó un párpado y examinó un ojo inyectado que no podía verle. Repasaba el iris como si se tratase de una radiografía de mi cuerpo.

—De algún modo tendré que controlar la fiebre y evitar que la falta de oxígeno llegue al cerebro. Quizá deberíamos bajarle unos cientos de metros. ¿A partir de qué pueblo se atenuarán los efectos de la altitud?

El conductor le miró con gravedad.

—No podemos arriesgarnos —declaró—. Si detectan desde algún puesto la presencia de un jeep a esta hora… Entre las ocho y las diez de la mañana se realizan los abastecimientos y están en máxima alerta.

Gyentse meditó la situación durante unos segundos.

—Está bien —concedió—. Pero si a medio día no ha mejorado lo bajaremos hasta donde sea preciso. No voy a dejar que muera aquí.

Chang susurró una frase más que apenas escapó de sus labios, y salió de la tienda apartando las pieles.

Gyentse, completamente agotado por todo lo vivido desde que habíamos llegado a Lhasa, cerró los ojos y, sin quererlo, se quedó dormido.

Cuando desperté lo encontré sentado en la posición del loto, con la cabeza ladeada, apoyada en un palo de los que sostenían el techo.

—Gyentse… —le llamé.

Abrió los ojos con un ligero sobresalto.

—¡Sí…!

—Creo que antes ya te he dado las gracias. Una vez más.

—Vaya, me había quedado…

—Me has encontrado. Parece increíble.

—Estás despierto… —reaccionó.

—Gracias a ti —repetí.

Gyentse se frotó los ojos y se inclinó para tomarme el pulso.

—¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor.

—Sé que lo has pasado mal de veras.

—¿Y tú? ¿Cómo pudiste…?

—No sé ni cómo conseguí llegar al Jokhang, pero lo hice. —Se colocó en mejor postura para hablarme—. Para entonces ya se había disuelto el tumulto, pero todos los peregrinos comentaban sin cesar lo que había ocurrido. Me senté a esperar, resguardado tras una de las columnas de entrada al templo. Confiaba verte aparecer en cualquier momento. Fue entonces cuando se acercó el monje. Había logrado escabullirse y me dio el recado tal como te había prometido. ¡No podía creer lo que estaba oyendo! Quería salir en tu busca en ese mismo instante, pero no pude hacerlo hasta el amanecer. Debía esperar a Chang, nuestro chófer. Por suerte él también cumplió bien su cometido. Vino a buscarme al monasterio y me llevó hasta la aldea de Nakchu. Fue allí, mientras preguntaba a los dueños del colmado si habían visto a un occidental que viajaba solo cuando uno de los nómadas de este campamento que estaba comprando grano me indicó que delirabas desde hacía horas en el interior de su tienda.

Noté un extraño sabor en la garganta.

—¿Me has hecho tomar algo?

Gyentse me miró sereno, con cierto aire de paternalismo.

—No has tenido nada, y nada te he dado. Tranquilízate. Ahora todo está bien.

Mi amigo lama me hablaba con un tono rotundo y balsámico propio de un médico que me resultaba desconocido en él. Me cogió la mano. Percibí cómo se concentraba en mi pulso. Traté de incorporarme.

—Vuelve a echarte —ordenó sin soltarme la muñeca.

Al reclinarme vi en el suelo los cuencos con el engrudo grumoso que me había dado la mujer nómada antes de que Gyentse llegara.

—Lo que me ha sanado, ¿está en esas tazas?

El lama suspiró y contestó con otra pregunta.

—¿Qué crees que has padecido?

—Ya sé que es por la altura. Estaba agotado y débil. Todavía tengo secuelas de la explosión.

Gyentse se quitó las gafas para limpiar los cristales. Mientras lo hacía me imantó con el magnetismo de sus ojos, que por una vez mostró casi por completo levantando sus párpados tibetanos.

La fiebre ha sido la vía de escape que esta vez ha utilizado tu cuerpo para aliviar la presión que ejercen tus conflictos.

—Espero que me des alguna hierba de esas que recogen por aquí y completes el trabajo.

Gyentse sonrió. Después entonó rítmicamente unas palabras mientras recogía unos paños que colgaban de los pinchos de una rama seca, sujeta junto al hornillo.

—Para curar la esencia de la enfermedad no toméis medicamentos ni realicéis ceremonias sanadoras. No consideréis la enfermedad un obstáculo, ni tampoco una virtud. Dejad la mente libre y quieta, que se abra camino a través del flujo de imágenes y conceptos. Las viejas dolencias desaparecerán y seréis inmunes a las nuevas.

—No sé si estoy tan despierto como para seguirte…

Él continuaba doblando los trapos calientes.

—Son palabras de Padmasambhava, el mismo maestro tántrico que enterró el
terma
que hemos venido a buscar. Son la base de nuestro sistema médico. Has padecido el mal de altura como podría haberte atacado cualquier otra dolencia.

—Quieres decir que yo mismo he engendrado el mal…

—Lo ha hecho tu estado interior en pugna. Te está presentando batalla.

—Sé que hay cosas que aún me rondarán por aquí durante algún tiempo.

Me toqué el estómago y Gyentse asintió sin tomárselo a broma.

—La ira y la hostilidad trastornan la bilis, nuestro humor corporal asociado al fuego, y tú eres una de esas personas en las que predomina la bilis por encima del flujo vital o de la flema, los otros dos elementos que determinan nuestro ser.

—Eso también te lo ha dicho mi pulso…

—El primer día. Como pudiste comprobar en Dharamsala, los médicos tibetanos no nos movemos según los mismos cánones que los occidentales. Incluso nuestros mapas anatómicos son diferentes. En ellos, además de los órganos, representamos las corrientes energéticas que nos vinculan al resto de la existencia. Y son esas vías las que tratamos de restablecer para sanar las dolencias.

—¿Afirmas que podéis ver esas vías de energía?

—Desde luego. En el ombligo se acumula la energía de la que surge nuestra forma física. Y de él parten los canales principales; el ascendente, que genera el cerebro, y el descendente, que da lugar a los genitales.

—Pero antes hablabas de los elementos.

—En todos los seres, incluido el hombre, confluyen los cinco elementos: tierra, agua, fuego, aire y espacio, que son las fuerzas dinámicas de la naturaleza. Los médicos tibetanos consideramos que el elemento tierra está asociado a los huesos, piel, uñas y cabello, el agua a los fluidos corporales, el fuego al calor asociado con el metabolismo y la digestión, el aire a la energía vital y el espacio a la conciencia. Sus desequilibrios producen la enfermedad, y la disolución de unos en otros produce la muerte.

—Has dicho que a mí me están trastornando la ira y la hostilidad. Vaya… No me considero una persona particularmente irascible.

—También está la ira contra uno mismo, o los deseos contenidos. Toda agresividad contamina las células corporales, hasta la que emana del descontento con nosotros mismos. Ten en cuenta que las enfermedades surgen de las actitudes con las que limitamos nuestro cuerpo físico. Nos aferramos a él y no alcanzamos a ver que es un maravilloso e irrepetible vehículo que, bien conducido, puede ayudarnos a alcanzar el despertar definitivo.

—Entonces, ¿la fiebre que he padecido no es sino una mera consecuencia de algún mal oculto de mayor entidad?

—Así es. Podrás curarte hoy de la fiebre, pero mañana tu bilis alterada hará que tu cuerpo padezca otra dolencia igual o más dañina. Hasta que no sanes tu espíritu y restablezcas tus canales energéticos no dejarás de sufrir, de un modo u otro. Párate a pensar dónde radica verdaderamente tu mal. Párate a pensar —repitió—. Si lo desenmascaras podrás atacarlo de raíz y arrancarlo de ti para siempre.

—Eso es lo que Lobsang Singay hacía con sus pacientes.

—Así es. No se limitaba a poner un parche para curar la enfermedad por la que acudían a verle. Siempre iba más allá. Canalizaba la energía de la naturaleza y la proyectaba para que llegase a los confines del cerebro del paciente.

—¿A través de los cánticos, como los que utilizasteis para sanarme a mí en Dharamsala?

—A través de los cánticos de armónicos, mediante la exhibición de los mándalas que él mismo dibujaba o utilizando cualquier otra vía que considerase propicia para estimular el cerebro de cada paciente concreto. De un modo u otro conseguía convertir esos cerebros en sus aliados, logrando que cada mente, previamente estimulada, repartiese por el cuerpo del enfermo la información necesaria para restablecer la frecuencia de sus órganos hasta lograr la armonía total y, en consecuencia, la sanación.

Pensé durante unos segundos lo que Gyentse trataba de decirme.

—Es posible que tenga acumulada en mi interior bilis en mal estado desde hace demasiado tiempo.

—De momento tus pasos están trazando el camino más sublime para lograr ese despertar: el camino de la compasión. La entrega ha de comenzar por una sola persona para luego ampliarse al resto de los seres.

Pensé en Louise y se me encogió el alma. Quería creer que Gyentse se refería a «una sola persona» genéricamente, pero no podía olvidar la primera vez que dejé Puerto Maldonado para ejercer de inspector del programa y me alejé de mi hija. Aquel día me despedí de Louise con un beso sonoro y un abrazo rompe-costillas. Quiso acompañarme hasta la furgoneta que me llevaría a la pista de despegue. Apoyé la mano en el cristal y Louise se despidió agitando la suya. Mientras echábamos a andar entre los bananos percibí un hilo intangible que se estiraba de palma a palma, desde su manita blanca a la mía. Entonces creí que estaríamos unidos por mucha que fuera la distancia que nos separase. Desde entonces me había alejado de ella muchas veces. En esta ocasión estaba más lejos que nunca, tanto que parecía haberse roto para siempre aquel hilo intangible que unía la palma de mi mano, apoyada en el cristal, a la suya saludando en la parada, alzada en mitad de la senda de tierra naranja mojada por la lluvia.

El lama recogió en una bolsa los trapos con los que me había secado el sudor y salió de la tienda.

Me revolví a un lado y a otro sobre la manta, pero al momento me enfundé las botas con los cordones sin atar y salí al exterior. Caminé unos pasos y respiré con fuerza. El campamento nómada estaba tranquilo. Las demás tiendas rompían la horizontalidad del suelo asemejándose a los picos de la cordillera que cerraba, a lo lejos, el paisaje indómito. Giré sobre mí mismo y noté cómo las nubes giraban conmigo; me sentí en sincera comunión con los elementos. Allí estaban todos: el aire, el fuego, el agua de la nieve en los picos, la tierra. Eran los mismos elementos que surcaban las páginas del
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
formando combinaciones perfectas. Era como si el tesoro ya estuviera cerca, como si hubiese comenzado a irradiar su energía y a actuar sobre mí. Levanté la palma de mi mano y volví a sentir el hilo intangible. Dos cuervos posados sobre las estacas de la tienda graznaron dándome la bienvenida.

Chang se acercó.

—Nos vamos —dijo.

Me fijé en cómo se apretaba el cinturón del pantalón, como si estuviera asegurando los arreos de su caballo antes de partir.

Capítulo 26

Tuvimos que dar un enorme rodeo por el norte para volver a la carretera que llevaba a la región del oeste. Pasamos cerca de las ciudades de Draknak, Nyima y Dungtso, aunque evitamos atravesarlas para que no nos detuviesen en un control de visados, ya que aquellos de los que nos había provisto Luc servían únicamente para movernos por la capital y visitar los monasterios de los alrededores. Si descubrían que habíamos salido de Lhasa sin los permisos oportunos nos acusarían de espionaje y seríamos trasladados a la prisión más próxima. Con motivo de las celebraciones se habían intensificado las encarcelaciones de activistas, y estaban condenando a penas desproporcionadas a cualquiera que llevase a cabo simples insinuaciones de apoyo a la independencia del Tíbet. Recientemente habían llegado noticias a Dharamsala sobre ejecuciones sumarias y un preocupante aumento de las torturas. Eso quería decir que, como ya nos advirtió el Kalon Tripa en Dharamsala el día que partimos, la actuación de los oficiales chinos de la zona no estaba en absoluto vigilada, ni siquiera desde el alto mando de Pekín. Y esta situación se recrudecía aún más en el área militarizada lindante con la región india de Cachemira, precisamente allá donde se ubicaba el monasterio al que nos dirigíamos.

Nuestro conductor siempre hallaba alguna ruta alternativa por la montaña a través de la cual evitar los controles. Pero el lamentable estado de aquellos senderos llegaba a amedrentarnos más que la posibilidad de enfrentarnos a las patrullas chinas que se apostaban en las vías principales. Nunca llegué a acostumbrarme a aquella visión permanente del precipicio a unos pocos centímetros del surco que seguían nuestras ruedas. No dudaba de la destreza de Chang al volante, pero en más de una ocasión hizo que nos diese un vuelco el corazón al evitar in extremis que nuestro jeep cayese al vacío.

Apenas unos pocos vehículos transitaban por aquella carretera. Casi siempre se trataba de camiones que se veían obligados a llevar su mercancía hasta los destacamentos militares de las zonas apartadas, pero otras veces eran los propios soldados los que circulaban por la ruta. Por ello, cuando Chang percibía el ruido de algún motor lejano paraba el jeep y se dedicaba a otear las extensiones de roca hasta localizar de dónde procedía. Nunca nos deteníamos. Llevábamos provisiones y agua suficientes para varios días de viaje. A medida que pasaban las horas era más difícil estar alerta. Gyentse comenzaba a inquietarse en su asiento. Chang también se alteraba y murmuraba frases ininteligibles cuando el firme se volvía más inestable. Yo repasaba el mapa y descubría lo poco que habíamos avanzado desde la última vez. Entonces volvía a apoderarse de la cabina aquella sensación angustiante de urgencia y la prisa por llegar a la lamasería y hacernos con el rollo de pergaminos sagrados. Y más aún desde que definitivamente nos internamos en la región del oeste y nos aproximamos a la que llamaban el «área en disputa», en cuyos aledaños se concentraba el mayor número de controles.

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