El guardián de la flor de loto (29 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

—¿Cómo puede estar tan seguro? —objeté—. Quizá algún otro lama vino más tarde con el
terma
y ni siquiera saben que lo tienen aquí.

—Pero…

—Sólo quiero echar una ojeada con tiempo a todas las estanterías. Gracias a las láminas de carboncillo sabemos al detalle cómo es el
terma
, así que bastará con buscar un cartucho que tenga estampados cuatro demonios protectores.

—Te ruego que vengas conmigo —insistió.

—Nunca he practicado la meditación —dije tratando de excusarme.

—Por eso quiero que pruebes.

Durante nuestro viaje no había podido pararse a meditar ni una sola vez. Lo que no llegaba a entender es por qué me pedía que le acompañase, pero no quería discutir con él.

—Está bien —concedí.

Una vez en su habitación, me senté en el camastro y él lo hizo en el suelo, cruzando las piernas.

—Esta es la postura del Buda Bairokana —me explicó.

Las piernas en la posición del loto, sosteniendo los brazos a la altura del ombligo, con los hombros en el nivel exacto, ni muy altos ni muy bajos, al igual que la cabeza, ni muy levantada ni muy inclinada hacia abajo, con la lengua rozando el paladar y los dientes en su posición natural, ni muy cerrados ni muy abiertos, como los ojos, concentrados en la punta de la nariz.

—¿De verdad esa postura favorece la meditación?

—Se supone que es la ideal, pero también podrías practicar sentado en una silla. Lo esencial es tener la espalda recta para evitar caer en un estado de somnolencia.

Me senté en el suelo junto a él.

—¿Por qué has insistido en que viniera? —le pregunté directamente.

—Porque hemos estado huyendo a lo largo de cientos de kilómetros durante días. No todo puede transcurrir tan rápido. Tarde o temprano terminaríamos estrellándonos.

—Tratas de recobrar un poco de perspectiva sobre las cosas, y quieres que yo también lo haga.

—Así es. A través de la meditación logramos un estado de serenidad que nos permite analizar los problemas con lucidez. Nuestra mente es como el mar: cuando está agitado se remueve el fondo y sus aguas se vuelven turbias. Así resulta imposible distinguir nada. Sin embargo, las aguas de un mar en calma siempre son cristalinas, ya que el sedimento se apelmaza en el fondo.

—¿Qué he de hacer ahora? —le pregunté.

—Para comenzar, concéntrate en tu respiración. Siente el aire entrando y saliendo de tu cuerpo y no pienses en nada más.

—Me resulta muy complicado —dije al poco—. No puedo evitar el flujo de imágenes que se abalanzan sobre mí.

—Ahora estás descubriendo cuál es el estado habitual de tu agitada mente.

Me levanté de repente.

—¿Qué ocurre?

—Me duele demasiado la cabeza para meditar. Lo siento, Gyentse, pero necesito moverme.

Me miró sin cambiar de postura.

—Creo que lo que precisamente te sobra es precipitación. Ambos necesitamos pensar.

—Lo siento —repetí—. He de irme.

—¿Aún te preguntas por qué te duele la cabeza desde que llegaste al Tíbet y sin embargo no sentías dolor en Perú, a pesar de que también tiene zonas de gran altitud?

No quise buscar una respuesta.

—Estaré en la biblioteca para lo que precises —me limité a contestar, y salí sin darle tiempo a decir nada más.

Capítulo 30

Aún era de noche cuando Gyentse llamó a mi puerta.

—¿Estás bien? —le pregunté, sin haber llegado a despertar del todo.

—Muy bien. ¿Encontraste algo en la biblioteca?

—Supongo que ya conoces la respuesta… —le dije con ironía.

—La verdad es que lo esperaba.

Se sentó en mi camastro.

—Dime lo que sea. Sé que te guardas algo.

—Vayamos a ver a Gyangdrak —dispuso.

Cruzamos el monasterio sin hablar. La luna se desplomaba y una incipiente luminosidad vainilla anunciaba la llegada del alba.

Un monje nos pidió que esperásemos al abad en su despacho. Apenas tardó unos minutos en llegar.

—Perdone por haberle… —se apresuró a disculparse Gyentse.

—Hace rato que había iniciado mi rutina —le cortó Gyangdrak con afecto—. ¿Qué es eso tan urgente que queríais decirme?

—Ayer habló de un oráculo… —comenzó a exponerle Gyentse sin perder tiempo.

—Así es. Este monasterio alberga un oráculo sagrado desde hace siglos. Uno de los pocos que aún siguen en funcionamiento en el Tíbet.

Recordé cuando Gyentse me explicó que del mismo modo que los tibetanos confiaban en los astrólogos para informarse acerca del futuro en asuntos mundanos, siempre habían consultado a los oráculos cualquier cuestión de verdadera trascendencia. El problema era que, como todo en el Tíbet, los oráculos estaban a punto de extinguirse. La mayoría de los lamas que los encarnaron fueron asesinados y a los pocos que sobrevivieron se les prohibió practicar los ritos de predicción. Dadas las palabras del abad, el oráculo de aquel monasterio no parecía amedrentarse ante las amenazas de Pekín.

—¿Y si escuchásemos su predicción al respecto de si debemos o no ir en busca del
terma
a la antigua lamasería de Lobsang Singay? —preguntó.

—Pero…

—¿No creéis que es demasiada casualidad que se nos haya presentado esta disyuntiva precisamente aquí, en este monasterio? —insistió.

El rostro del abad se iluminó al igual que cuando el día anterior le desvelamos la existencia del
Tratado
.

—¡Tienes toda la razón! ¡Le pediré al lama que encarna al oráculo que se prepare para entrar en trance!

—¿De verdad puede hacerlo de forma tan apresurada? —pregunté.

—No podemos dejar pasar la oportunidad de que sea una deidad encarnada la que nos guíe —dijo Gyentse—. Para mí, escucharle es tan importante como la propia misión. —El abad le hizo un gesto de asentimiento—. Si no obtenemos un claro vaticinio ya decidiremos nosotros qué camino tomar.

—¡Todo os favorece, ya lo veis! —exclamó el abad, terminando de emocionarse—. ¡Cómo iba a ser de otra manera! ¡Seguro que el oráculo tiene algo que decir al respecto de
terma
desenterrado por Lobsang Singay!

No nos dio la oportunidad de decir nada más.

Un rato después nos acompañaron al lugar donde había de celebrarse el ritual. En otros tiempos, numerosos tibetanos llegados de los pueblos cercanos habrían llenado la sala esperando la llegada del oráculo. Hoy en día no se hacían públicas las convocatorias, por lo que sólo nosotros asistíamos a la ceremonia.

Los lamas que se encargaban de hacer sonar las trompetas tibetanas, los tambores y los platillos cuya música acompañaría al médium en el trance ya tenían preparados sus instrumentos.

Nos acomodamos en un extremo para no interferir en el estricto protocolo que requería la consulta. El abad se sentó con nosotros.

—Está a punto de llegar —declaró.

—Estoy nervioso —confesó Gyentse.

—No es para menos. Este oráculo ha aconsejado a nuestro pueblo en disyuntivas históricas. Espero que también os sea de ayuda en esta empresa.

—Anoche usted nos dijo que el propio Lobsang Singay fue sometido a este oráculo al poco tiempo de ingresar en su lamasería.

—En aquel entonces sólo los hijos de las familias nobles acudían aquí para conocer su destino. Pero cuando los maestros apreciaban la existencia de señales que evidenciaban una reencarnación relevante en algún novicio, por humilde que fuese su procedencia, también lo traían para que el oráculo emitiese su vaticinio. Y en Singay descubrieron desde el primer momento una reencarnación del Buda Bhaisajyaguru, el gran maestro de la curación.

—Más de una vez nos habló de ello en Dharamsala —intervino Gyentse.

—No fue un día fácil. El pequeño Singay tuvo que superar una de sus primeras vivencias místicas. Recuerdo cómo permaneció sentado junto al médium procurando no mirar hasta que el cuello de éste se torció y se encontraron frente a frente. En el rostro del oráculo apareció la expresión de los demonios que poblaban los muros del monasterio, y no dejó de emitir sonidos guturales. Parece que lo estoy viendo… La mandíbula de Singay se desencajó por el terror que aquella visión le producía pero justo entonces, cuando estaba a punto de llorar, dejó de sentir miedo.

—Reconoció en aquel rostro demoníaco una cara más de su adorado Buda —agregó Gyentse.

—Así es. Supo que Buda se presentaba ante él con su aspecto más fiero para salvarle de los demonios de la carne. Se levantó del suelo y le acarició. Después volvió a su rincón y se recostó para contemplar cómo terminaba la predicción.

—¿Cuándo podremos saber algo de la nuestra? —pregunté con inquietud.

—Le he pedido al lama más experimentado que se ocupe de este vaticinio. Interpretará de inmediato las respuestas.

El lama que encarnaba al oráculo, entrado en carnes y de facciones redondeadas, irrumpió en la estancia acompañado de otros tres monjes ataviados con las vestiduras rituales: bandas de color azafrán claro alrededor de su túnica oscura de lama y, sobre la cabeza, un gorro del mismo color acabado en un gran cepillo.

—Ahí está —susurró Gyentse.

La sala se llenó de un extraño aroma a inquietud. De repente pasamos a formar parte de un misterioso sueño.

El monje se balanceó hasta la tarima en la cual se encontraba el sillón de madera sobre el que había de realizar su viaje. Mientras se encaramaba a ella, comenzó a sonar el grave y ensordecedor soplido de los cornos. Era fácil dejarse llevar, mecerse con aquella música densa y oscura.

Los monjes que le asistían colocaron sobre su túnica un pesado traje que más parecía una coraza bélica. Tenía un plato metálico sobre el pecho que se sujetaba con correas tiradas desde un arnés situado en la espalda. Las fueron tensando hasta que al oráculo le falló la respiración. En ese momento cerró los ojos y se concentró en la música alienante; su única ayuda para alcanzar el estado de enajenación necesario. Los platillos golpeaban sin cesar, los tambores se introducían en la piedra y su vibración recorría todo el monasterio. Me fijé en el rostro del oráculo. Comenzó a contraerse mientras los monjes le colocaban el gorro ceremonial que acabaría de transportarlo a la dimensión adivinatoria, una corona de varios kilos de peso que hacía aún más insoportable la presión de los ropajes. A partir de ese momento desapareció el lama de facciones redondeadas y surgió la voz estridente y demoníaca del verdadero oráculo, imponiéndose a los instrumentos, abriéndose paso hasta nuestras entrañas.

Me sentía desprotegido, inmóvil frente a la inmensidad del destino.

El lama intérprete se acercó y le pidió su vaticinio acerca de tres cuestiones: la conveniencia de ir en busca del
terma
, qué ruta escoger para llegar hasta la lamasería destruida de Singay y en qué lugar exacto, una vez allí, podría estar escondido el tesoro. Tres monjes siguieron sujetando las correas mientras el lama acercaba la oreja a la boca del médium, apuntando al tiempo las frases aparentemente ininteligibles que pronunciaba y que debían ser descifradas.

Entonces entendí lo que el abad nos había contado acerca de la primera experiencia de Singay con el oráculo. Allí estaban los sonidos guturales y la cara deforme. No creía que el lama fuese capaz de interpretar una sola palabra. El oráculo le escupía y se movía de un lado a otro. Parecía que en cualquier momento iba a desembarazarse de los monjes, a soltar las correas y a abalanzarse sobre nosotros.

El lama se volvió buscando los ojos del abad. No identifiqué su expresión. Los cornos seguían soplando y los platillos golpeando. Los mazos de los tambores marcaban ritmos diferentes. Era como si los músicos se hubiesen dejado arrastrar por la paranoia del médium. Por un momento me pareció que se levantaba del sillón levitando hacia el techo y que los monjes tenían que tirar de las correas hacia abajo.

—¿Qué ocurre?

—Está contestando —dijo el abad sin dejar de contemplar la escena.

—¿Cómo?

—Está contestando a vuestras preguntas.

El lama lanzó una mirada a los músicos para que dejasen de tocar y, sin dejar de hacer anotaciones, escuchó con atención el final de la predicción, que emergió del oráculo entre burbujeos de babas.

Uno de los monjes aflojó la tensión del enorme sombrero y lo dejó caer. El médium se desplomó sobre el sillón de madera con los ojos entreabiertos y la lengua saliéndosele de la boca. La conexión se había roto y la ceremonia podía darse por concluida. Ya no podían arrancar más respuestas al otro mundo.

—Esperadme fuera —nos pidió el abad.

Las paredes todavía vibraban cuando salimos a la terraza. El sol me golpeó en los ojos. Gyentse fue directo a sentarse en el murete. No éramos capaces de comentar lo que habíamos visto.

Unos minutos más tarde, el abad se reunió con nosotros.

—¿Conoce ya la interpretación? —le pregunté ansioso.

Gyangdrak se tomó su tiempo antes de contestar.

—Según lo que nos ha trasmitido, el
terma
nunca abandonó la montaña. Sin embargo, ha advertido que quien ose ir tras él tendrá que enfrentarse a demonios y barreras de fuego.

—Eso no es muy alentador —dije.

—¿Ha señalado algún día propicio para iniciar la búsqueda? —preguntó Gyentse, sabiendo que los oráculos acostumbraban a proponer una fecha concreta para cumplir las predicciones.

—Se ha referido a un miércoles, pero no para eso. No hemos podido averiguar el significado de esa parte de la consulta.

—¿No ha dicho nada más?

—También se ha referido a las primeras campañas militares de Songtsan Gampo, el emperador que en el siglo VI convirtió al Tíbet en un gran imperio.

—¿Qué campañas?

—Aquellas que le sirvieron para ampliar sus dominios a pesar de que las acometió liderando tan sólo a un pequeño grupo de jinetes. Tampoco sabemos qué habrá querido decir con ello.

Miré a Gyentse. Habíamos de escoger alguna dirección. Decidí dejar de lado por un rato los designios del destino y volver a tomar las riendas.

—Necesitaremos que usted nos indique la localización exacta de las ruinas de la lamasería.

El abad se detuvo a pensar un instante.

—Es posible que incluso tenga algún mapa en la biblioteca. El problema es que no podéis llegar allí con vuestro vehículo. No hay carreteras ni sendas alternativas.

—¿Cómo deberíamos ir entonces?

—A pie o a caballo. Sería necesario bajar al pueblo para contratar un guía.

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