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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (36 page)

45

—¿Tengo que sentir lástima por los pacientes? —suelta Lilian, y le da un sorbo a la cerveza—. Ya lo hacen ellos mismos, todos. Están allí detrás del muro, compadeciéndose de sí mismos… y aseguran que son «inocentes».

—¿Ah, sí? —pregunta Jan.

—Sí. Todos los pederastas y asesinos se declaran inocentes, ya lo sabes… La gente que está encerrada nunca reconoce su culpa.

Jan no está de acuerdo, pero no la contradice.

La noche después de la pelea entre Lilian y Marie-Louise en la escuela, Jan baja al Bills Bar.

Lilian estaba allí, como de costumbre, sentada a una larga mesa ante una gran jarra de cerveza. Su forma de mecer la cabeza, como una serpiente ante un encantador, indicaba que llevaba un buen rato sentada.

No advirtió que Jan entraba en el bar. Y además, no estaba sola: Hanna se encontraba frente a ella en la mesa, con un vaso de agua. Como era habitual, parecían estar compartiendo secretos, hablando entre susurros con la cabeza agachada.

Esa noche el barman del Bills Bar se llama Allan. No es amigo de Jan, este no ha conseguido intimar con nadie en Valla, pero se ha aprendido el nombre de los camareros.

Le pide a Allan una bebida sin alcohol. Una vez servido, piensa en escabullirse hacia el fondo del local, pero lo más seguro es que Hanna lo vea. ¿Y por qué tendría que escabullirse?

Opta por dirigirse a la mesa de sus compañeras.

—¡Hola! —las saluda.

—¡Jan!

Lilian esboza una sonrisa, parece alegrarse de verlo.

La mirada perdida de Hanna no transmite ninguna emoción. Apenas cabecea. Jan toma asiento.

—¿Qué bebes? —pregunta Lilian.

—Una cerveza sin alcohol —responde—. Tengo que trabajar mañana, así que no…

—¿Cerveza sin alcohol? —Lilian suelta una risotada sorda, y alza su jarra—. Esta es mi cerveza sin alcohol.

Jan no brinda, tanto Hanna como él observan a Lilian en silencio mientras vacía media jarra.

A continuación, Lilian agacha la cabeza y Jan repara en que esta noche está de un humor sombrío. La joven clava la mirada en la jarra y continúa relatando su informe sobre el hospital, que Jan ya escuchó la primera noche que se encontraron en el Bills Bar. «Hotel de lujo», así fue como lo llamó.

—Cuando llegué aquí sentía mucha curiosidad por los internos, pero nunca me han dado pena. A lo que me refiero es que si alguien está convencido de ser inocente, de no ser un asesino o un maltratador… ¿cómo vas a poder curarlo?

Nadie responde. Vuelve a beber. Jan piensa que su mirada comienza a parecerse a los ojos nublados por las drogas de los pacientes del sótano de Santa Psico.

Lilian deja la jarra sobre la mesa.

—Tengo que ir al baño.

Le cuesta ponerse en pie —el borde de la mesa se lo impide—, pero al fin se marcha tambaleante.

Jan y Hanna permanecen sentados y la ven alejarse.

—¿Cuántas se ha bebido? —pregunta Jan.

—No lo sé. Cuando llegué ya estaba bebiendo, pero, desde entonces… tres jarras grandes.

Jan asiente lacónico.

—Lilian me da pena —comenta Hanna.

—Hay mucha gente que da pena —responde él—. Leo da pena.

—Sí, ya lo has dicho otras veces —replica Hanna, y alza la vista hacia él—. Piensas mucho en los niños, ¿verdad?

—Me preocupo por ellos. —Entonces recuerda lo que le contó sobre la desaparición de William, y teme parecer sospechoso. Así que añade—:Todos deberíamos preocuparnos por ellos, Hanna.

—Lo hacemos.

—¿Ah, sí? Seguro que te preocupa más Ivan Rössel.

Ella niega con la cabeza.

—No. O sí. Me preocupa Ivan, pero… No entiendes de qué se trata, Jan.

—No —replica—. De todos modos, no es asunto mío.

Ha terminado la cerveza y se pone en pie. Quizá lo mejor sea irse a casa.

Pero al parecer Hanna ha decidido otra cosa. Se inclina sobre la mesa y baja la voz:

—Se trata de Ivan Rössel… y de Lilian.

—¿De Lilian?

Hanna lo mira, como si estuviera armándose de valor para revelar algo.

—Me puse en contacto con Ivan por Lilian.

Jan vuelve a sentarse.

—Perdona… ¿Qué has dicho?

—Ivan «sabe» cosas. Así que intento que me las cuente.

—¿Contarte qué?

—¡Ya estoy! —grita una voz—. ¿Me habéis echado de menos, niños?

Se trata de Lilian. Regresa a la mesa, con una nueva cerveza en la mano. Se tambalea y esboza una amplia sonrisa.

—Había una chica llorando en el baño —dice, y se sienta junto a Jan—. ¡Joder! Siempre hay alguien llorando en el baño de mujeres… ¿No te parece, Hanna? ¿Por qué siempre pasa eso?

Hanna ha vuelto a cerrar la boca. Se limita a lanzarle una rápida mirada a Jan.

—Nos vamos a casa.

Lilian parece sorprenderse.

—¿Ya?

Hanna asiente.

—Podemos irnos juntos y te acompañamos a casa… Voy a llamar un taxi.

—Pero… ¿y la cerveza?

—Nosotros te ayudamos. —Hanna alarga la mano hacia la jarra, le da un par de tragos y se la pasa a Jan—. Toma.

No le apetece, pero también le da un trago.

—Vámonos, Lilian.

Un cuarto de hora después ayudan a su compañera a entrar en un taxi estacionado fuera del bar, y se marchan. Hanna guía al taxista hasta unas casas adosadas de un barrio al norte del centro. Jan vislumbra a un hombre de unos cuarenta años que observa el taxi desde la ventana iluminada de la cocina.

Jan lo reconoce: se trata del hombre que una noche acompañó a Lilian a la escuela.

—Sois tan buenos… Tan majos.

Lilian les ha dado las gracias varias veces durante el trayecto, y ahora abraza a Jan, besa a Hanna en ambas mejillas, y se aleja tambaleándose hacia la puerta.

—Bien. —Hanna se vuelve hacia el taxista—. Ahora volvamos de nuevo al centro… al Casino.

—¿Al Casino? —exclama Jan.

—No es un casino de verdad. Es solo el nombre.

El Casino se encuentra en una callejuela. El local resulta aún más sórdido que el Bills Bar, y esa noche solo hay hombres. Jan piensa que hay cosas que no cambian. Algunos cincuentones están sentados, con los hombros encorvados, frente a una gran pantalla de televisor junto a la barra, presenciando enojados, como si su equipo perdiera, un partido de fútbol italiano. En el resto del local las mesas están vacías.

Hanna pide dos vasos de zumo y se sientan al fondo del bar, en un rincón desierto.

—El Bills Bar es una especie de… no estoy segura —le dice a Jan—. He visto a gente de Santa Psico.

—¿Ah, sí? —replica Jan—. ¿Y qué pinta tienen?

—Pinta de vigilantes.

Se hace un silencio hasta que Hanna lo rompe:

—Ivan Rössel necesita tener contacto con alguien… ¿No lo entiendes?

—Puede… —contesta Jan. De pronto recuerda algo que el doctor Högsmed dijo sobre sus pacientes y añade—: Pero si uno se adentra en un bosque para buscar a alguien extraviado, es fácil que se pierda.

Hanna aprieta los labios.

—Yo no estoy perdida —replica—. Sé lo que hago.

—¿Y qué estás haciendo? —pregunta Jan—. Con Ivan, quiero decir…

Hanna aparta la mirada.

—Intento que… me cuente cosas.

—¿Qué cosas?

—Lo que sabe sobre John Daniel.

—John Daniel…

Jan recuerda vagamente el nombre. ¿Lo ha leído en algún periódico?

—John Daniel Nilsson desapareció hace seis años —prosigue Hanna—. Su rastro se perdió después de un baile escolar en Gotemburgo, en el último curso de bachillerato. Nadie ha vuelto a verlo desde entonces, pero Ivan ha… ha mencionado que sabe algo sobre John Daniel.

Jan asiente. En efecto, lo recuerda. En aquel entonces él vivía en Gotemburgo, a solo cinco o seis manzanas de la escuela donde se celebró el baile. Rössel era sospechoso de su desaparición, aunque nunca llegó a confesarlo.

—¿Qué tiene que ver John Daniel contigo?

—Conmigo nada —contesta Hanna—. Con Lilian. Ya te lo dije.

Jan la mira.

—¿Lilian está involucrada?

—John Daniel era su hermano pequeño —continúa Hanna—. Lilian buscó trabajo en la escuela infantil para intentar ponerse en contacto con Ivan Rössel. Y al final me pidió ayuda y lo consiguió… pero eso la está destrozando.

46

Esa noche Jan se queda despierto hasta las dos y media leyendo artículos de sucesos, para intentar saber más. Descubre que John Daniel Nilsson tenía diecinueve años cuando desapareció tras asistir a un baile escolar en las afueras de Gotemburgo. Un amigo lo invitó a beber a escondidas alcohol de contrabando, se emborrachó y se sintió mal. John Daniel se marchó solo, a las once y media de la noche, para quitarse un poco la borrachera o irse a casa —nadie lo sabía con certeza—, y desde entonces no se le había vuelto a ver. La familia lo buscó, la policía y muchos voluntarios también, pero John Daniel desapareció sin dejar rastro.

El caso se convirtió en un misterio sin resolver. Rössel era sospechoso, pero había guardado un completo silencio al respecto. Hasta ahora, cuando, según Hanna, había comenzado a sugerir que él había sido el último en ver con vida al chico.

Jan lee sin parar, hasta que le escuecen los ojos y en lugar de ver el rostro del chico de diecinueve años se le aparece el de William Halevi. Entonces apaga el ordenador y decide acostarse.

A la mañana siguiente acude embotado a trabajar. Lilian ya se encuentra allí y se saludan con un gesto cansado de la cabeza.

—¿Qué tal, Lilian?

—Mmm… —murmura apenas.

Parece tener resaca, y seguro que la tiene, pero hoy la ve con otros ojos. Lilian es hermana de un chico desaparecido. Es una víctima.

Desea hablar con ella sobre eso, pero entonces se oye un grito desde la cocina:

—¿Jan? ¿Puedes subir a buscar a Matilda?

Se trata de Marie-Louise.

—Sí, claro —responde Jan.

Conoce las rutinas. Hay que estar ocupados en todo momento.

Las entregas y las recogidas en Patricia son continuas durante el día; el paseo por las escaleras del sótano le resulta ya algo habitual. Sube con los niños a la sala de visitas sin pensar en ello.

Pero cuando se trata de Leo no es una rutina. Jan roza el hombro del niño con la yema de los dedos mientras suben para que pase una hora con su padre.

—¿Qué vais a hacer?

—Jugar a las cartas —responde Leo.

—¿Seguro?

Leo asiente.

—Papá siempre quiere jugar a las cartas.

—Pídele que te cuente un cuento —propone Jan.

Leo asiente, aunque no parece convencido.

Cuando regresa a la escuela, Jan no siente pena ni alegría. No tiene oportunidad de hablar con Lilian. Ella tampoco se dirige a él. Pasa el tiempo con los niños, pero no juega con ellos; se queda sentada y los mira con ojos cansados, y acaricia desganada a alguno de ellos en la cabeza.

Hanna también parece rehuirlo, se pasa la mayor parte del tiempo en la cocina. Solo Marie-Louise quiere hablar con él.

—Jan, ¿no te parece bien que se haya acabado?

—¿El qué?

—El turno de noche. Que todos los niños tengan un lugar… que les hayamos encontrado buenos hogares. Estoy contenta por eso.

—¿Les irá bien? —pregunta Jan.

—¡Sí, claro! Estoy segura.

—Me preocupa Leo. Es tan inquieto…

—A Leo también le irá bien —responde Marie-Louise.

Jan mira a su jefa. ¿Realmente les irá bien a todos los niños? A la mayoría sí, pero no a todos. Algunos se convertirán en adultos desequilibrados, otros vivirán en la indigencia, otros se convertirán en criminales. Son datos estadísticos, y no se puede hacer nada contra ello.

Entonces, ¿qué sentido tiene su trabajo en Calvero?

A las cinco y media Jan se encuentra en la cocina. Han recogido a todos los niños, y él está terminando de fregar los platos. La jornada laboral ha finalizado, y cuando Lilian cierra su taquilla del guardarropa él se apresura a acabar en la cocina. Apaga la luz y consigue estar listo en un par de minutos, cuando Lilian sale ya por la puerta.

Jan cierra la escuela y la sigue a toda prisa.

Es una ventosa y gélida tarde de noviembre. En la calle distingue su figura con abrigo negro caminando en dirección al centro. Acelera el paso y corre tras ella.

—¿Lilian?

Ella se gira sin detenerse y lo mira cansada.

—¿Qué quieres?

Su primer impulso es preguntarle si quiere ir al Bills Bar, pero se contiene. No tiene ganas de volver allí.

—¿Podemos hablar un momento? —pregunta él.

—¿De qué?

Jan mira alrededor. A lo lejos, junto al muro, dos personas salen por la puerta de acero; no distingue sus rostros, pero supone que son empleados del turno de día que regresan a casa. Y en la parada del autobús hay más gente esperando. Ojos que miran, oídos que escuchan.

—Podemos caminar un rato —sugiere él.

Aunque a Lilian no parece agradarle la idea, lo sigue. Pasan de largo la parada del autobús y siguen andando hasta que él dice:

—Hablemos de la escuela… de lo que podemos hacer con los niños.

Lilian suelta una risa cansada.

—No, gracias. Quiero irme a casa.

—Hablemos de Hanna, entonces.

Lilian echa a andar de nuevo, así que Jan pregunta:

—O de Ivan Rössel.

Ella se para en seco.

—¿Lo conoces?

Jan niega con la cabeza, y baja la voz:

—Pero Hanna me ha contado algunas cosas.

Lilian guarda silencio, y lanza una mirada hacia el hospital.

—No puedo hablar aquí —responde al cabo de un rato.

—Podemos vernos más tarde.

Se queda pensativa un momento.

—¿Estás libre mañana por la tarde?

Jan asiente.

—Pásate por mi casa a las ocho.

—¿Podremos hablar entonces? —pregunta Jan—. ¿De todo?

Lilian asiente. Luego mira el reloj.

—Ahora tengo que irme, mi hermano mayor me espera… Mi marido me dejó. —Comienza a caminar, pero vuelve la cabeza—. ¿Quieres saber por qué nos divorciamos?

Jan no responde, pero ella continúa:

—Creía que estaba obsesionada con Ivan Rössel.

47

El jueves, después del almuerzo, comienzan a caer los primeros grandes copos de nieve del invierno. Se posan sobre el suelo que rodea la escuela infantil y forman una suave capa blanca sobre la tierra del cajón de arena y los columpios.

Jan observa los copos desde la ventana, pero no se emociona con la nevada como cuando era niño. Para él, el invierno solo significa niños con más capas de ropa. Las camisetas, calcetines de lana, pantalones de goma y gorros con orejeras retrasan cada vez más la salida al jardín. Jan ve a los niños así vestidos como pequeñas latas, robots enanos de tela que se mueven con dificultad por el jardín.

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