—Las cimas desérticas son para los monjes y para los que no saben dónde buscarse a sí mismos —dijo Gyentse—. Sólo los que están perdidos se sienten bien en los lugares sin referencias.
—No es el vacío ni la soledad lo que me atrae. Es la inmensidad de los espacios. Mira la aldea…
—Al lado de esa montaña parece una mota de polvo.
—A eso me refiero.
Gyentse, ahora más tranquilo, recuperó por completo el aire doctrinario que le imprimía su doble condición de médico y de lama.
—Algún Dalai Lama anterior escribió que, por dura que sea la vida, la felicidad brota de un espíritu en paz, que si no hay envidia no hay insatisfacción, y que, por ello, la simplicidad y la indigencia de estas montañas favorecen más la serenidad de espíritu que cualquier ciudad del mundo.
Casi no había terminado la frase cuando escuchamos una queja que provenía del jeep. Chang murmuraba mirando hacia el cielo.
—¿Qué ocurre?
—¿No oís el ruido de un helicóptero?
—Dios, no…
—Yo no oigo nada —indicó Gyentse.
—Está ahí —confirmó Chang sin dejar de escrutar cada hueco entre las nubes.
—¿Qué crees que debemos hacer?
—Lo más importante es ocultar el jeep. Hemos de ir hasta la aldea de inmediato.
—Pero antes has dicho…
—Confiemos en tener suerte por una vez.
—Confiamos en ti —le animé—. Así que decídelo tú.
—Esperemos que todos los soldados estén en las celebraciones de Lhasa —sentenció.
Saltó al interior del jeep, metió una marcha al mismo tiempo que arrancaba y aceleró como si quisiera comprobarlo cuanto antes.
Entramos en la aldea por una calle polvorienta. Nos sobresaltaba cada movimiento, cada sombra que vibraba a nuestro paso. Hasta las cosas más ingenuas parecían estar cargadas de pólvora. Un cuervo se posaba en el tejadillo que coronaba el dintel de un colmado mientras otro arrancaba los hilos de uno de los sacos apilados en las paredes. Al otro lado, unas mujeres removían paja y estiércol con unos rastrillos.
Poco a poco nos fuimos convenciendo de que todo estaba en calma. Pero cuando doblamos la primera esquina fue como si nos trasladásemos a otra dimensión. Ante nosotros se abrió una explanada en la que había instalado un enorme mercado.
—¡Maldita sea! —exclamó Chang mientras detenía el jeep en seco.
Gyentse se ajustó las gafas con nerviosismo.
—¿Qué pasa?
—¡Es día de mercado! ¡No podíamos haber venido otro día! ¡Día de mercado! —repitió con irritación.
El mercado ocupaba todo el centro de la aldea. Desde allí partían, en dirección a la zona baja del río, hileras de casas flanqueadas por tapias que le daban un aspecto laberíntico.
—Pensaba que sería peor —dije tratando de calmarle.
—¡Es peor que cualquier otra cosa! ¡Sin duda habrá soldados, de patrulla o haciendo compras! ¡Eso es lo que habrá! ¡Soldados! ¡Cómo pude pensar que…!
Giró el volante y comenzó a rodear la explanada tratando de no llamar la atención.
Aquella aldea era el centro de comercio para todos los habitantes de la comarca. Los tenderetes, cubiertos con toldos hechos de retales, ocupaban hasta donde alcanzaba la vista. Las calles del mercado estaban pobladas de gorras, trenzas verdes y rojas, gorros de rombos y sombreros de ala que se movían como una masa compacta, sin dejar huecos. Pasamos ante puestos de especias y raíces, de telas, de todo tipo de cacharros de cocina usados, de candados y mecheros de piedra; junto a puestos en los que se remendaba ropa y se reparaba calzado, los había de carne de animales sin despellejar, de lana en madejas, uno de banderas ceremoniales y otro de hierbas medicinales atendido por un doctor que examinaba el iris de los pacientes que se acercaban y compraban los remedios que les recetaba en el momento.
—Es sólo un curandero —declaró Gyentse, por un lado justificando la medicina tibetana y por otro tratando de mostrarse indiferente al nerviosismo de Chang, que no dejaba de respirar con fuerza con la boca cerrada.
—Es mejor que aparquemos el jeep tras esa tapia y nos ocultemos en alguna de las casas en las que preparan comida —dijo al fin—. Ya proseguiremos cuando desmonten el mercado y los soldados abandonen la zona. Con un poco de suerte nadie se habrá fijado en nosotros.
Introdujo el jeep en un pajar que encontró abierto junto a una puerta coronada por un letrero. Un dogo trataba de arrancar la argolla a la que estaba atado. Nos ladró dejando escapar babas hasta que apareció la dueña. La mujer sujetaba un termo de porcelana decorado con seres de cuellos retorcidos. Frente a la siguiente puerta tres adolescentes jugaban alrededor de una mesa de billar americano que habían sacado a la calle; una las pocas diversiones importadas que habían llegado al profundo Tíbet. El más descarado de los tres me dio un repaso de arriba abajo sin dejar de agitar el palo. Me asomé a la ventana de la casa para ver quién había en el interior. La mujer se acercó hasta situarse a mi lado y torció la cabeza como los animales del termo. Todo lo que veía me resultaba violento. Escudriñé cada rincón de la calle y del mercado que, al fondo, vibraba cada vez más.
—Sí que hay soldados, sí que hay soldados… —se lamentaba Chang mientras se acercaba tras haber reconocido rápidamente la zona.
De repente se escucharon unos gritos que provenían de uno de los puestos más próximos. La pareja de reclutas chinos a la que se había referido Chang comenzó a discutir enérgicamente con el propietario. Sin duda querían seguir su ronda sin pagar unas barras de caramelo tostado que se habían llevado a la boca con todo descaro al pasar junto a la barraca. Poco a poco se acercaron al tenderete decenas de personas. Algunos por mera curiosidad y otros para ponerse del lado del tendero; aprovechaban aquel incidente para descargar sobre los soldados su hostilidad acumulada. Me fijé en una niña de unos seis años que lloraba a pocos metros del tumulto. Estaba sola. Parecía una muñeca perdida con su falda a rayas, la camisola negra y el pañuelo en la cabeza. Todo se complicó cuando un joven tibetano con la mirada cargada de odio no se resistió y, amparado por la cantidad de gente que se había acumulado alrededor, propinó un empujón al soldado que más gritaba. Este se volvió hacia él y levantó la porra con rabia, conteniéndose para no iniciar un altercado mayor. Una mujer se retiró bruscamente hacia atrás y golpeó a la niña, que se echó a llorar con más fuerza tras caer al suelo. El dogo empezó a ladrar de nuevo.
—¡Entrad ya! —nos urgió Chang—. ¡Alquilaremos una habitación en la que escondernos hasta que…!
—¡Espera! Esa niña…
Se había echado las manos a la cara y chillaba con pánico. Nadie podía oírla entre el griterío de la multitud que, cada vez más exaltada, se enfrentaba sin miedo a los soldados. El dogo ladraba más y más fuerte.
Entonces apareció el resto de la patrulla y, antes de darles tiempo a intervenir, alguien lanzó una piedra.
—¡Olvida a la niña! ¡Vamos! —gritó Chang.
Uno de los soldados disparó al aire y todos echaron a correr. La niña se quedó paralizada. Todo el polvo del mercado se concentró en ella, mezclándose con sus lágrimas y pegándosele a la cara. Comenzaron a llover más piedras. Los soldados saltaron a un jeep que llegó derrapando. Me volví hacia Chang. Agitó la cabeza por última vez y se introdujo en la casa. Gyentse ya estaba dentro.
No lo pensé más. Corrí hacia donde se encontraba la niña esquivando a la gente que huía en dirección contraria. Otro jeep hizo un trompo junto al puesto donde se había iniciado la algarada y casi atropelló a los que estaban más cerca. Eso provocó que la multitud se echase contra el vehículo y golpease la chapa y los cristales con sus bastones o con los puños. En ese momento llegué hasta donde se encontraba la niña. Sin dejar de correr la cogí justo cuando estaba a punto de echársele encima el primer jeep, que rodeaba la explanada sin importarle quién estuviera en medio. En el último momento salté por encima del tenderete aprisionándola contra mi pecho. El jeep pasó a toda velocidad y me golpeó en el tobillo con el guardabarros cuando todavía estaba en el aire. Solté un aullido sordo y caí tratando de proteger a la niña del impacto contra el suelo. Decidí esperar bajo el mostrador, hecho un ovillo, a que todo se calmase.
Al poco, los soldados se dirigieron hacia el exterior del pueblo persiguiendo a los que continuaban arrojando piedras. En cuanto se alejaron lo suficiente corrí de nuevo con la niña en brazos hacia la casa donde se habían resguardado Chang y Gyentse. En ese momento me di cuenta de que alguien corría y gritaba detrás de mí. Me dolía el tobillo y no podía ir más deprisa. A media calle el extraño me alcanzó y me sujetó por el codo. La niña rompió de nuevo a llorar. Quise retenerla como si de ello dependieran nuestras vidas, pero ella misma lanzó sus manos hacia atrás al mismo tiempo que un hombre de gran estatura me la arrancaba de los brazos.
Era su padre.
Nos dirigimos a la casa. Mis compañeros nos observaban mientras recuperábamos el ritmo de la respiración. Chang murmuraba con su habitual soniquete. Gyentse me vendaba el tobillo. El padre de la niña, perteneciente a una etnia tibetana que no supe reconocer, me atravesaba con sus ojos achinados. Me fijé en su nariz recta, diferente a las de los demás tibetanos. Su pelo negro estaba peinado con raya en medio, recogido por detrás con un moño en uno de los lados mientras en el otro dejaba caer su trenza envuelta en hilo rojo. Sus labios también eran más finos de lo que era habitual en la meseta, pero estaban igualmente llagados por el viento incesante y el frío.
La niña no había separado la carita de su hombro ni un instante. Él no había dicho una sola palabra. Quizá no encontraba las que expresaran lo que sentía. Su hija y él eran uno, y se abrazaban como si ya nunca se fueran a soltar. Me sentí satisfecho, pero a la vez más solo que nunca.
Por fin se decidió a hablar. Gyentse tradujo sus palabras.
—Dice que está en deuda contigo.
—Fue algo instintivo. Yo también tengo una hija.
Gyentse siguió traduciendo.
—Insiste en que toda la etnia kampa está en deuda contigo.
Ya había oído hablar de aquel pueblo. Los kampa provenían de una apartada región del Tíbet oriental, pero desde tiempos remotos habían recorrido cada centímetro cuadrado de la meseta en numerosas campañas bélicas. Eran conocidos en toda Asia por su valor y fiereza. A pesar de que su territorio era el paso más directo entre China y el antiguo Tíbet, ni siquiera Marco Polo se atrevió nunca a cruzar por allí. En aquella época se contaba que todos los viajeros eran arrojados desde lo alto de sus precipicios. A pesar de su fama, los rostros de los kampa desprendían amabilidad y sus maneras eran educadas, por lo cual se les denominaba el «pueblo de los bandidos caballerosos». Hacían gala de ser una estirpe de guerreros en la que todos sus soldados tenían el porte de un oficial. Elegantes y presumidos, tanto los hombres como las mujeres acostumbraban a vestir joyas y adornos, sombreros, cinturones y telas con cintas bordadas y remaches de turquesa y ámbar como los que el padre de la niña llevaba sobre su capa.
Asentí complacido y el kampa continuó hablando.
—Quiere que sepas que se llama Solung, que es el jefe de su clan y que puedes buscarle cuando lo necesites. Sea donde sea, en cualquier momento.
—Dale las gracias.
El kampa se levantó e inclinó la cabeza para despedirse. Antes de salir se detuvo en medio de la estancia.
—Me pregunta hacia dónde vamos —tradujo Gyentse.
—¡No sé por qué podrá interesarle! —se apresuró a protestar Chang.
De inmediato decidí que no teníamos de qué preocuparnos.
—Díselo.
—Dice que llevan días viajando. Que han venido a comerciar con sus joyas y están recorriendo la zona. Que no salgamos por la carretera del oeste —tradujo.
—¿Hay otro control a la salida del pueblo? —se extrañó Chang en tono menos hostil.
—Según dice, un destacamento itinerante cubre la salida la aldea en las festividades. Y sin duda lo habrán reforzado después de lo ocurrido en el mercado. Ellos van a caballo y no tienen problema para evitarlo. Nos recomienda que también busquemos alguna senda alternativa por la montaña y que retomemos la carretera más adelante.
—Entre todos les habéis dado a esos soldados una buena excusa para entretenerse —volvió a mascullar Chang—. ¡Ya veremos cómo salimos de aquí!
—Chang… —le corté.
De repente me di cuenta. El kampa había dado por hecho que nos interesaba evitar el control. Quise decir algo, pero para entonces el jefe Solung ya había cruzado la puerta llevándose en brazos a la muñeca de la falda a rayas.
Me volví hacia Chang.
—Entonces…
—Saldremos de madrugada. No puedo más —se quejó mientras se frotaba los ojos—. ¡Y ahora el pueblo estará infestado de soldados!
Llamó a la dueña y discutieron el precio de una habitación. Por un lado no veía el momento de tumbarme en una cama, pero tampoco era capaz de cerrar los ojos sabiendo que esa misma tarde habíamos escapado a tiros de un control militar. En cualquier caso no tuve oportunidad de decidir qué era lo más acertado. Cuando nos disponíamos a recogernos en un dormitorio comunitario del primer piso escuchamos cómo alguien golpeaba de forma enérgica la puerta de la calle. Gyentse se asomó con discreción por la ventana confiando que no tuviera que ver con nosotros.
—¡Parece otro kampa! —exclamó.
Bajamos la escalera con rapidez.
—Dice que le envía el jefe Solung para aconsejarnos que salgamos de inmediato —tradujo Gyentse—. Al parecer los soldados nos están buscando.
—¿Qué?
—Dice que están preparando a toda prisa los caballos en el establo de la calle contigua. También dice que en dos minutos todo el grupo de kampas galopará al unísono hacia el control para atraer la atención de los soldados. Así tendremos tiempo de salir hacia la ribera del río e internarnos en el macizo antes de que comiencen a cercar la aldea. Se ha levantado una intensa bruma que nos será de gran ayuda.
—Pero ¿saben los soldados que estamos aquí?
—De ser así ya los tendríamos en la puerta. Habrán recibido órdenes de revisar todas las comunidades habitadas por si hemos parado en alguna.
Lancé a Chang una mirada de auxilio.
—Hubiese querido repostar. Veré si la mujer de la casa tiene bidones en el almacén para cargar alguno. ¡Recoged vuestras cosas!