El hombre de la máscara de hierro (43 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

Busquen ahora en aquella ardiente tumba, en aquel volcán subterráneo, a los guardias del rey con sus uniformes azules con adornos de plata; busquen a los oficiales relucientes de oro, y las armas en que confiaron todos para defenderse; y busquen, por fin, las piedras que les mataron y el suelo que los sustentó. Un hombre solo, lo ha convertido todo en un caos más confuso, más informe y más terrible que el caos que existía una hora antes de que Dios creara el mundo. De los tres compartimientos no quedó cosa alguna que Dios pudiese haber reconocido como obra suya.

Porthos, según le aconsejó Aramis, después de haber lanzado el barril de pólvora echó a correr y llegó al último compartimiento, en el que entraba el aire y el sol, y a cien pasos de él vio la barca mecida por las olas y a sus amigos, es decir, la libertad y la vida después de la victoria. Seis zancadas más y se encontraba fuera de la bóveda, y con otras seis zancadas llegaba a la barca; pero de improviso le flaquearon las piernas y sintió como si se le hubiesen vaciado las rodillas.

—¡Ah diantre! —murmuró Porthos—, vuelve a acometerme debilidad y no puedo andar. ¿Qué significa esto?

—¡Porthos! —gritó Aramis al través de la puerta, no explicándose por qué se detenía el gigante—, ¡venid pronto! ¡pronto!

—No puedo —contestó Porthos haciendo un esfuerzo que contrajo inútilmente todos los músculos de su cuerpo.

Porthos cayó de rodillas; pero con sus robustas manos se agarró a las rocas y volvió a levantarse.

—¡Pronto! ¡pronto! —repitió Aramis encorvándose hacia la orilla como para atraer a Porthos con sus brazos.

—Aquí estoy —balbuceó él llamando a sí todas sus fuerzas para adelantarse otro paso.

—En nombre del cielo, Porthos, venid; el barril va a reventar.

—Venid, monseñor —dijeron los bretones al ver que Porthos se movía como en una pesadilla.

Pero ya no era tiempo: retumbó la explosión, la tierra se resquebrajó, la humareda se lanzó por las anchas hendiduras, se obscureció el cielo, la mar refluyó como repelida por la bocanada de fuego que brotó de la gruta como de la boca de gigantesco monstruo; el reflujo arrastró la barca hasta unas veinte toesas de la orilla, todas las peñas crujieron en su base y se rompieron en pedazos como al esfuerzo de poderosas cuñas; parte de la bóveda se remontó por los aires; el fuego róseo y verde del azufre y la negra lava de las liquefacciones arcillosas, chocaron y combatieron por un instante bajo una majestuosa cúpula de humo, y luego oscilaron, se inclinaron y cayeron largos fragmentos de las rocas, que la violencia de la explosión no pudo desarraigar de sus seculares zócalos; fragmentos que se saludaban unos a otros como ancianos graves y lentos, y luego se prosternaban y tendían para siempre.

Aquel espantoso choque pareció devolver a Porthos las perdidas fuerzas; gigante entre aquellos gigantes, se levantó; pero en el instante en que huía por en medio de las dos filas de graníticos fantasmas, estos últimos ya no sostenidos por los correspondientes eslabones, empezaron a rodar con estrépito en torno de aquel titán al parecer precipitado desde el cielo en medio de las rocas que acababa de lanzar contra él. Porthos sintió temblar bajo sus pies el suelo conmovido por aquella espantosa sacudida, y tendió a derecha y a izquierda sus titánicas manos para repeler las peñas que se le iban encima. Sin embargo, tan enorme fue una de ellas, que le hizo doblar los brazos y agachar la cabeza, mientras otra granítica mole le caía entre los hombros. Por un instante los brazos de Porthos cedieron, pero el hércules reunió todas sus fuerzas y separó lentamente las paredes de aquella prisión en que estaba sepultado. Porthos apareció en aquel marco de granito como el ángel del caos; pero al separar las peñas laterales, quitó su punto de apoyo al monolito que pesaba sobre sus hombros, y el monolito hizo caer de rodillas al gigante. Las rocas laterales, separadas por un instante, volvieron a juntarse y añadieron su peso al peso primitivo, bastante para aplastar a diez hombres. El gigante cayó sin pedir socorro; cayó respondiendo a Aramis con palabras de aliento y de esperanza, porque por breve espacio y gracias al robusto puntal de sus manos, pudo creer que, como Encelado, sacudiría aquel triple, peso. Sin embargo, Aramis vio cómo poco a poco la mole bajaba; las crispadas manos y los por un postres esfuerzo envarados brazos, cedieron como cedieron los desgarrados hombros, y la peña continuó bajando, bajando…

—¡Porthos! ¡Porthos! —exclamó Aramis mesándose los cabellos—, ¡Porthos! ¿dónde estáis? ¡Hablad!

—¡Paciencia! ¡paciencia! —murmuró Porthos con voz que iba extinguiéndose por momentos.

Apenas pudo concluir sus última palabra; el impulso de la caída aumentó el peso; la enorme peña se sentó, cargada por las otras, y abismó a Porthos en una sepultura de rotas piedras. Al oír la expirante voz de su amigo, Aramis dejó de guardia a uno de los tres bretones en la barca, saltó en tierra seguido de los otros dos, provistos de una palanca, y se encaminó hacia donde oía el último estertor del intrépido Porthos. Herblay, centelleante, magnífico, joven como a los veinte años, se abalanzó a la triple mole, con sus manos delicadas como las de una mujer, levantó por un milagro de vigor una de las esquinas de la inmensa sepultura de granito. Entonces vislumbró en las tinieblas de aquella fosa la todavía brillante mirada de su amigo, a quien la peña levantada por un instante había devuelto la respiración. Al punto Aramis y los dos bretones se agarraron a la palanca de hierro, y con su triple esfuerzo intentaron, no levantar la peña, sino sostenerla al aire. Todo fue inútil: los tres se vieron forzados a ceder lentamente y con dolor de su corazón. Porthos, al verles agotar sus fuerzas en lucha estéril, murmuró burlonamente estas palabras supremas que le llegaron a los labios con el postrer aliento:

—¡Pesa demasiado!

Después se empañaron los ojos, palideció su rostro, le blanquearon las manos, y el titán lanzó el postrer suspiro.

Los tres hombres soltaron la palanca, que rodó sobre la tumularia peña; luego, jadeante, descolorido, con el pecho oprimido y el corazón a punto de rompérsele, Aramis prestó oído atento. Nada se oía: el gigante dormía el sueño eterno en la sepultura que Dios le había dado conforme a su grandeza.

El epitafio de Porthos

Aramis, silencioso, helado, temblando como un medroso niño, bajó de aquella peña, tumba que no podía ser hollada por cristianos pies.

Parecía que algo de Porthos hubiese muerto en él.

Los bretones rodearon a Aramis, y le abrazaron, él les dejó hacer, y los tres marineros le tomaron en peso y le condujeron a la barca.

Colocado en el banco, junto al timón, los tres bretones hicieron fuerza de remos prefiriendo alejarse de esta manera a izar la vela que podía venderlos.

De la arrasada superficie de la antigua gruta de Locmaría, de aquella orilla, sólo una prominencia atraía la mirada. Aramis no podía desviar de ella los ojos, y desde lejos, desde la mar, a medida que se alejaba, le parecía que la amenazadora y altiva peña se erguía, como antes se irguiera Porthos, y levantaba hasta el cielo una cabeza risueña e invencible como la del probo y valiente amigo, el más fuerte de los cuatro y, sin embargo, muerto el primero.

¡Extraño destino el de aquellos hombres de bronce! El más sencillo de corazón aliado al más astuto; la fuerza corporal guiada por la sutileza de la inteligencia; y el cuerpo, una piedra, una peña, un peso vil y material dominaba la fuerza y, desplomándose sobre su cuerpo, lanzaba de él a la inteligencia.

¡Oh digno Porthos! Nacido para ayudar a los demás, siempre dispuesto a sacrificarse en pro de los débiles, como si Dios no le hubiese dado la fuerza más que para esto, al morir, creyó que no hacía más que cumplir las condiciones de su pacto con Aramis, sin embargo de que únicamente Aramis lo redactó, pacto que conoció sólo para reclamar su terrible solidaridad. ¡Oh noble Porthos! ¿De qué te sirvieron los castillos llenos de muebles, los bosques poblados de caza, los lagos rebosantes de pesca y las cuevas pletóricas de dinero? ¿De qué tantos lacayos de relucientes libreas, entre ellos Mosquetón, enorgullecido del poder que le delegaste? ¡Oh Porthos! ¿para qué acumular tesoros, para qué tanto afanarte en suavizar y dorar tu vida para venir a tenderte, con los huesos triturados, bajo fría piedra, en desierta playa, a los graznidos de los pájaros del océano? ¿Para qué acumular tanta riqueza si ni siquiera había de figurar en tu sepultura un dístico de mal poeta? ¡Oh bravo Porthos! Sin duda duerme todavía, olvidado, perdido, bajo la peña que los pastores del páramos toman por el techo gigantesco de un dolmen.

Aramis, pálido, helado y con el corazón en los labios, hasta que la playa desapareció en el horizonte envuelta en el velo de la noche, no apartó de la tumba de su amigo los ojos. Ni una palabra se exhaló de sus labios, ni un suspiro salió de su oprimido pecho. Los bretones, supersticiosos, le miraban con temor; más que de hombre, aquel silencio era de estatua.

Ya casi de noche, los bretones izaron la pequeña vela, que hinchándose al beso de la brisa impulsó a la barca, que alejándose de la costa con rapidez, puso la proa hacia España y se lanzó al través del proceloso golfo de Gàscuña. Pero apenas hacía media hora que habían izado la vela, cuándo los remeros se encorvaron en sus bancos, y haciendo pantalla de sus manos se mostraron unos a otros un punto blanco como en la apariencia lo está una gaviota mecida por la insensible respiración de las olas. Pero lo que parecía inmóvil para los ojos de un profano, para la experta mirada del marinero caminaba con rapidez. Viendo el profundo embotamiento de su amo, los bretones no se atrevieron a sacarle de su ensimismamiento, y se limitaron a hacer conjeturas en voz baja. En efecto, Aramis, tan vigilante, tan activo, Aramis, cuyos ojos, como los del lince, velaban incesantemente y veían más de noche que de día, se hundía en la desesperación de su alma. Así transcurrió una hora, durante la cual la luz del día fue apagándose gradualmente, pero durante la cual también el buque a la vista se acercó tanto a la barca, que Goennec, uno de los tres marineros, se decidió a decir en voz bastante alta:

—Monseñor, nos persiguen.

Aramis nada contestó. Entonces, los marineros, al ver que el buque seguía avanzando, por orden del patrón Ibo, arriaron la vela, a fin de que aquel único punto que aparecía en la superficie de las olas cesase de guiar al enemigo, el cual largó dos velas más. Por desgracia, corrían los días más hermosos y más largos del año, y a la luz de aquel día nefasto sucedió la noche de la más esplendente luna. El buque perseguidor navegaba viento en popa, y le quedaba todavía media hora de crepúsculo, y toda una noche de claridad relativa.

—¡Monseñor! ¡monseñor! ¡estamos perdidos! —dijo el patrón—; mirad, aunque hayamos cargado nuestra vela, nos ven.

Aramis sin responder, le dio al patrón un catalejo.

Ibo miró y repuso:

—¡Oh! monseñor, los veo tan cerca, que me parece que puedo tocarlos con las manos. A lo menos vienen veinticuatro hombres. ¡Ah! ahora veo al capitán en la proa, y mira con un anteojo como éste… Ahora se vuelve y da una orden… Emplazan un cañón en la proa… lo cargan… apuntan… ¡Misericordia divina! ¡disparan contra nosotros!

Y bajó maquinalmente el catalejo, y los objetos, repetidos hacia el horizonte, le aparecieron bajo su aspecto real.

Por debajo de las velas del buque perseguidor, y un poco más azul que ellas, apareció una nubecilla de humo que se dilató cual flor que se abre, y poco más o menos a una milla del cañoncito una bala lamió dos o tres olas, abrió un blanco surco en el mar y desapareció tan inofensiva como la piedra con la cual, jugando, un muchacho hace círculos en el agua.

Aquella bala fue a la vez una amenaza y un aviso.

—¿Qué hacemos? —preguntó el patrón.

—Van a echarnos a pique —dijo Goennec—; dadnos la absolución, monseñor.

—Olvidáis que nos ven —dijo Aramis a los marineros arrodillados a sus pies.

—Es verdad —exclamaron los bretones avergonzados de su debilidad—. Ordenad, monseñor, estamos prontos a morir por vos.

—Esperemos —dijo Aramis.

—¿Que esperemos?

—Sí; ¿no veis que de huir van a echarnos a pique, como habéis dicho hace poco?

—Quizás al amparo de la noche podamos escapar —dijo el patrón.

—No les faltará algún fuego griego para iluminar su camino y el nuestro —objetó Aramis.

Al mismo tiempo y cual si el buque enemigo hubiese querido responder a las palabras de Aramis, se remontó al cielo una segunda nubecilla del seno de la cual surgió tina inflamada flecha que describió una parábola semejante a un arco iris, cayó en el mar, donde continuó ardiendo, e iluminó un espacio de un cuarto de legua de diámetro.

—Ya veis que más vales esperar —dijo Aramis a los aterrorizados bretones, que a una soltaron sus remos.

La barca cesó de avanzar y se metió sobre las olas.

Entretanto, la noche se venía encima, y el buque continuaba avanzando.

De tiempo en tiempo y cual buitre de sanguinolento cuello que saca la cabeza fuera de su nido, el formidable fuego griego partía de los costados del buque y arrojaba en medio del océano su llama, blanca como nieve candente. Por fin llegó a tiro de mosquete con toda la tripulación en la cubierta, y arma al brazo los unos y los otros con la mecha encendida en la mano y junto a los cañones. No parecía sino que tuviesen que habérselas con una fragata y combatir a una tripulación superior en número.

—¡Rendíos! —gritó el capitán del buque con ayuda de una bocina.

Los marineros miraron a Aramis, y viendo que les hacía una señal afirmativa, Ibo hizo ondear un trapo blanco al extremo de un bichero. Lo cual era una manera de arriar el pabellón.

El buque avanzó como un caballo corredor; lanzó un nuevo cohete, que vino a caer a unas veinte brazas de la barca y la iluminó con más claridad que un rayo del más ardiente sol.

—A la primera señal de resistencia, ¡fuego! —exclamó el capitán del buque dirigiéndose a sus soldados, que inmediatamente apuntaron sus mosquetes.

—¿No os hemos dicho que nos rendíamos? —repuso Ibo.

—¡Vivos, vivos, capitán! —dijeron algunos soldados exaltados—; ¡es preciso tomarlos vivos!

—Bien, sí, vivos —dijo el capitán. Y volviéndose hacia los bretones, añadió—: A todos se os garantiza la vida, menos al caballero Herblay.

Aramis se estremeció casi imperceptiblemente, y por un momento fijó la mirada en las profundidades del océano, iluminado por los últimos vislumbres del fuego griego, vislumbres que corrían por las pendientes de las olas, brillaban en sus crestas cual penachos, y hacían aún más sombríos, más misteriosos y más terribles los abismos a los cuales cubrían.

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