—¿Estáis diciendo que yo mismo estoy favoreciendo la curación de Louise?
Me costaba pronunciar cada palabra. La quería tanto que temía no demostrarlo lo suficiente.
—Como te hemos dicho, el pintor de mándalas considera que ya lo has hecho.
—¿Puedes traducirme la nota? —susurré.
—Claro que sí. Dice: «Cuando estas palabras se pronuncien, los oídos de quien las escuche ya estarán preparados, al igual que cuando se abra el
terma
desenterrado ya estará preparado el mundo para comprender su alcance. Quien las escuche habrá armonizado su ser y estará en disposición de transmitir esa armonía. Pero no olvidéis que ningún hombre sobre la Tierra sabe nada a ciencia cierta. No sabemos desde dónde llegará la curación o la felicidad, ya que todo fluye y en cualquier momento las cosas pueden ser o no ser. Se trata de tender hacia ese estado óptimo universal, siempre dirigirse hacia él, paso a paso, paso a paso, y el mismo caminar es tan satisfactorio…».
—¿Qué más dice? —dije casi sollozando.
—Eso es todo.
El mismo caminar, paso a paso. Tantos pasos habíamos dado que no los podía imaginar al mismo tiempo. Katmandú hace años, la gran estupa de Bodhnath, con Martha apoyada sobre la piedra encalada, su visita a mi lecho en Dharamsala, en cuerpo o alma, qué importaba, la gruta del pintor de mándalas, la ventisca en el barranco deshaciendo el sendero estrecho, los colores de Delhi, Puerto Maldonado, Louise encaramada al tronco del árbol que tenemos junto al porche.
De repente mi rostro se tornó serio. El lama se percató de ello.
—¿Qué te ocurre?
—Lamento haber desperdiciado muchos de mis pasos sin haber hecho más por Martha y por Louise. Pero lo que me aterra es pensar que quizá, durante todo ese tiempo, haya estado utilizando la enfermedad de mi hija como una excusa para disfrazar mis propias carencias —confesé.
—Ésas eran las que verdaderamente te torturaban —dijo el lama.
—Sin duda era muy fácil echarle la culpa a ella.
El lama caviló unos segundos antes de seguir hablando.
—En Occidente carecéis de pilares que puedan sustentar verdaderas relaciones de compromiso. Os educan en la realización desde la individualidad, potenciando la competitividad y el éxito como único medio para alcanzar la felicidad. Siempre necesitáis más, pero al mismo tiempo permanecéis vacíos por dentro. Por eso cuando algo se tuerce, como en este caso por la enfermedad de un ser querido, todo lo que ilusoriamente habéis conseguido a través de vuestra búsqueda egoísta se derrumba.
—Exactamente así son las cosas —dije abatido, recordando las enseñanzas recibidas de Gyentse.
—Y lo peor llega cuando os dais cuenta de que, además, esa ilusión finalizará al mismo tiempo que vuestra propia vida —prosiguió—. No habrá tenido ninguna repercusión en nada ni en nadie —concluyó sin ambages.
—Espero estar a tiempo de remediarlo, al menos en mi caso.
—Así debe ser. Y no te martirices por lo hecho en el pasado —me tranquilizó—. Los espíritus que acumulan pasado un tiempo avanzan, ya que están siempre en pena. Lo que te ha ocurrido proviene de la ausencia de espiritualidad que sufre vuestra sociedad, pero tú has sido capaz de superarlo. La salvación del mundo comienza por uno mismo.
—Y por eso es tan importante que vuestra doctrina siga viva. Es el último pulmón… —dije, repitiendo las palabras del Dalai Lama escuchadas en boca de Malcolm.
—No sólo nuestra doctrina, también cualquier otra que haya comprendido que el pilar fundamental de una existencia plena es tratar de alcanzar la felicidad haciendo felices a los demás. El amor y la entrega a los que nos rodean nos hace libres, nos permite prescindir de nuestras ataduras personales y también superar nuestras limitaciones. Nuestra existencia deja de ser finita, ya que pervive en las personas a las que amamos.
—Si muriendo por Louise pudiera ayudarla…
—Seguro que no será necesario. Pero que seas consciente de que tu espíritu se ha revestido de esa ilimitada generosidad es la culminación de las enseñanzas que tan oportunamente has recibido de Gyentse.
Apreté los labios y tragué el nudo que se había formado en mi garganta.
—Tenéis que iros. Por favor, hacedme caso —insistí.
—Y tú puedes regresar a casa —dijo el lama.
—Me voy con vuestra energía en el corazón.
—Llevas contigo el último abrazo de Singay. Aún recuerdo sus palabras: el último abrazo, como el tibio primer abrazo de la vida, tierno y arropador de la madre, el que todo hombre desea recibir en la muerte para volver a renacer. Ten siempre presente que morimos y nacemos con cada acción. Abraza a los tuyos a cada instante.
—Nunca os olvidaré.
—Ni nosotros a ti.
Caminé despacio hacia la puerta del templo. Tiré de la aldaba, de la que colgaba un viejo pañuelo rojo anudado dos veces. La madera cobró vida y chirrió de forma espeluznante al abrirse. Entonces escuché un chasquido que provenía del altar. Me volví y quedé prendido a la mirada risueña del buda dorado. Los lamas permanecían inmóviles, al igual que la estatua, cuya faz reflejaba los destellos de las mechas que ardían en la manteca.
—¿Hay otra puerta trasera? —le pregunté a Zui-Phung.
—Una pequeña que da al río —confirmó—, pero nunca se abre. Ve tranquilo.
No lo pensé más. Salí del templo y me dirigí a la entrada del barrio. Me detuve bajo el dintel y respiré hondo. Seguía lloviendo sin parar. Allí estaba de nuevo, frente al bullicio de Delhi, al extraño vapor que se mantiene a media altura los días de tormenta, esa neblina que atraviesan los cláxones y se enreda en los radios de las bicicletas. Me sentía liberado al no portar el
terma
a la espalda. De nuevo podía confundirme con la gente, como uno más.
Cuando apenas había levantado el brazo para llamar la atención de un taxi oí un grito aterrador que provenía del templo.
Corrí apartando de mis ojos el agua de lluvia, apoyándome en la pared al girar hacia el callejón, sintiendo que el corazón se me aceleraba al regresar a la pesadilla. Salté los escalones de entrada al templo a la par que gritaba para que se apartasen algunas personas que se habían asomado.
El lama del Kashag estaba arrodillado junto al cuerpo del compañero de Singay.
—Está muerto… —dijo al verme, colocando su mano bajo la nuca ensangrentada.
Tenía un corte limpio que le cruzaba la garganta de lado a lado.
Giré el cuello violentamente buscando al maestro Zui-Phung. También yacía en el suelo, cerca del altar. Parecía haber desaparecido bajo la túnica caída.
Me lancé hacia él. Tenía una herida en la frente de la que aún manaba sangre. Pegué la oreja a su pecho. Allí estaban los latidos y la respiración entrecortada.
—¿Qué ha pasado? —dije, volviéndome hacia el lama.
—¡Ni siquiera trató de esquivarle! —gimoteó, mirando con cariño el rostro sin expresión de su compañero—. Tan sólo permaneció inmóvil, abrazando el cartucho mientras el gigante desenfundaba el machete y trazaba una curva en el aire.
El lama, con los ojos perdidos en el fondo oscuro del templo, me relató mecánicamente cómo el silbido de la hoja afilada pareció solapar cualquier otro sonido, cómo un chorro de sangre manó de la garganta de su compañero, y cómo aguantó unos segundos de pie, comenzaron a temblarle las piernas y se desplomó no sin que antes el gigante le arrancase el
terma
de las manos.
Entonces rompió a llorar como si ya nada pudiera consolarle.
A nuestro alrededor habían acudido varios monjes, algunos hombres del barrio y niños de todas las edades. Al poco llegaron dos policías cubiertos con un impermeable. Habían metido el coche patrulla hasta la puerta y su luz verde giratoria, mezclada con la lluvia, poblaba el callejón de pequeños estallidos. Los curiosos se apartaron para dejarles pasar.
—¿Está vivo? —le preguntó uno de ellos al lama, refiriéndose a su compañero.
Negó con la cabeza. Era incapaz de hablar.
—¿Y ése? —me preguntó el otro policía.
—¡Desde luego que lo está! —contesté liberando mi rabia.
En ese momento Zui-Phung se despertó y trató de incorporarse.
—No te muevas… —le pedí.
—¿Qué ocurre? Me golpearon en la frente con el mango de un machete…
—Es una herida superficial, pero he mandado a un enfermero a por todo lo necesario para curarte.
—¿Por qué me he desmayado entonces? —se lamentó, arrastrando cierta culpa.
—No te tortures, te lo ruego. Quizá desmayarte te haya salvado de algo peor.
—Pero el compañero de Singay…
—Él no ha tenido tanta suerte.
—No puede ser… —se lamentó cerrando los ojos—. ¿Y el otro enviado de Dharamsala? —preguntó, estirándose para mirar.
—Está bien.
—¿Y el
terma
? —Negué levemente—. ¿Se lo han llevado?
—Sí.
Cada vez había más gente alrededor. El enfermero emergió de entre el grupo, se arrodilló a mi lado y abrió las hebillas de un maletín de cuero desgastado. El maestro Zui-Phung le dejó hacer su trabajo, pero poco a poco comenzó a sollozar como un niño. Apenas podía entender lo que decía. Lentamente se fue serenando y me habló mientras negaba una y otra vez con la cabeza.
—El
terma
de Padmasambhava… Tu hallazgo…
—No era mío.
Dejó caer la cabeza a un lado al tiempo que algunos monjes se retiraban dejando a la vista el cuerpo del compañero de Singay, inerte junto al pequeño altar de madera roja, como la túnica, como el charco de sangre. Los policías pidieron a su compañero que se apartase y se agacharon para darle la vuelta. Uno de ellos le levantó la cabeza y se abrió el corte del cuello. El policía se echó hacia atrás con un gesto de repulsa y dejó caer la cabeza de nuevo contra la losa, salpicando sus botas de motas purpúreas. Se limpió con la túnica del lama mientras maldecía mirando al buda dorado.
—Termina, por favor, y vayámonos de aquí —le suplicó Zui-Phung al enfermero.
—Ya casi está —dijo él.
—En realidad, ¿qué más da? —se lamentó Zui-Phung—. No queda nada por hacer. Ya tienen lo que querían.
Me miró a los ojos con expresión de derrota.
Cogí su mano y la apreté con cariño.
—Sin sus dueños, el
Tratado de la Magia
no es nada. Seguro que sólo verán pergamino y tinta —declaré.
Me dedicó un gesto de extrañeza que se enredó con su desconsuelo.
—Jacobo…
—No sé por qué he dicho eso —me excusé.
—No, no. Está bien. —Noté que de repente sus ojos transmitían algo parecido a la admiración—. Sólo es pergamino y tinta —repuso Zui-Phung.
Los dos policías intentaban entenderse con alguno de los curiosos junto a la puerta. Todos hablaban de forma desordenada y el jaleo era cada vez mayor. El enfermero dispuso que Zui-Phung ya podía levantarse. Le acompañé a la clínica. La tormenta estaba amainando, pero no dejaba de llover. Zui-Phung no se cubría la cabeza con su túnica como hacían otros monjes que se cruzaban con nosotros. Caminaba arrastrando la mirada por el suelo, confundiendo sus propias lágrimas con el llanto del monzón.
Nos introdujimos en su habitación, situada en la segunda planta de la clínica. Me senté en la cama y ladeé discretamente la esfera del reloj tratando que Zui-Phung no se percatase. Como había dicho el maestro poco antes, no teníamos muchas opciones. Y si quería conseguir un vuelo a tiempo para esa noche debía salir hacia el aeropuerto cuanto antes.
Zui-Phung, ajeno a aquellos pensamientos, extendió sobre la mesa un periódico y apoyó una tetera. Sirvió dos tazas y se sentó junto a mí. Pasó un dedo por el borde de la taza y dejó que el vapor del agua empañase la cadena desconchada de su pequeño reloj digital.
Yo volví a mirar el mío, ahora sin ningún disimulo.
—Zui-Phung, he de irme.
Noté el retumbar de mis palabras en la estancia blanca, y después el silencio previo a su voz pausada. En ese pequeño intervalo sentí que había algo que se me escapaba. Quería pensar, pero después de todo lo ocurrido me resultaba extremadamente difícil.
—Ahora mismo daré parte a Dharamsala de todo —dijo Zui-Phung—. Tú vuelve con tu familia y no te preocupes.
—Sí… —dije, un tanto absorto en mis pensamientos.
—¿Qué te ocurre? —intuyó.
—Siento que falta algo.
—Yo me ocuparé de todo. Tú limítate a alejarte cuanto antes de aquí y a dejar que pase este miércoles aciago.
—¿Hoy es miércoles?
—¿Por qué te sorprende?
—El oráculo que consultamos en el Tíbet nos auspició que el miércoles sería el día propicio para nuestra misión. No creo que esto sea lo que los oráculos entienden por un día propicio…
Se detuvo a pensar.
—Puede que debamos mirar más allá —declaró Zui-Phung.
—¿Cómo?
—No podemos tratar de comprender las verdades últimas a partir de las realidades terrenales, ya sean tristes o jubilosas. Siempre hay algo más, algo oculto, detrás de lo que vemos en primer término.
—¿Qué puede haber detrás de esto? Aquí sólo se ve sangre, y más sangre.
—Es como los mándalas de arena —siguió diciendo Zui-Phung, refiriéndose a las ruedas de la vida que los monjes confeccionaban en los monasterios con ocasión de las festividades, para luego dejar que el viento las deshiciera cuando estaban terminadas—. Parecen representar un puñado de cosas terrenales, como el propio monasterio en el que se elaboran. Pero si se mira más allá se ve todo el Tíbet, y el resto del mundo, y el nacimiento y la muerte. Los mándalas no son representaciones de la verdad, sino el mero vehículo para que, con su contemplación y a través de la meditación, lleguemos a ella.
Todavía no había terminado la frase cuando me di cuenta.
—¿Estás bien? —preguntó al verme abstraído.
Todo encajaba. No podía ser de otro modo.
—Tengo que ir a ver a Luc Renoir antes de coger el avión.
—¿A quién?
—Al delegado de la Unión Europea. He de hablar con él. Gracias por todo, maestro.
—Pero…
—Le prometo que todo se arreglará.
Antes de cerrar la puerta vi que mi taza de té sin empezar todavía humeaba. El maestro Zui-Phung agarró la suya con las dos manos para calentarse y se echó en la cama de lado, como un recién nacido.
Me dirigí a toda prisa hacia la delegación. Tenía que hablar con Luc. A cada momento todo adquiría más y más sentido. Cuando el taxi me dejó en la puerta ya había anochecido.