No recuerdo cuánto tiempo permanecí con el brazo levantado. Sólo sé que el jefe Solung se acercó y me quitó la pistola de la mano.
Ninguno de los dos dijo nada. Más tarde supe que Solung no esperaba palabras de agradecimiento. Sólo quería que le disculpase.
—Debí acompañarte. Estaba escrito desde que te arrojaste delante del jeep para salvar a mi hija —dijo en su lengua, sin que en aquel momento pudiera entenderle.
Observé durante un rato cómo los kampa iban de un lado a otro, entraban en el camión, revisaban la documentación que habían encontrado en la cabina, atendían al guerrero herido y a Ziang, que también sangraba del pie, y se daban instrucciones con energía para limpiar el lugar cuanto antes. No imaginaba dónde habían previsto esconder el camión. Tenía la mente nublada. No era más que un punto en aquel universo rocoso, en plena región militarizada tras haber terminado con una patrulla entera de soldados chinos.
En aquel momento escuché un gemido a mis pies. Bajé la mirada y vi que el soldado que había utilizado de rehén aún estaba vivo. Su vientre perforado arrojaba sangre a borbotones, formando a su alrededor un charco denso y oscuro. Mis botas habían pintado la tierra de huellas rojas. Me quité la camiseta y me arrojé sobre él para tratar de contener la hemorragia.
—¿Por qué habéis tenido que hacerlo? ¿Por qué no me hicisteis caso? ¡Nada de esto habría ocurrido! ¿Por qué? ¿Por qué? —sollocé—. ¡Traed a Gyentse! —grité de repente.
Los kampa me miraron perplejos. Solung hizo un gesto y dos de ellos salieron corriendo ladera arriba.
Pasados unos minutos regresaron en compañía del lama. De su boca salieron unas palabras temblorosas.
—Primero oí algunos disparos retumbando en el valle, al momento más ráfagas atronadoras y después nada. Creía que todos habíais muerto.
Su rostro no mostraba expresión alguna.
—Los kampa están bien —me limité a decir—. La herida del pie de Ziang sanará pronto. Incluso puede cabalgar. La del otro parece peor, pero ellos no parecen preocupados.
Se fijó en el soldado chino que yacía a mis pies, aferrándose a la vida con mi camiseta empapada de sangre apretada contra el vientre.
—Está vivo…
—Habla con él —le pedí con frialdad.
Gyentse le acercó una cantimplora de cuero a los labios pero sólo logró que se sobresaltase.
—¿Quién eres? ¡No veo nada! ¡No veo…! —gimoteó el recluta.
—¿De dónde eres?
—De una región al este de Pekín —contestó más tranquilo al sentir que el lama le acariciaba la frente.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte. ¿Me ha disparado el oficial…? —preguntó de repente—. Creo que me ha disparado el oficial…
—Eres muy joven para estar de servicio tan lejos de tu casa —le cortó Gyentse.
—Aquí sólo venimos los más jóvenes. —Comenzó a toser. El esfuerzo le abrasó por dentro, pero siguió hablando como si supiera que eran las últimas palabras que tendría ocasión de pronunciar—. Este destino no lo quiere nadie. En estas montañas sólo hay polvo, miseria y odio. —Volvió a toser y se agarró al jersey de Gyentse con desesperación—. ¿Vas a ayudarme? Tengo mucho miedo…
Unas cuantas lágrimas se desbordaron de sus ojos dejando surcos en la capa de polvo que se le había pegado a la cara.
—Espero que seas tú quien me ayude a mí —dijo Gyentse.
—No sé cómo… —fue capaz de contestar.
El dolor que le atenazaba estaba impreso en su rostro.
—Diciéndome la verdad.
—¿La verdad sobre qué?
—Sobre lo que estáis haciendo en esta zona. Aquí no hay puestos militares ni pasos fronterizos que cubrir.
—¿Qué voy a ganar diciéndotelo? —dijo, sacando ahora un brote de rabia.
—Guardándotelo para ti es como no ganarás nada.
—De todas formas no creo que tengáis nada que ver con el lama…
De nuevo las toses, cada vez más ásperas.
—¿Cómo?
—Vamos detrás de un lama de Dharamsala y de un occidental. Mi superior dijo que seguramente van acompañados de un guía.
Gyentse trató de ocultar su estupor. Se percató de que el soldado ni siquiera se había fijado en mi cara. Le había atacado por sorpresa y lo siguiente que vio fueron las balas del oficial impactando en su cuerpo. El lama aguantaba como podía las ganas de llorar.
—Sigue.
—Estamos peinando la zona. Los fugitivos llevaban un localizador en el vehículo, lo que los mantenía controlados, pero abandonaron su jeep al llegar a un monasterio situado en esta región. Suponemos que habrán seguido a pie…
—Y ¿qué ha hecho ese lama para que dediquéis tantos esfuerzos en su captura? —consiguió articular Gyentse.
—No lo sé, pero todos están muy nerviosos desde que llamaron del alto mando de Lhasa. Al parecer interceptaron su vehículo cuando vieron que regresaba a la capital, pero ya era tarde. En el coche sólo viajaba el chófer, y en todo momento se negó a delatarles. —Un borbotón espeso le burbujeó en la boca, pero siguió hablando como si en ello le fuera la poca vida que le quedaba—. Y ahora hemos de buscarles por toda la maldita meseta. Lo que no imaginábamos era que moriríamos a mano de un grupo de bandidos…
—¿Qué le ha ocurrido a ese chófer?
—¿A quién le importa…?
Dejó caer la cabeza hacia el otro lado y vomitó la sangre que se le acumulaba en la boca.
Gyentse se levantó y vino hacia mí. Me tradujo palabra por palabra todo lo que le había contado el soldado. No podía creerlo.
—¡No es posible! ¿Quién nos está siguiendo? —grité exasperado.
—Es todo lo que me ha dicho.
—¡Un localizador en el coche! ¡Nos han tenido controlados desde que salimos de Lhasa! ¡Y Chang torturado…! ¡No puedo imaginar cómo…!
—Ahora comprendo por qué los helicópteros no nos persiguieron tras la huida del control en la carretera.
—¿Estás diciendo que cesaron la búsqueda porque a alguien le interesaba que llegásemos sanos y salvos a nuestro destino?
—Eso no me lo ha dicho el soldado, pero resulta lógico pensar que pretendían que encontrásemos el
terma
para ellos.
—¡Vuelve y pregúntale quiénes son! ¡Pregúntale, Gyentse!
Apenas podía contenerme. Quería lanzarme sobre el moribundo y zarandearle para que me explicase hasta el último detalle.
—Estoy seguro de que me lo ha contado todo —dijo Gyentse tratando de que me serenase—. Míralo, es sólo un crío. Y sabe que se está muriendo.
Alguien nos había delatado. Detuvieron a Chang porque creían que ya estábamos regresando a Lhasa. ¡Un localizador! ¿A quién podría interesarle que alcanzásemos nuestro destino antes de apresarnos? Me llevé las manos a la cabeza y la apreté a la altura de las sienes. Las dos bolsas de dolor que ya me había acostumbrado a soportar desde que sufrí el ataque en el campamento nómada parecían inflarse ahora en su interior hasta lo insoportable. Creí que mi cerebro iba a reventar, que se me iban a salir los ojos por la presión. Sujeté a Gyentse por los hombros enérgicamente.
—¿Qué estamos haciendo? —le pregunté—. ¿Acaso nos hemos vuelto locos?
Su expresión había cambiado. Ya no se mostraba como cuando le abandoné al otro lado del cerro, ni como cuando hacía tan sólo unos minutos, bajó por la ladera.
—Tenías razón —dijo él.
—¿A qué te refieres?
—A lo que hablamos en el despacho del Kalon Tripa en Dharamsala, cuando justo habíamos descubierto los motivos que habían llevado a los asesinos a robarnos las vidas de Singay y de los demás lamas… y la de Asha.
—Asha…
—El día que decidí acompañarte.
—Apenas me acuerdo de ella… Es terrible…
—No puedes abandonarme ahora, Jacobo —siguió diciendo sin reparar en que apenas le escuchaba—. Ese
terma
es tan importante para mi pueblo… No nos quedan muchas esperanzas, lo sabes, ¿verdad?
—Gyentse, no puedo más…
—Tenemos que encontrar ese rollo de pergaminos antes de que caiga en manos de esos criminales. Ahora soy yo quien te lo pide.
Me abrazó más fuerte de lo que había hecho nunca.
—¡Vamos! —gritó de repente Solung—. ¡Basta de hablar! ¡No debemos permanecer aquí más tiempo! —Cargó el arma con un chasquido seco—. ¡Apartaos!
Lejos de apartarse, Gyentse se arrodilló junto al soldado y le estrechó la cabeza contra su pecho.
—¡Eso sí que no lo permitiré!
El kampa se volvió hacia mí, como si esperase un asentimiento que le autorizase a ejercer su autoridad sobre el lama.
—No podemos dejarlo así, ni tratar de llevarlo con nosotros —dijo Solung intentando parecer más calmado—. Eso sí que sería cruel. ¡Apártate! —gritó poniéndose nervioso de nuevo.
Levantó el fusil.
De repente me pareció estar en mitad de una alucinación. Pensé en todo lo que había ocurrido durante la última hora y decidí que no podía ser real. Me vi de pie en mitad de la cordillera del Himalaya, a escasa distancia de los destacamentos que controlaban la frontera de la región india de Cachemira, cuyos efectivos saldrían a buscarnos en el momento en que descubriesen lo que habíamos hecho con una de sus patrullas. Para entonces ya sabía que medio ejército chino nos perseguía desde que salimos del monasterio del oráculo, una vez que los asesinos de Singay, tras apresar a Chang, dieron la voz de alarma e informaron de nuestra presencia en la zona. Miré a mí alrededor. Sólo había charcos de sangre. Pensé en Louise y en Martha y me embargó la impotencia y el miedo. Era como si me proyectase de espaldas hacia el interior de un túnel a velocidad de vértigo mientras veía cómo la luz del mundo real se empequeñecía hasta desaparecer.
Gyentse se levantó rompiendo a llorar y el jefe Solung disparó al soldado en la frente.
Aquella noche aún cabalgamos unas horas más. El sendero estaba cortado cada pocos kilómetros por los desprendimientos que ocasionaban las lluvias.
—Supongo que al menos este camino endemoniado dificultará la persecución de los militares —se consolaba Gyentse mientras miraba al fondo del precipicio.
—El ejército chino ya no es como el de Mao, cuya única estrategia era enviar millares de soldados corriendo en masa para aplastar al enemigo —le desengañó Solung con frialdad—. Hace años que modernizó sus tácticas y su material, así que no dejéis de estar alerta.
Los dos días siguientes fueron aún peores, más duros a lomos del caballo. Emprendíamos la marcha cuando todavía no había amanecido y apenas descansábamos hasta la noche. Las paradas no duraban más de media hora, lo suficiente para refrescarnos y estirar las piernas. Nadie hablaba. Yo estaba agotado por el lento trote sobre las piedras y por la fuerza que teníamos que hacer hacia atrás. Era la única manera de no caer al suelo cuando el animal tensaba las patas delanteras para descender por las paredes interminables de grava gris. Pero lo peor era la enorme presión que soportábamos desde que sabíamos que nos estaban persiguiendo.
En más de una ocasión llegué a pensar que mis ojos iban a reventar de tanto mirar a través de la llovizna cuando creía divisar alguna patrulla china. A ratos trataba de mantenerlos cerrados durante unos minutos y me dejaba llevar. Aflojaba las riendas y el caballo seguía la fila sin inmutarse. Entonces dejaba fluir mis pensamientos como si estuviera dormido y se abalanzaban las imágenes de Martha y de Louise. Eran lo único que me mantenía cuerdo. Aquel paraíso de roca se había tornado en un infierno del que sólo podía salir siguiendo el hilo que unía mi mano con la de mi hija desde que nos despedimos en la parada del autocar.
Imaginaba a Martha al otro lado del planeta. Acababa de acostar a Louise y trataba de poner un poco de orden en la casa. Caminaba por el porche de madera, pasando la mano por la barandilla de troncos pulidos, apagando el candil y las velas que aún permanecían encendidas, recogiendo del suelo las libretas en las que Louise garabateaba durante horas. Después se quedaba dormida. Sólo los mil ruidos sordos de la selva atravesaban la oscuridad sin perturbar la calma. También imaginaba a Louise. Estaba en la otra habitación. Cuando se despertaba en plena noche no lloraba ni nos llamaba. Abría los ojos y miraba el techo pajizo, y al momento escondía el azul pálido de sus pupilas tras los párpados de algodón, adentrándose en un nuevo sueño poblado de peces del lago y loros de pico amarillo.
—¡Allí está! —gritó Solung de repente, despertándome de súbito.
Acercó su caballo al mío y señaló al fondo del desfiladero.
—¡Aquellas ruinas, detrás del riachuelo!
Había llegado a pensar que jamás llegaría ese instante, pero lo habíamos logrado. Nos encontrábamos frente a las ruinas de la antigua lamasería de Lobsang Singay.
—¡Hemos llegado, Jacobo! ¡Hemos llegado!
Todos callamos hasta cerciorarnos de que no había nada que temer. Aceleramos el paso. El lugar estaba desierto. No se escuchaba otro sonido salvo los relinchos de los animales a cada golpe de estribo. A pesar de ello los kampa, cumpliendo sus protocolos bélicos habituales, deshicieron la fila y se abrieron hacia los lados en dos grupos. Sujetaban las armas con una mano mientras con la otra mantenían la tensión de las bridas con suma precisión. Los caballos preveían sus movimientos como si ambos, guerrero y animal, fuesen el cerebro y el cuerpo de un centauro.
La antigua lamasería se confundía con la piedra de la montaña. No había banderas ni tapices. La pintura de los pocos edificios que aún se mantenían en pie había desaparecido. Las estupas que se construyeron formando un pasillo que llegaba a la entrada también se habían mimetizado con la roca gris.
Nos introdujimos entre las ruinas. De nuestras bocas no salía un solo comentario. Pensé que aquel monasterio sí que había sufrido, mucho más que nosotros, el ataque de los demonios y del fuego que vaticinó el oráculo.
A través de lo que en tiempos debió de ser la entrada principal se accedía a un patio rodeado de columnas. Desde ambos lados partían sendas escalinatas para llegar a las dos alturas que lo circundaban. En los corredores superiores se adivinaban unos huecos que en su día debieron de corresponder a diferentes estancias, hoy irreconocibles. Se habían hundido todos los techos. Gyentse sacó los croquis que había dibujado el abad para tratar de situarse.
—Demos una vuelta —dijo.
Caminamos hacia un edificio que conservaba las cuatro paredes. Empujé la puerta. La madera estaba podrida y ennegrecida. Chirriaron los goznes oxidados. El sol de la tarde entraba por los ventanucos y estampaba cuadrados de luz en el suelo.