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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (37 page)

Les ayuda a vestirse y salen. Andreas y Marie-Louise actúan unidos como un equipo, y bromean y se ríen detrás de él.

Hanna y Lilian ya se encuentran fuera, fumando. No se ríen, hablan en susurros.

Marie-Louise y Andreas. Hanna y Lilian.

A Jan no le permiten entrar en ninguno de los círculos, así que se ocupa de los niños, como de costumbre.

—¡Mírame! —gritan—. ¡Mírame!

Los niños quieren que vea lo bien que se les da columpiarse, saltar y construir frágiles castillos de arena entre el barro y la nieve. Jan les ayuda, aunque de vez en cuando mira de reojo hacia Lilian y Hanna y desearía poder oír lo que están hablando.

Cuando Marie-Louise aparece en la escalera ponen fin a la conversación, apagan los cigarrillos y ayudan a reunir a los niños. Jan ve que se lanzan rápidas miradas mientras regresan a la escuela infantil, como si fueran conspiradoras.

Marie-Louise no parece notar nada, permanece en la escalera junto a Jan y sonríe a los niños mientras desfilan hacia el interior de la casa.

—Qué obedientes son.

A continuación dirige la vista hacia el muro que rodea el hospital y deja de sonreír, y entonces prosigue:

—Jan, ¿tuviste miedo alguna vez cuando eras pequeño?

Él niega con la cabeza. No cuando era pequeño. Nunca tuvo miedo, ni siquiera de la bomba atómica. Hasta que conoció a la Banda de los Cuatro.

—¿Y tú? —pregunta él.

Marie-Louise también niega con la cabeza.

—Cuando era pequeña —explica—, vivía en una pequeña ciudad donde nadie cerraba la puerta con llave. No había ladrones ni atracadores… no había criminales peligrosos. Por lo menos, nadie hablaba de ello. Pero en la ciudad había una clínica mental y a los locos a veces les daban permiso… Vestían con ropa extraña, así que era fácil saber de dónde procedían. Parecían buenas personas, y a mí me hacía mucha gracia saludarlos en el autobús, porque se ponían muy contentos de poder hablar con alguien. Cuando un loco subía al autobús la gente se ponía tiesa como un palo mirando al frente, pero a mí me parecía que eran buenos. —Mira a Jan, y añade—: Así que los saludaba, y ellos me devolvían el saludo.

—Eso está bien —responde Jan.

Marie-Louise vuelve a dirigir la vista hacia el alto muro del hospital, y prosigue como si hablara consigo misma:

—Pero ahora todo se ha vuelto tan horrible… Hay tanta gente mala en el mundo.

—También puede ser que tengamos más miedo —comenta Jan en voz baja.

Pero su jefa no parece oírlo.

Por la noche Jan intenta contactar de nuevo con Rami. Cuando la escuela cierra finge volver a casa, pero se da una vuelta en la oscuridad por el barrio de casas ajardinadas y espera a que todo esté en calma en los alrededores del hospital. Luego da un rodeo hasta llegar al gran peñasco sobre el arroyo. Se quita la mochila, saca el Ángel y lo enciende, sin dejar de mirar hacia el hospital.

Cuarta planta, séptima ventana. Está iluminada, pero no vislumbra a nadie tras las rejas.

Jan intenta establecer contacto.

—¿Ardilla?

No sucede nada. La luz de la habitación sigue encendida.

Llama varias veces por el Ángel, pero no obtiene respuesta. Si Rami no se encuentra allí, o si está durmiendo, ¿por qué está la luz prendida? ¿Estará siempre iluminada?

Al cabo de un rato apaga el aparato y se marcha. Se siente frustrado y harto de todo. Bueno, quizá no de todo: los niños aún le aprecian, pero quedaría muy raro si jugara demasiado con ellos.

Y no quiere parecer raro. En tal caso atraería la atención de Marie-Louise, como le pasó a Lilian.

Piensa en las conversaciones íntimas que Lilian ha mantenido con Hanna en la escuela durante la última semana, en las voces susurrantes que se apagaban cada vez que él entraba en la habitación.

Sale del bosque y se dirige a la ciudad. Pero no vuelve a casa. Esta noche tiene una reunión con Lilian, para hablar de Ivan Rössel.

48

Jan llama a la puerta del adosado de Lilian y espera. Escucha. Oye voces en el interior de la casa, aunque suenan como si se tratara del murmullo de un televisor.

No es Lilian quien abre, es su hermano mayor. Jan desconoce su nombre. El hermano apenas asiente con la cabeza y grita por encima del hombro:

—¡Minti!

El volumen del televisor baja. La voz de Lilian responde algo que no se entiende muy bien.

—Tu compañero de la guardería está aquí.

Se da media vuelta y entra en la casa sin mirar a Jan.

—¿Te llaman Minti? —le pregunta Jan a Lilian.

—A veces.

—¿Por qué?

Ella se encoge de hombros.

—Me gustan las pastillas de menta. Para tener buen aliento.

La voz de Lilian es inexpresiva. Por lo menos no está borracha. Ha llevado a Jan a la cocina y ahora abre la nevera. Jan ve botellas verdes en el interior, pero Lilian saca un envase de leche.

—¿Quieres un chocolate caliente?

—Sí, gracias.

Pone una cazuela con leche al fuego e invita a Jan a tomar asiento a la mesa. No hay ni rastro de la Lilian fiestera del Bills Bar. Luego se sienta a la mesa con las dos tazas de chocolate, y parece más cansada que nunca.

—Así que Hanna te ha hablado de Ivan Rössel —dice Lilian.

—Sí —responde él.

—¿Y te ha dicho que está internado en Santa Psico?

Jan asiente.

—También he leído bastante sobre eso.

—Claro, es famoso. —Lilian suspira—. Pero las víctimas son siempre desconocidas… Seguramente porque nadie quiere hablar con alguien que se pasa todo el tiempo llorando. Así que nos apartamos y guardamos luto, mientras los asesinos se convierten en ídolos.

Jan no responde, y ella prosigue:

—¿Has hablado de esto con Marie-Louise?

—No… Solo con Hanna.

—Bien. —Lilian parece relajarse, y coge su taza—. Está bien… Marie-Louise avisaría a la dirección del hospital si supiera lo que va a pasar.

Se hace un silencio en la cocina.

—¿Y qué va a pasar?

Lilian parece meditar sobre qué puede contar.

—Una reunión —dice al cabo—. Vamos a reunirnos con Rössel. Hanna lo ha concertado, junto con un vigilante del hospital.

—Una reunión ¿para qué?

—Queremos respuestas —contesta Lilian—. Que Rössel empiece a hablar.

—Hablar ¿de qué?

—De John Daniel.

—Tu hermano —apunta Jan en voz baja.

Lilian asiente compungida.

—Desapareció.

—Lo sé… También he leído sobre John Daniel.

Ella suspira.

—Siempre he querido una respuesta sobre lo ocurrido —explica, y baja la vista a la mesa—. Pero no obtuvimos ninguna. Todo es… oscuridad. Y una piensa que todo es una pesadilla. Así me sentí durante varios meses hace seis años, cuando John Daniel desapareció. Y luego, cuando comprendí que estaba despierta y que él seguía desaparecido, creí que lo superaría, pero no lo conseguí, y aún sigue corroyéndome por dentro… Y el que peor lo pasa es mi padre. Cree que John Daniel está vivo. Se pasa el día sentado junto al teléfono, esperando.

Jan escucha y la deja hablar, se siente como un psicólogo. Como To n y.

—Pero Rössel no ha confesado nada —dice al fin—. ¿No es cierto?

Lilian asiente con la cabeza.

—Rössel es un psicópata. Carece de la facultad de sentirse culpable, así que no confiesa. Cuenta medias verdades, y luego se desdice. Lo único que busca es llamar la atención… Para él es como un juego.

—¿Lo odias?

Ella clava la vista en él, como si la respuesta fuera una obviedad.

—John Daniel murió, apenas vivió diecinueve años. Y Rössel no ha sido condenado… Al contrario, cuidan muy bien de él y recibe comida y alojamiento gratis. Vive como un rey en Patricia.

Jan piensa en los largos pasillos desiertos y pregunta:

—¿Tan bien se está allí?

Lilian asiente decidida.

—Sí, sobre todo alguien tan conocido como Rössel. Recibe tratamiento. Medicinas, terapia y toda clase de apoyo. Los médicos desean lucirse con él. Pero John Daniel… —Baja la vista a la mesa—… yace asesinado y oculto en algún lugar. Y yo apenas puedo vivir… Eso es lo que la pena y el odio hacen con una: la resecan.

Jan está a punto de preguntar: «¿Esa es la razón por la que bebes tanto?». Pero guarda silencio. Puede imaginarse por lo que ha pasado Lilian y lo que piensa de Rössel: él ha sentido lo mismo por Torgny Fridman y la Banda de los Cuatro.

—¿Así que trabajas en la escuela por John Daniel?

Lilian asiente.

—Pensé que yo misma podría establecer contacto con Rössel… pero no lo conseguí. Al final le pedí ayuda a Hanna, y ella tuvo más suerte.

—¿Y ella no te preocupa?

—¿Por subir al hospital? —pregunta Lilian—. No ve a Rössel en persona, apenas intercambia cartas con él. Eso no es peligroso.

Jan no dice nada. Al cabo de un rato, Lilian continúa:

—Solo Hanna sabe quién soy… que John Daniel era mi hermano. Yo no salí en los periódicos cuando sucedió, lo hicieron mis padres. Se plantaron delante de los periodistas enseñando una fotografía escolar de mi hermano y llorando frente a las cámaras. Rogaron y suplicaron que si alguien sabía algo se pusiera en contacto con la policía. Pero nadie lo hizo. Y ahora ya se han olvidado de nosotros.

Suspira.

Jan piensa en todo lo que Hanna le cuenta, y pregunta:

—Entonces, ¿qué quiere Rössel? ¿Pretende que le dejen en libertad?

Lilian aprieta los labios. Ha recuperado la energía.

—Rössel no obtendrá la libertad. Quizá él lo crea, pero no será así. Solo hablará con nosotras.

—¿Cuándo? —pregunta Jan.

—El viernes que viene. Por la tarde, durante el simulacro de incendio en Santa Patricia.

Jan asiente.

—Van a simular una evacuación —explica—. Así que todos los pacientes tendrán que abandonar las habitaciones. Se aglomerarán en los pasillos.

Jan recuerda a los pacientes del sótano. Sus miradas vacías.

—¿Y qué pasará con Rössel? —pregunta.

—El guardia que Hanna conoce… Carl… se encargará de llevar a Rössel desde su planta a la sala de visitas.

—¿Y allí lo estaréis esperando?

—Allí nos veremos, y hablaremos con él. Para que nos diga dónde está enterrado John Daniel.

—¿Crees que lo hará?

—Lo sé —replica Lilian—. Se lo ha prometido a Hanna.

Jan quiere añadir algo, pero duda.

—Las cosas pueden salir mal —señala en voz baja.

—Sí, pero no correremos ningún riesgo con Rössel —responde Lilian—. Seremos cuatro personas, mi hermano y yo, y dos amigos. Lo hemos planeado todo. He dejado entrar a mi hermano en Calvero un par de veces, para que se familiarice con el lugar.

—¿Por la noche?

Lilian asiente.

—Así que los niños han visto a tu hermano.

—¿Cómo?

—Mira vio a un hombre junto a su cama una noche… Al parecer no sois tan cuidadosos como pensáis.

—Tenemos muchísimo cuidado —replica Lilian, y lo mira—. Ahora que ya lo sabes… ¿estás de nuestra parte?

—¿Yo? —pregunta Jan—. ¿Qué puedo hacer yo?

—Podemos necesitar ayuda. Alguien que vigile.

—Tal vez —dice Jan finalmente—. Tengo que pensarlo.

De vuelta a casa, recapacita sobre lo que Lilian le ha contado acerca del simulacro de incendio.

Pacientes fuera de sus habitaciones. Aglomeración en los pasillos. Y Rami también saldrá de su habitación, como el resto.

A la mañana siguiente Jan tiene hora en la lavandería. Baja al sótano y pone dos lavadoras, una de ropa blanca y otra de color.

Cuando regresa escaleras arriba mira la placa de «LEGÉN» y se detiene. No debería visitar más al vecino. Pero se ha dado cuenta de que Legén le cae bien. Es auténtico.

Llama a la puerta, que tarda un rato en abrirse. Jan saluda con la mano.

—Hola, soy el vecino… ¿Qué tal?

—Bien.

Legén se queda parado en el umbral, ni lo invita a pasar ni cierra la puerta.

—¿Te apetece tomar un café?

Es Jan quien pregunta. Siente que ha llegado el momento de invitar al vecino. Pero Legén se rasca pensativo el cuello.

—¿Es tostado y molido?

—Sí… creo.

—De acuerdo.

Recoge una bolsa del suelo y a continuación sale al rellano, como si hubiera estado esperando la invitación desde hacía tiempo. Jan lo conduce escaleras arriba hasta su apartamento.

—¡Cuántas cosas! —exclama Legén, y mira con curiosidad todos los muebles.

Jan suspira.

—No son mías.

Se dirige a la cocina, y diez minutos después el café ya está listo. Legén se ha sentado a la mesa y Jan ha servido unas galletas.

—¿Cómo va el vino?

—Fuerte… Está saliendo fuerte.

Legén suena satisfecho. Jan le da un sorbo al café, y piensa en la edad que tendrá Legén. Setenta años, quizá. Lleva jubilado de Patricia cuatro o cinco años, así que no debe de andar muy desencaminado.

Beben café en silencio, y entonces Jan mira el reloj. Son las cinco y diez, se ha olvidado de la colada.

—¡Espérame aquí! —le pide a Legén.

Sale al recibidor, abre la puerta y se encuentra a una persona en el rellano. Una vecina. Se trata de una señora mayor, pequeña y delgada, con una cesta de ropa medio llena. Al parecer tenía turno después de Jan y parece estar muy enfadada.

—Lo siento… Se me ha pasado la hora.

La señora apenas cabecea. A Jan no le ha dado tiempo a cerrar la puerta, cuando ella dice de repente:

—¿Así que sois amigos?

—¿Amigos?

—Tú y Verner Legén.

—¿Amigos? —repite Jan en voz baja, para que Legén no los oiga—. No lo sé, charlamos de vez en cuando.

—¿Y has estado en su apartamento? —pregunta la señora.

—Claro… me ha prestado azúcar.

Sonríe, pero ella no le devuelve la sonrisa. La vecina lo observa.

—¿Tiene armas ahí dentro?

—¿Armas?

—Cuchillos, escopetas… —apunta la vecina—. Cosas de esas que le puedan preocupar a cualquier vecina.

Jan no comprende, pero niega con la cabeza.

—Bueno, seguro que ahora está más tranquilo —murmura la mujer para sí—. Serán los años.

Se hace un silencio en el rellano. La vecina comienza a bajar a la lavandería, pero Jan se queda parado. Al fin pregunta en voz baja:

—¿Legén tenía armas?

La vecina se detiene.

—Aquí no, que yo sepa.

—¿Y en otra parte?

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