El guardián de la flor de loto (39 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

Antes de salir se dirigió de nuevo a mí en voz baja.

—Dámelo.

—¿Cómo?

—El
terma
. No quiero que pases el control con él.

Dudé unos segundos.

—Pero…

—Jacobo, por Dios… Tendría gracia que después de haber llegado hasta aquí te retuvieran ese tesoro unos soldaditos de Delhi. Cualquier cosa que procede de las bases militares de Cachemira y se sale de lo normal, incluidos los objetos artísticos o religiosos, se queda en depósito hasta que lo inspecciona el oficial de turno. Y lo más probable es que esté desayunando un
dalathi
en la cantina y que no aparezca en toda la mañana A mí no me registrarán.

Accedí a entregárselo. Era la primera vez que no estaba en contacto físico con el
terma
desde que lo recogí en la gruta del pintor de mándalas. Pero lo cierto fue que cruzamos los controles sin detenernos hasta llegar al coche. Un chófer nos esperaba al otro lado de la valla. Entonces le rogué que me lo devolviese.

—Has pasado mucho para conseguirlo, ¿verdad? —se limitó a decir antes de entregármelo y cerrar la puerta con un golpe seco.

Me relajé al ver que el conductor aceleraba por fin rumbo al centro y nos alejábamos del ángulo de tiro de la última garita. Después de todo lo ocurrido, la sola presencia de un fusil, aunque fuese del ejército indio, me provocaba una insoportable tensión.

—Está claro que tu viaje al Tíbet merecía la pena —declaró una vez dentro.

—Hay cosas que se vuelven importantes desde el momento en que vamos tras ellas.

—A mí me costó mucho tiempo darme cuenta de eso —suspiró—. ¿Cuándo vuelves a Perú?

—En cuanto pueda. Ahora sólo me preocupa entregar el
Tratado
a los lamas sano y salvo. —Miré el reloj—. Seguro que ya están en el barrio tibetano. Tengo que darme prisa.

—Te dejaré en casa de Malcolm. Luego sigues tú desde allí.

—De acuerdo. Aprovecharé para cambiarme de ropa y saldré inmediatamente.

Me recosté sobre el asiento y volví la vista hacia la ventana. Los ciclotaxis estaban cubiertos con plásticos bajo los árboles de la avenida. Una niña se acercó al coche en el primer semáforo para venderme un collar de flores de jazmín sin importarle la lluvia. Estaba calada por completo, con el pelo pegado a la frente, aún más negro, como sus ojos, saliéndosele de la cara de pura intensidad. Las conocidas texturas de Delhi me arropaban de nuevo, y el monzón era parte de la ciudad en esa temporada. Sentí un instante de sosiego bajo la tormenta, pero al momento volvió la angustia y me aferré al cartucho del
terma
como si alguna fuerza invisible me lo fuese a quitar; mantenía los ojos abiertos a duras penas, inyectados de sangre. Recordé los de mi caballo tibetano, incandescentes. Y me acordé del jefe Solung. La lluvia que empapaba el cristal dejó de parecerme placentera y se tornó triste, lo cual me hizo estremecer.

Luc me miró pero no dijo nada. Se inclinó hacia delante para hablar con el conductor y le dio unas instrucciones en lengua hindi.

Capítulo 41

El coche se detuvo frente a la casa de Malcolm. Salí sin perder un instante y crucé la acera a grandes zancadas hasta la entrada. El agua bajaba a ríos. Pulsé la clave en el video-portero y atravesé el jardín. Me extrañó que Malcolm no saliese enseguida, que ni siquiera contestase desde alguna habitación. Fui directo a la biblioteca y después a su despacho. Estaban vacíos, las luces apagadas y las cortinas corridas. Olía a cerrado. El ambiente estaba impregnado de aquel producto que Malcolm utilizaba para tratar la madera.

Lo primero que hice fue lanzarme hacia el teléfono inalámbrico y marcar el número de casa. Había intentado hablar con Martha desde el cuartel de Cachemira pero en aquel momento me fue imposible conseguir línea. No era extraño. Algunos días era difícil conectar con las ciudades de la selva. Me puse aún más nervioso cuando comprobé que esta vez había tenido suerte. Escuché la señal de llamada, pero al momento saltó la de línea ocupada. Volví a marcar cinco o seis veces de forma compulsiva, pero en todas obtuve el mismo resultado. Traté de llamar a Malcolm, pero su móvil no tenía cobertura, al igual que ocurrió cuando le llamé desde la frontera. A él, al menos, había podido dejarle mensajes diciéndole que todo iba bien. Confiaba en que los hubiera escuchado.

Me tumbé en el sofá del salón. «Sólo un minuto para tranquilizarme y vuelvo a marcar», me dije. Recorrí con la vista las cuatro esquinas de la habitación. De nuevo estaba entre las historias del Taj Mahal y los paisajes del Rajastán, entre las fotografías de Martha que cubrían las paredes. Me encontraba entre sus recuerdos, de cada momento de su vida pasada, la que le convirtió en mi fantasía realizada. Allí se concentraban todas las imágenes que había ido a buscar a Delhi tratando de ordenar mi mente confusa, antes de saber que sería la inspiración de Singay la que, llevándome hasta Gyentse en Dharamsala y, con él, a la meseta tibetana, me hiciese ver el mundo que me rodeaba como realmente era. Sentía una enorme satisfacción por haber sido capaz de superar aquella prueba, siempre gracias a mi amigo lama, a quien habría de considerar mi maestro hasta el fin de mis días. Me pregunté qué sería de él y le agradecí una vez más, ahora desde la distancia, lo que había hecho por mí y por mi familia.

De repente escuché un ruido. Alguien estaba abriendo la puerta. El corazón comenzó a golpearme el pecho. Me incorporé y, de forma instintiva, me colgué el
terma
a la espalda tal como lo había transportado a través de la cordillera.

Me planté en medio de la habitación y grité el nombre de Malcolm. Percibí un cierto halo de desesperación en mi voz, como si presagiara lo que venía después. Era la mujer del sari. Cuando se asomó al salón cerré los ojos y respiré hondo. Ella no pudo ocultar una expresión de sobresalto. Se llevó las manos a la cara, tapando el adorno de plata que le colgaba de la nariz taladrada. Permaneció así unos segundos. Las mangas del vestido se deslizaron hacia los codos dejando ver los tatuajes arrugados que le rodeaban ambas muñecas.

—Señor Jacobo, me ha asustado. No esperaba encontrarle aquí. Sólo he venido para apagar el sistema de riego. No deja de llover…

—No se preocupe, nadie sabe que he venido. ¿Dónde está el señor Farewell?

—Hace unos días que partió hacia Sudamérica.

Aquellas palabras me aturdieron, como si hubiese recibido un golpe en la cara.

—¿Puede decirme por qué? —conseguí articular.

—¿No lo sabe usted?

—No.

—Su nieta… vaya, la pequeña Louise.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, conteniendo la respiración.

—No lo sé con detalle. Lo siento —se excusó entristecida.

Agarré con violencia el auricular y pulsé la memoria para que se marcase una vez más el número de Puerto Maldonado.

—Yo me voy ya —dijo la mujer con prudencia—. Mi marido está esperando fuera, en el coche.

Le hice un gesto rápido de asentimiento.

Esta vez sí que conseguí línea, al primer intento. Mi corazón se aceleró aún más. Fui hacia el despacho de Malcolm y me senté en el sillón de su mesa. Fue él mismo quien descolgó al otro lado.

—Malcolm…

—¡Jacobo! ¿Eres tú? —exclamó.

—Acabo de llegar a Delhi. ¿Cómo está Louise? Dímelo —le supliqué.

—Bien, bien, no te preocupes.

—¡Gracias a Dios…!

—Pero ¿tú? ¿De verdad estás bien? No hemos sabido nada de ti hasta que escuchamos los mensajes. Ha sido angustioso. Todo este…

—Sí, de verdad estoy bien. Traté de llamar cuando llegué a Cachemira, pero no había manera…

—Cachemira…

—Ya os contaré.

—Estábamos tan preocupados… Llegamos a creer que…

—¿Por qué me han dicho que Louise estaba enferma? —le corté.

—¿Quién te ha dicho eso?

—La mujer que trabaja en tu casa, no recuerdo su nombre.

—Es cierto que la niña ha pasado unos días terribles. Una nueva crisis, un brote incontrolado de fiebre, no sé…

—Pero ahora está mejor, ¿no? Dices que está mejor…

—Te doy mi palabra de que es así.

Se me saltaban las lágrimas. Quería estar allí para abrazarla, pero ni siquiera era capaz de pedirle a Malcolm que la pusiese al teléfono. Golpeé la mesa para tratar de descargar mi frustración.

—¿Cómo pudiste marcharte al Tíbet? —me preguntó Malcolm de repente.

En aquel momento no podía articular una respuesta.

—Sólo te pido que confíes en mí, al menos hasta que volvamos a vernos y os lo cuente todo.

—¿Cómo? ¡No te oigo bien!

La línea comenzó a poblarse de interferencias.

—¡Tengo el
terma
que desenterró Lobsang Singay! ¡Malcolm! ¿Estás ahí?

—¿Qué tienes?

—¡Lo que fui a buscar! ¡Tengo el
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
!

—¿Lo has conseguido? —exclamó entre el ruido.

—Sí, lo tengo —le repetí, dándome un respiro—. Ahora mismo salgo hacia el barrio tibetano para entregárselo a los lamas que han venido de Dharamsala para hacerse cargo de él. Malcolm, ¿está…?

Me extrañaba que no me hubiese pasado con Martha.

—¿Está Martha contigo? ¿Está oyéndonos?

—No.

Calló durante unos segundos.

—Tengo tantas ganas de hablar con ella… ¿Qué tal ha pasado lo de la niña?

—En realidad sí está —confesó.

—¿Qué estás diciendo? ¡Pásale el teléfono, por favor!

—No puedo, lo siento.

—¿Por qué?

—Me lo ha pedido ella.

—¡Dios! ¿Qué es esto?

—¿Estás aún ahí? —preguntó—. Se vuelve a oír mal.

—Malcolm, ¿estás ahí? ¡Malcolm! ¡Sí…!

—Entiendo que no quiera ponerse, no te preocupes —dije, serenándome—. No puedo reprochárselo. Ya hablaré con ella cuando llegue a Perú.

—¿Cuándo vuelves?

—En cuanto pueda. Hoy mismo, si todo va según lo…

—¡Jacobo, apenas te oigo! ¡Hay un retardo en la escucha! ¡Jacobo! ¡Voy a colgar! ¡Ya hablaremos…!

—¡Espera! ¡Espera! —exclamé.

No decía nada. Yo apenas podía sostener el auricular pegado a la cara después de tantas emociones simultáneas.

—Dile a Martha que la quiero —le pedí finalmente—. Por favor, dile que ahora mismo salgo para allá.

—¿Jacobo? ¡No te oigo…!

—Malcolm, díselo, por favor…

Para entonces ya se había cortado.

Me recliné sobre el sillón.

Pulsé el botón rojo del teléfono. Tras el clic todo quedó nuevo en silencio. Tanto que parecía haberse hecho el vacío la habitación. Permanecí unos segundos con los ojos cerrados sin pensar en nada, sólo dejando pasar el tiempo.

«He de levantarme de este sillón y salir hacia el barrio tibetano», me obligué a mí mismo.

En ese momento escuché un ruido que provenía del porche. Y al momento otro, como si alguien estuviera caminando por él. Creía haber entendido que la mujer del sari se iba. Traté de no moverme en absoluto. Lo escuché de nuevo, y también otro ruido más lejano, como si alguien tratase de abrir la puerta de entrada a la casa sin la llave. Descorrí ligeramente la cortina y me asomé con sigilo. El despacho estaba a oscuras y podía ver el jardín a pesar del aguacero. Estiré el cuello hasta que divisé el exterior de la puerta. Había alguien agazapado, hurgando en la cerradura. Y no era la mujer del sari.

«¡Están ahí! —pensé, tratando de no ser presa del pánico—. ¡De nuevo me han encontrado!»

Me aseguré de que seguía llevando el
terma
a la espalda al tiempo que me inclinaba para tener más ángulo de visión, pegando la cara al cristal. En ese momento, una mano gigante atravesó el ventanal golpeándolo con el mango de un machete y haciéndolo estallar en mil pedazos. Salté hacia atrás. El agresor se desplomó en mitad de la lluvia de cristales, tapándose los ojos con el otro brazo para protegerse. Aproveché ese instante para darle una patada en la cara y salí disparado hacia el salón. Salté por encima del sillón y corrí por el pasillo hasta el lavadero. Entré casi derribando la puerta, la cerré tras de mí y comencé a destrabar el cerrojo de la ventana abatible que daba al patio trasero de la casa. El agresor ya estaba allí, pero antes de que abriese del todo la puerta le aticé a ésta una patada tan fuerte como pude y le aprisioné en medio. Era un gigante, pero durante un segundo se encogió por el dolor en las costillas y bajó la cabeza dando un paso hacia atrás. Entonces solté una nueva patada, aún más fuerte, y la puerta le aplastó la sien contra el marco. Gritó como si le hubiera matado. Por fin conseguí abrir el cerrojo. Abrí la ventana y me arrojé hacia fuera.

Atravesé el patio a toda velocidad y, aprovechando la inercia de la carrera, apoyé un pie sobre unos sacos de abono apilados y me encaramé a lo alto del muro que separaba el patio de la calle. Corrí por el callejón trasero que daba servicio a todas las grandes propiedades que se alineaban en aquella manzana. La ciudad se estaba anegando, y aquel estrecho callejón se había convertido en una piscina. Resbalé varias veces sin llegar a caerme. Cuando llegué al final me vi obligado a torcer hacia la calle principal. Retiré con el brazo la lluvia de la cara y me volví. Me extrañó que no me siguieran, pero corrí cuanto pude hasta llegar a la calzada. Vi un motocarro pintado de naranja parado junto al bordillo del otro carril y fui directo hacia él.

—¡Arranca! ¡Arranca! —le grité varias veces al conductor desaforadamente mientras cruzaba a toda prisa.

El conductor del motocarro no pareció sorprenderse. No tendría más de dieciocho años. Aceleró al tiempo que yo me encaramaba al asiento sujetándome a la endeble barra de hierro que soportaba el toldo.

—¡Conduce hacia abajo tan rápido como puedas! ¡Corre! —le supliqué, agitando la mano hacia delante.

Me volví y comprobé que los dos agresores habían saltado la valla de la propiedad de Malcolm hacia la calle y subían a una motocicleta que habían dejado en mitad de la acera. El que conducía la arrancó con un golpe de pedal y aceleró a la vez que giraba con pericia sobre la rueda delantera, saliendo disparado hacia la carretera detrás de nosotros.

—¡Que no nos alcancen! ¡Te pagaré lo que me pidas, pero que no nos alcancen!

La lluvia se precipitaba contra el cristal. Desplazábamos una cortina de agua hacia los lados. La moto tampoco lo tenía fácil para avanzar, pero cada vez estaba más cerca. Con una mano me sujetaba a la barra y con la otra me aferraba al cartucho del
terma
. Comprobé con horror que nos aproximábamos a un semáforo en rojo. Estaban cruzando multitud de vehículos y no podíamos saltárnoslo. Mi conductor introdujo el motocarro por el hueco que dejaban un autobús y un camión y lo subió a la acera. Unas mujeres con el sari calado nos increparon desde un portal mientras volvíamos a saltar a la calzada más allá del cruce. Al poco pasamos junto a la vía del ferrocarril. Nos dirigíamos hacia la vieja Delhi. Pensé que si conseguíamos llegar al bazar de Chandhi Chowk sin ser alcanzados podría introducirme por cualquier espacio libre entre los puestos y fundirme con la marabunta apiñada bajo los plásticos y las bombillas, o también podríamos avanzar un poco más y perdernos por el laberinto de callejuelas que nacía en las traseras de la mezquita extendiéndose hasta el infinito. Mi conductor se encorvaba sin parar de girar la muñeca hacia atrás, espoleando hasta el último caballo de su motocarro. Nos acercábamos al final de la avenida. El bazar estaba allí mismo. Pero justo entonces, cuando habíamos logrado tomar cierta ventaja a la moto, tuvimos que frenar repentinamente. El motocarro derrapó varios metros frente a la Puerta de Lahore formando una gran ola. Un coche de policía estaba cruzado en medio de la plaza. Los dos agentes dirigían el tráfico para que los vehículos, con poca visibilidad debido a la lluvia, no impactasen contra una vaca que se había echado en mitad de la calle.

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