El hombre de la máscara de hierro (47 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

Lejos Raúl, Athos dejó de librarse al rudo ejercicio de toda su vida, sus servidores, acostumbrados a verle levantarse todo el año al alba, admiráronse de que entonces, no obstante estar en verano, el conde no hubiera todavía dejado la cama a las siete de la mañana.

Athos se quedaba acostado y con un libro bajo la almohada; no para dormir ni leer, sino para no tener que llevar su cuerpo, para dejar a su alma y a su mente lanzarse fuera de la carnal envoltura en busca de su hijo o de Dios.

Sus servidores se asustaban al verle entregado por espacio de largas horas a una divagación muda e insensible; ni siquiera oía las pisadas del criado que temeroso se llegaba hasta el umbral del dormitorio para ver si su amo estaba dormido o despierto. Alguna vez olvidó que estaba mediado el día y que la hora de las dos primeras comidas había pasado. Entonces lo despertaban, se levantaba, bajaba a su sombría alameda, tomaba luego un poco de sol como para compartir su calor con el hijo ausente, y volvía a su paseo lúgubre, monótono, hasta que, cansado, tornaba a su cama, su domicilio predilecto. Largos días pasó el conde sin proferir una palabra, se negó a recibir a cuantos iban a visitarle, y durante la noche viéronle cómo encendía su lámpara y pasaba horas y más horas escribiendo u ocupado en hojear pergaminos.

El ayuda de cámara notó que acortaba cada día más su paseo. La grande alameda de los tilos no tardó en ser demasiado larga para los pies que en otro tiempo la recorrían innumerables veces al día.

Ya el andar cien pasos le rendía, ya ni quiso levantarse, y aun se negó a tomar alimento.

Entonces, aunque el conde no se quejaba, y siempre se sonreía, y era afable, asustados sus criados fueron a Blois a buscar al antiguo médico del difunto duque de Orleans, e hicieron que viese a Athos sin que éste viera al médico; le introdujeron en una pieza contigua al dormitorio del enfermo, y le rogaron que no se mostrase, temerosos de disgustar a su amo que no había solicitado auxilio facultativo. El médico accedió. Examinó desde su escondrijo los síntomas del misterioso mal que agobiaba y minaba cada día más mortalmente la existencia de aquel hombre poco antes lleno de vida y apegado a ella.

El médico notó en la mejilla de Athos la púrpura de la calentura lenta e implacable, nacida en uno de los senos del corazón que, enconando gradualmente el dolor que engendra, es a la vez causa y efecto de una situación peligrosa.

El médico empleó algunas horas en estudiar aquella dolorosa lucha de la voluntad contra una fuerza superior; después como hombre resuelto y enérgico, salió inopinadamente de su escondite y se acercó a Athos, que lo miró sin manifestar sorpresa.

—Con perdón, señor conde —dijo el médico llegándose al enfermo con los brazos abiertos y sentándose a la cabecera de Athos, que con grandes trabajos salía de su preocupación—; pero tengo que reñiros; preparaos a escucharme.

—¿Qué pasa doctor? —preguntó el conde tras un instante de silencio.

—Pasa que estáis enfermo, señor conde, y nada hacéis para curaros.

—¿Yo enfermo? —repuso Athos, sonriéndose.

—Calentura, consunción; vaya, señor conde, dejémonos de subterfugios; sois buen cristiano y… ¿Seríais capaz de quitaros la vida?

—¡Nunca!

—Pues bien, señor conde, os vais consumiendo, y de continuar así, sería suicidaros. Curaos, señor conde, curaos.

—¿De qué? Primeramente hallad el mal.

—A vos os mina una aflicción.

—No, doctor; todo mi mal estriba en la ausencia de mi hijo; no me escondo de ello.

—Señor conde, vuestro hijo vive, y a sus ojos se abre el porvenir a que son acreedores los hombres de su valer y de su estirpe; vivid por él…

—Ya lo hago, doctor… —Y sonriéndose con melancolía añadió—: Nada temáis, mientras Raúl viva, viviré yo; tengo preparada mi mochila y mi alma está dispuesta; sólo espero la señal… Espero, doctor, espero…

El médico, que conocía la fortaleza de ánimo y la robustez del cuerpo de Athos, reflexionó un instante y comprendiendo que las palabras eran ociosas y absurdos los remedios, se marchó exhortando a los criados del conde que no abandonasen un instante a su amo.

Cuando se fue el médico, Athos no manifestó ningún disgusto porque le hubiesen turbado, ni recomendó que le entregasen las cartas en cuanto llegase el correo, porque sabía que para sus servidores era un gozo y una esperanza toda distracción que le llegaba, y que aquellos se la procurarían a costa de su misma sangre.

Pocas veces conciliaba Athos el sueño; lo único que hacía era abismarse por espacio de algunas horas en una divagación más profunda, más oscura, que otros habrían confundido con el sueño: reposo momentáneo, olvido de la materia que redundaba en fatiga del alma, porque Athos vivía con doble rapidez durante aquellas peregrinaciones de la inteligencia. Una noche soñó que Raúl se vestía en una tienda de campaña, para ir a una expedición dirigida personalmente por el duque de Beaufort. Raúl estaba triste, y se abrochaba lentamente su coraza, y más lentamente aún se ceñía su espada.

—¿Qué os pasa, Raúl? —le preguntó con ternura su padre.

—¡Ay! lo que me aflige es la muerte de Porthos, nuestro buen amigo —respondió Raúl—, y padezco aquí el dolor que vos sentís en Blois.

Y la visión desapareció con el sueño de Athos.

Al amanecer, uno de los criados entró en el dormitorio del conde y entregó a éste una carta procedente de España.

—De Aramis —dijo entre sí Athos al ver el sobrescrito. Y después de leer algunas líneas, exclamó—: ¡Porthos ha muerto! ¡Ah, Raúl, Raúl! ¡Gracias, cumples tu promesa! ¡Me adviertes!

Y acongojado, se desmayó en su lecho sin más causa que su debilidad.

Cuando el desmayo de Athos pasó, casi avergonzado de haber flaqueado ante aquel incidente sobrenatural, se vistió y pidió un caballo, firmemente resuelto a irse a Blois para entablar correspondencia más segura, ya fuese con el Africa, ya con D'Artagnan o Aramis, que en su última carta le ponía al corriente del mal éxito de la expedición de Belle-Isle y de la muerte de Porthos, sobre cuyo fin le daba bastantes detalles para que el tierno y devoto corazón de Athos se sintiera conmovido hasta las más hondas fibras.

Athos quiso, pues, hacer una postrera visita a su amigo Porthos, en su tumba de Locmaría.

Pero, apenas los gozosos criados vistieron a su amo, a quien veían con satisfacción prepararse para un viaje que debía disipar su tristeza, apenas hubieron ensillado y conducido al pie de la escalinata el caballo más manso de la caballeriza, cuando al padre de Raúl se le turbó la cabeza y le flaquearon las piernas.

Athos, comprendiendo que no le sería posible dar un paso más, hizo que lo condujeran al sol; allí, acostado en su banco de césped, tardó más de una hora en rehacerse de aquella atonía, por demás natural tras el inerte reposo de los últimos días.

Athos tomó una taza de caldo para recobrarse, y humedeció sus secos labios en un vaso de vino de Anjou.

Entonces confortado y despejada la mente, Athos hizo que llevasen su caballo; pero necesitó de la ayuda de sus criados para montar penosamente.

A cien pasos del castillo y a la primera revuelta del camino, Athos sintió escalofríos.

—Es extraño —dijo el conde a su ayuda de cámara, que le acompañaba.

—Paremos, señor, por vuestra salud os lo pido —contestó el fiel criado—. Palidecéis.

—Lo cual no impedirá que prosiga yo mi camino, pues en camino estoy —replicó el conde dando rienda a su caballo.

Pero en vez de obedecer a su amo, el animal se detuvo de repente, refrenado por un movimiento involuntario de Athos y en el que éste no paró la atención.

—Algo se empeña en que no vaya más lejos —dijo el conde. Y tendiendo los brazos, añadió—: Sostenedme; ¡pronto! pues siento que se aflojan mis músculos y voy a caer del caballo.

El criado había visto el ademán de su amo; se acercó apresuradamente y lo recibió en sus brazos.

—Resueltamente “quieren” que me quede en casa —murmuró el conde.

Los criados se acercaron, le transportaron a su casa y le acostaron.

—No olvidéis que hoy espero cartas de Africa —dijo Athos a sus criados disponiéndose a dormir.

—El hijo de Blaisois ha montado a caballo para adelantarse una hora al correo de Blois —respondió el ayuda de cámara.

—Gracias —contestó Athos sonriéndose con bondad.

El conde acogió el sueño, sueño ansioso que revelaba un padecimiento interno, como pudo notarlo en las facciones el que se quedó a su cabecera para velarlo.

Así pasó el día, y al fin tornó el hijo de Blaisois, que dijo que el correo no había traído carta para el conde, que debía esperar siete mortales días más a que llegase otro correo, y el conde comenzó la noche en tan dolorosa persuasión.

En las primeras horas de aquella noche mortal, Athos acumuló a sus ya tristes probabilidades, cuantas suposiciones sombrías pueden nacer en la mente de un hombre enfermo e irritado por los padecimientos.

La fiebre invadió el pecho de Athos, en el que prendió fuego inmediatamente, según la expresión del médico que de Blois llevó consigo y en su último viaje al hijo de Blaisois, y tras el pecho invadió la cabeza, que volvió a despejársele gracias a dos sangrías que le hizo el médico, pero que debilitaron al enfermo y sólo le dejaron fuerza de acción en el cerebro.

Y cesó la temible calentura.

Ante aquella mejoría incontestable, el médico se volvió a Blois después de haber dejado algunas prescripciones y dicho que el conde estaba salvado.

Entonces comenzó para Athos una situación extraña, indefinible. Libre de pensar, su espíritu voló a Raúl, el hijo amado. En su imaginación vio los campos de Atrick en las cercanías de Djidgeli, en donde el duque de Beaufort debía de haber desembarcado ya con su ejército. Por todas partes se veían plomizas peñas reverdecidas a trechos por el agua del mar cuando azota la playa durante las borrascas. Más allá de la playa, cuajada de rocas parecidas a tumbas, entre lentiscos y cactus, se veía como una aldea que ascendía en forma de anfiteatro, envuelta en densa humareda por entre la que se veían pasar despavoridas sombras, y de la que partían confusos clamores.

De pronto y del seno de aquella humareda, salió una llama que, arrastrándose, cubrió toda la aldea, y que, agrandándose poco a poco, englobó en sus rojos torbellinos llantos, gritos, brazos extendidos, maderos que se derrumbaban, hojas de espada retorcidas, piedras calcinadas y árboles abrasados y reducidos a cenizas. Y lo más extraño es que en medio de tal caos, Athos veía brazos levantados, y oía lamentos, sollozos y suspiros, pero no veía figura humana. A lo lejos retumbaban el cañón y la mosquetería, mugía la mar, y los rebaños huían saltando por los verdeantes declives. Pero no se veía un soldado que aplicara la mecha al oído de los cañones, ni un marinero que ayudase a las maniobras de la escuadra, ni un pastor que guiase los rebaños.

Después de la ruina de la aldea y de la destrucción de los fuertes que la dominaban, ruina y destrucción realizadas mágicamente, sin la cooperación de un ser humano, se extinguió la llama y volvió a subir el humo que, cada vez menos denso, acabó por evaporarse. Las sombras de la noche cubrieron entonces aquel paisaje: noche opaca en la tierra pero clara en el firmamento, en el que las estrellas de primera magnitud, que con tal intensidad refulgen en el cielo africano, brillaban sin iluminar más que a sí mismas.

Sucedió prolongado silencio, que sirvió para reposar por un momento la turbada imaginación de Athos: el cual, comprendiendo que aun no había terminado lo que tenía que ver, fijó con más atención las miradas de su inteligencia en el estupendo espectáculo que le reservaba su imaginación. La luna, pálida y melancólica, se levantó tras las vertientes de la costa, y plateando primeramente los ondulantes pliegues del mar, calmado después de los mugidos con que acompañara la visión de Athos, salpicó de ópalos y diamantes los brezos y los matorrales de la colina. Las grises peñas, cual fantasmas silenciosas y atentas, pareció como que levantaban sus verdosas cabezas para mirar también el campo de batalla a la luz de la luna, campo de batalla que ahora vio Athos sembrado de cadáveres.

El alma del conde se estremeció de espanto y de temor al conocer el uniforme azul y blanco de los soldados de Picardía, sus largas picas de asta azul, y sus mosquetes con la flor de lis grabada en la culata; cuando vio aquellas frías y abiertas heridas que miraban el azulado espacio como para reclamarle las almas a las cuales libraran el paso; aquellos caballos despanzurrados, inmóviles, con la lengua fuera de la boca y colgando, dormidos en la coagulada sangre esparcida en torno suyo y que manchaba sus mantillas y sus crines, y el blanco caballo de Beaufort tendido, con la cabeza despedazada, en la primera fila de los muertos, Athos se pasó una helada mano por la frente, y al no hallarla abrasada, conoció que asistía como espectador tranquilo, al día siguiente de una batalla librada en la playa de Djidgeli por el ejército expedicionario que vio abandonar las costas de Francia y desaparecer en el horizonte, del cual había saludado él, con el ademán y con el pensamiento, el último cañonazo mandado disparar por el duque en señal de despedida a la patria. No es para escribir la aflicción mortal con que el alma del conde, siguiendo con escrudiñadores ojos las huellas de aquellos cadáveres, fue mirándoles uno a uno para ver si Raúl dormía entre ellos, ni para explicado el gozo embriagador, divino, con que Athos se inclinó ante el Hacedor y le rindió gracias por no haber visto a aquel a quien buscaba con tanto temor entre los muertos. Muertos que, caídos en su respectiva fila, envarados, yertos, fáciles de conocer, parecían volverse con complacencia y respeto hacia el conde de La Fere para que éste los viera mejor durante su fúnebre inspección.

A tal punto llegó la ilusión de Athos, que aquella visión era para él un viaje real efectuado por el padre al Africa para obtener informes más exactos acerca de su hijo. Así, fatigado de haber recorrido mares y continentes, trató de buscar descanso bajo una de las tiendas levantadas al abrigo de una peña, tiendas en cuyo ápice flameaba la blanca y flordelisa bandera.

Entonces y mientras su mirada vagaba por la planicie, vio aparecer una forma blanca tras los resinosos mirtos. Aquella figura ostentaba el uniforme de oficial, empuñaba una espada rota y se adelantaba poco a poco hacia Athos, que, parándose de repente y fijando los ojos en ella, no habló ni se movió, si bien quiso abrir los brazos, pues acababa de conocer a Raúl en aquel oficial pálido y silencioso. El conde intentó lanzar una exclamación, y la voz se le ahogó en la garganta.

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