—Dadme algo para escribir —dijo.
Hice un gesto a Gyentse para que le acercase una de las láminas de carboncillo. El pintor de mándalas tanteó el suelo a su alrededor en busca de un pedazo de piedra. Apoyó el papel sobre la rodilla y comenzó a llenarlo de caracteres tibetanos. Sus trazos, a pesar de la ceguera, eran sorprendentemente certeros.
—Entrega esto a tus médicos de Dharamsala.
Me devolvió la lámina.
—Gracias por todo.
—Soy yo quien debe dártelas a ti por todo lo que estás haciendo. Pero no tengas prisa y ábrete al aprendizaje, porque es la única forma de llegar al conocimiento absoluto. No olvides nunca que todos necesitamos un maestro, y considérate afortunado por haber encontrado el tuyo. Hay quien no lo consigue en toda su vida.
—Gyentse…
Nos miramos mutuamente.
—Así es —dijo el pintor de mándalas—. Gyentse es tu maestro. Lo ha sido hasta ahora y ya lo será para siempre, allá donde estéis.
El yogui volvió a colocarse en idéntica posición a la que tenía cuando llegamos y supimos que la conversación había terminado.
Me encaminé hacia la boca del pasadizo, pero antes de salir aún me volví un instante.
—Pregúntamelo. No me ofenderás con tu curiosidad —añadió el viejo lama antes de sumirse en su estado de meditación profunda, anticipándose de nuevo no sólo a mis palabras, sino incluso a mis pensamientos.
—Cuando usted pintaba mándalas o restauraba dibujos como los del cartucho… ¿ya estaba ciego?
—Nunca lo he sabido —contestó, esbozando una sonrisa.
En ese momento escuchamos un estruendo que provenía de la entrada de la gruta. Eran los kampa, que gritaban y corrían por la galería hacia nosotros.
«Nos han encontrado», pensé, mirando a Gyentse con espanto.
El tiempo se detuvo, al igual que el flujo de la sangre por mis venas. Me faltaba el aire para respirar. Mi cabeza estaba cerca del límite de su resistencia. Era como si un zumbido atronador se hubiese apoderado de la cueva solapando el retumbar de las pisadas que cada vez se oían más cerca.
—¡Están ahí! ¡Nos han seguido! —gritó uno de los kampa mientras se asomaba a la sala.
—¡Es un pelotón entero! —gritó otro guerrero—. ¡No sé cuántos podrán ser!
—¿Cómo que no lo sabes? —se quejó Solung.
—¡La tormenta arrecia y no se ve bien! ¡Serán unos treinta soldados!
—¡Les hemos traído de la mano hasta la lamasería! —gritó Gyentse desconsolado.
—Y después yo mismo les he mostrado la entrada a la gruta… —me lamenté en un susurro.
Solung negaba con la cabeza, desconcertado.
—Nadie tiene la culpa —le consolé, tratando de volver a pensar con lucidez.
—¿Qué podemos hacer?
—¡No hay nada que hacer! —gritó Gyentse.
—¿Dónde están exactamente? —gritó Solung, sujetando por los brazos al kampa.
—¡Están cerca! ¡Han iniciado la subida desde el glaciar!
El maestro ciego había girado el cuello.
—Tiene que venir con nosotros… Por favor —le rogué.
—No es posible, ya lo sabes —contestó el yogui.
—Si se queda aquí le van a…
—Ya he pasado por esto antes. Ve tranquilo y termina aquello para lo que has sido designado.
Permanecí unos segundos mirando sus ojos blancos y me sentí extrañamente en paz.
—Vamos, Solung —dije—. Veamos cómo están las cosas y ya pensaremos algo.
Nos adentramos en la galería y corrimos hacia la entrada.
La situación era crítica. Los soldados ya habían rodeado el glaciar y no tardarían más de dos horas en alcanzar la entrada de la gruta. Una patrulla se había apostado al otro lado del barranco, junto a las dagas de piedra bajo las que habíamos dormido la noche anterior. Nuestra única baza era que la tormenta, que seguía arrojando nieve en todas las direcciones, hacía aún más dificultoso su avance.
—¡Apartaos de la entrada y pegaos a la pared de la gruta! —ordenaba Solung a sus hombres—. ¡Nos tienen a tiro desde el otro lado del precipicio, y quizá logren apuntar a pesar de la ventisca!
Los kampa se mostraban tensos, aunque no amedrentados, conscientes de la situación y del papel que les tocaba desempeñar. No era la primera vez que pasaban por una situación como aquella. El lugarteniente de Solung se tumbó en el suelo empuñando su fusil para controlar el avance de los soldados. Los demás limpiaban el arma con aparente parsimonia y canturreaban melodías de guerra. El jefe Solung ordenó a dos de ellos que se internasen por la galería hasta localizar la salida por el lado opuesto, siguiendo el pasadizo que partía de la sala donde se encontraba el maestro ciego. Sin duda debía de haber otra salida. La corriente de aire lo indicaba así.
—Espero que mis hombres regresen con buenas noticias. Por aquí no podemos volver —determinó, diciendo en voz alta lo que era obvio mientras miraba el barranco por el que ascendían los soldados.
Me quedé pensativo.
—¿A qué distancia debemos de estar de la frontera? —pregunté.
—¿Con la India?
—Sí. Estamos cerca de Cachemira, ¿no? Su rostro se iluminó un instante.
—Si estás pensando en cruzar…
—Si hubiera otra salida por el fondo, y si ésta diese al valle contiguo situado al otro lado de la montaña…
—Sería muy costoso, pero se podría llegar a pie. Muchos exiliados consiguen atravesar la frontera cada año.
—Pero Jacobo, no podemos… —murmuró Gyentse después de traducir las palabras del kampa.
—Ya has oído a Solung —le repliqué—. Tan sólo disponemos de dos horas. Además, ¿qué sentido tendría tratar de regresar al monasterio del oráculo? Han detenido a Chang y, con el giro que han tomado las cosas, nadie vendrá para llevarnos de vuelta a Lhasa. Ahora sólo nos tenemos a nosotros mismos. —Apoyé una mano en su hombro—. Y no nos hace falta nadie más, ya has oído al pintor de mándalas. Confiemos en encontrar esa otra salida por el fondo.
—Lo que tú digas —concedió, dejando caer la vista al suelo.
Me volví hacia el jefe Solung.
—Siento tanto haberte metido en esto…
—Yo acepté el encargo. Y jamás me arrepentiré de haberlo hecho después de lo que tú hiciste por mi hija.
En ese momento apareció uno de los kampa que habían salido a inspeccionar el pasadizo.
—¡La salida está a unos quinientos metros! —gritó—. Por algunas zonas el paso es muy estrecho, pero siempre queda hueco suficiente para atravesarlo. Yo soy el más grueso del grupo y lo he hecho, así que los demás…
—¿Dónde termina el pasadizo?
—Sale al lado opuesto de la montaña.
—¡Bien!
El gesto del kampa no acompañaba nuestra alegría.
—¿Qué más tienes que decirnos?
—Da a una pendiente lisa de hielo.
—No puede ser… —me desilusioné.
—¿Se puede bajar? —preguntó Solung.
—Es muy inclinada y habría que deslizarse por ella al menos cien metros. Es muy arriesgado, pero al final se llega a otra pendiente casi horizontal desde la que podríamos ascender de nuevo para cruzar al otro lado del macizo. Merece la pena intentarlo.
—¡Nos seguirán! —objetó Gyentse.
—¿Pueden seguirnos sin atravesar esta gruta?
—Es imposible.
—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Solung al guerrero.
—Desde la salida trasera se ve bien todo el paraje, y el pico de esta montaña es absolutamente infranqueable. Los soldados tendrían que dar un rodeo enorme.
—Así que éste es el único acceso para pasar con rapidez al otro lado… —murmuró Solung.
—¡Aunque así sea no tendremos tiempo suficiente para huir! —exclamó de nuevo Gyentse—. ¡Hemos perdido los caballos y ellos disponen de helicópteros y…!
—Esperemos que esta tormenta dure varios días —le cortó Solung—. Mientras continúe nevando con esta intensidad no podrán volar. Y una vez crucemos el primer pico ya no sabrán hacia dónde seguiros.
—De acuerdo. Dile a Solung que dé la orden a sus hombres —le pedí a Gyentse.
—No —contestó al momento el jefe kampa.
—¿No?
Solung me miró fijamente.
—Nosotros hemos de quedarnos.
—¿Qué estás diciendo? —exclamé, tratando de hacerme oír a través del viento que se introducía en la gruta cada vez con más fuerza.
—Dos de mis hombres seguirán el camino con vosotros, pero el resto permaneceremos aquí para retener a los soldados.
—¡De ningún modo!
—No es como la vez anterior, cuando os dejé iniciar solos vuestra travesía.
—¡Ya lo sé, por Dios! ¡Lo digo por vosotros! Huiremos todos juntos. Si os quedáis…
—Es lo único que podemos hacer —resolvió Solung con un tono cargado de afecto—. Gyentse tiene razón al decir que, si ahora partiésemos todos, terminarían dándonos alcance aun cuando se vieran obligados a seguirnos por tierra. Necesitamos que ganéis más tiempo, al menos hasta que crucéis la primera cima. Ya me reuniré yo más adelante con mis hombres donde acordemos. Para entonces, vosotros dos y ese tesoro estaréis a salvo en territorio de la India.
No sabía qué decir. Todo transcurría demasiado rápido.
—Me parece un suicidio por vuestra parte, Solung —declaró Gyentse más sereno. Se volvió hacia mí—. Decide tú, yo no me siento capaz.
Me paré a pensar unos segundos. Oculté la cara entre las manos y las aparté al momento para mirar al jefe kampa directamente a los ojos.
—Todo saldrá bien, ¿verdad Solung?
—Fue el propio oráculo quien vaticinó que debíamos acompañaros hasta aquí, y está claro que esos que se acercan por la montaña son los demonios que aparecían en la predicción. Pero no te preocupes. No seré yo quien les deje avanzar por ese sendero. Si la naturaleza se pone de nuestra parte la tierra se derrumbará bajo sus pies antes de que se nos terminen las balas.
Temía que cualquier cosa que pudiera decirle no demostrase con la suficiente intensidad lo que sentía.
—Esto que haces por mí es digno de un dios.
—No es tan grande como eso. Es como tiene que ser. Lo hago por ti, pero sobre todo lo hago por mi hija. Si no ayudase a quien le salvó la vida, ¿qué clase de padre sería?
Aquél fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Era sorprendente que un guerrero enfundado en pieles embarradas y con el arma en la mano pudiera transmitir aquellos sentimientos con tanta sutileza y al mismo tiempo con aquella pasión arrolladora. Sus convicciones empujaban con la fuerza de un huracán. Comprendí que su vida nómada no tenía nada que ver con la existencia errante que yo había ansiado. El jefe Solung sabía de antemano qué iba a encontrar en cada nuevo campamento. Lo sabía porque buscaba a su hija en todas sus acciones para brindarle su abrazo, aun desde la muerte. Yo me había refugiado en una vida nómada de sentimientos para no afrontar compromiso alguno conmigo mismo. Ello me impedía comprometerme con los demás y me condenaba inevitablemente a la prisión de la soledad.
—Gracias, Solung.
—Espero que lo que llevas en ese cilindro de cuero merezca la pena —dijo, sonriendo sin ninguna malicia mientras Gyentse traducía sus palabras.
—Supongo que el maestro Padmasambhava o el propio Singay hubiesen preferido que su tesoro se hundiese de nuevo en la nieve del Himalaya antes de que cayese en manos de la soldadesca de Pekín. Así que, en el peor de los casos…
Nos abrazamos con fuerza. Los kampa nos miraban mientras esperaban pacientes los requerimientos del destino.
—¡Vamos! —grité—. ¡No hay tiempo que perder!
—Espera —exclamó Solung.
—El jefe quiere ofrecerte algo —indicó Gyentse.
Solung extrajo un collar del forro de su pechera, un hilo de cuero con una esfera de plata sin pulir.
Gyentse tradujo con solemnidad.
—Solung dice que espera verte llegar a su aldea de la región del Jam con este collar en el pecho y recibir a cambio la ofrenda que le hayas traído de tu tierra.
—Dile que me comprometo a sobrevivir hasta ese día.
—Dice que si fuera él quien hubiese muerto para entonces uno de sus hijos recibirá tu regalo, lo subirá a la cima que protege el pueblo y lo machacará con un martillo de roca hasta que no quede más que arena y polvo. De ese modo el viento fundirá tu ofrenda con la montaña donde reposarán sus propias cenizas. Así es como recordará la fuerza de vuestra amistad, más allá de la distancia y del tiempo.
—Te lo entregaré personalmente —concluí, y me interné e la gruta seguido de Gyentse y de los dos kampa.
Atravesamos instantes de verdadero pánico. No comprendía cómo el kampa que había inspeccionado la salida, que como él mismo había dicho era bastante más grueso que nosotros, había conseguido pasar por los conductos más estrechos. Cuando llegamos al final y nos asomamos por la salida de la gruta fue como si se abriera ante nosotros una puerta al paraíso. No nos fijábamos en la nieve que caía a ráfagas en todas las direcciones, ni escuchábamos el soplido atronador del viento, ni nos intimidaba la pendiente casi vertical de hielo que teníamos debajo. Habíamos llegado al final de la gruta y sólo veíamos un espacio abierto sin soldados, una nueva montaña al fondo y más allá, la frontera de la India.
Uno de los kampa se colocó delante de la salida y se volvió hacia nosotros. La nieve le azotaba la espalda.
—¡Recordad siempre que este mundo no es el vuestro! —declaró, tratando de hacerse oír por encima del bramido de la tormenta—. ¡Estamos en el techo del mundo y aquí mandan los caprichos de esta tierra salvaje!
Asentimos con movimientos enérgicos. Apenas podíamos abrir los ojos.
—¡Saltad! —gritó mientras se arrojaba sobre la pendiente de hielo.
Me volví hacia Gyentse. Él hizo un gesto para indicarme que estaba bien y saltó a la vez que el otro kampa. Yo apreté el cartucho contra mi pecho con ambos brazos y también me lancé bajo la ventisca.
El avance por la nieve fue tremendamente duro. Desde los primeros pasos acusamos la falta de oxígeno. Pensábamos que nuestro cuerpo ya se habría aclimatado a aquella nueva altura después de los largos recorridos a caballo, pero no era así. Las piernas flaqueaban y era difícil restablecer el ritmo de la respiración si perdíamos la concentración y acelerábamos las inspiraciones más de lo debido. También estaban las bajísimas temperaturas. No habíamos previsto tener que ascender a pie por la cordillera y carecíamos de las prendas adecuadas. Y por añadidura nos pesaba la incertidumbre acerca de lo que estaba ocurriendo en la entrada de la gruta al otro lado de la montaña. El fragor de la tormenta hacía que todos los truenos nos pareciesen disparos. Llegó un momento en el que dejamos de pensar en ello. Habían transcurrido varias horas desde que iniciamos la caminata y sólo nos preocupábamos de avanzar sin caer rodando por las laderas que se resquebrajaban produciendo chasquidos secos.