El hombre de la máscara de hierro (50 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

—¿Va a ser larga la cacería? —preguntó D'Artagnan—. Os ruego que soltéis pronto el ave, puesto estoy que me caigo de fatiga. ¿Cazáis garzas o cisnes?

—Cisnes y garzas, señor de D'Artagnan —respondió el halconero—; pero nada temáis, el rey no es práctico, y si caza es sólo para divertir a las damas.

—¡Ah! —exclamó con acento de sorpresa D'Artagnan, mirando al halconero que había vertido las tres últimas palabras con marcada intención.

El perrero se sonrió como queriendo hacer las paces con el gascón.

—Reíos, reíos —exclamó D'Artagnan—; llegué ayer tras un mes de ausencia, y por consiguiente, estoy muy atrasado de noticias. Cuando partí, la corte estaba aún muy triste con la muerte de la reina madre, y el rey había dado fin a las diversiones después de haber recogido el postrer suspiro de Ana de Austria; pero en este mundo todo tiene fin.

—Y también todo principio —dijo el perrero lanzando una carcajada.

—¡Ah! —repitió D'Artagnan que ardía en deseos de saber, pero que por su categoría no podía ser interrogado por sus inferiores—; ¿conque hay algo que empieza?

El perrero guiñó el ojo de una manera significativa; pero como D'Artagnan nada quería saber por boca de aquél, preguntó al halconero:

—¿Vendrá pronto el rey?

Tengo orden de soltar las aves a las siete.

—¿Quién viene con el rey? ¿Qué tal la princesa? ¿Cómo está la reina?

—Mejor, señor de D'Artagnan.

—¿Ha estado enferma?

—Desde el último disgusto que ha pasado está enfermiza.

—¿Qué disgusto? Como llego de viaje, nada sé.

—Según parece, la reina un poco desdeñada desde la muerte de su suegra, se quejó al rey, que, según dicen la contestó que pues dormía con ella todas las noches, que más quería.

—¡Pobre mujer! —dijo D'Artagnan—. ¡Que odio debe profesar a La Valiére!

—¿A la señorita de La Valiére? —repuso el halconero—. ¡Bah! no, señor.

—¿A quién pues?

El cuerno, llamando a los perros y a las aves, cortó la conversación.

Perrero y halconero picaron a sus caballos y dejaron a D'Artagnan en lo mejor, mientras a lo lejos aparecía el soberano rodeado de damas y jinetes, que formaban un conjunto animado, bullicioso y deslumbrador, como hoy no podemos formarnos idea, a no ser en la mentida opulencia y en la falsa majestad del teatro.

D'Artagnan, que ya tenía la vista débil, divisó tras el grupo tres carrozas, la primera, destinada a la reina, estaba vacía; luego y al no ver junto al rey a La Valiére, la buscó y la vio en compañía de dos mujeres que al parecer se aburrían mucho como ella. A la izquierda del rey y montada en fogoso corcel hábilmente manejado, brillaba una mujer de portentosa hermosura, que sostenía con Su Majestad una correspondencia de sonrisas y despertaba con su hablar las carcajadas de todos.

Yo conozco a aquella mujer —dijo mentalmente D'Artagnan. Y volviéndose hacia su amigo el halconero le preguntó—: ¿Quién es la dama aquella?

—La señorita de Tonnay-Charente, marquesa de Montespan —respondió el halconero.

Cuando Luis XIV vio a D'Artagnan exclamó:

—¡Ah! ¿estáis de vuelta, conde? ¿Por qué no habéis venido a verme?

—Porque cuando he llegado, Vuestra majestad estaba todavía durmiendo, y cuando he tomado mi servicio esta mañana, todavía no estabais despierto.

—Siempre el mismo —dijo en alta voz el rey y con acento de satisfacción—. Descansad, conde, os lo ordeno. Hoy cenaréis conmigo.

Un murmullo de admiración envolvió como una inmensa caricia al mosquetero.

La muerte de D'Artagnan

Al llegar la primavera el ejército de tierra entró en campaña contra los holandeses, precediendo en magnífico orden a la corte de Luis XIV, que a caballo y rodeado de carrozas llenas de damas y de cortesanos, conducía a la flor y nata de su reino a aquella sangrienta fiesta.

Verdad es que los oficiales del ejército no tuvieron otra música que la artillería de las fortificaciones holandesas; pero fue bastante para gran número de ellos, que en aquella guerra hallaron honores, adelantamiento, gloria o muerte.

D'Artagnan partió al frente de 12.000 hombres de infantería y caballería, con orden de apoderarse de las plazas que forman la llave de la red estratégica a que llaman la Frisia.

Nunca ningún general ha conducido más hábilmente un ejército como lo hizo D'Artagnan de quien sus oficiales conocían la prudencia, la astucia y el valor, y sabían que no sacrificaría sin necesidad ni un soldado ni una sola pulgada de terreno.

Tenía las antiguas costumbres de la guerra, es decir, vivir a costa de la tierra conquistada y mantener alegre al soldado y batido al enemigo; el capitán de los mosqueteros del rey ponía todo su empeño en demostrar que sabía su oficio. Nunca se escogieron mejor las ocasiones, nunca se dieron golpes de mano más bien sentados, ni se aprovecharon mejor las faltas de los sitiados; basta decir que en un mes el ejército de D'Artagnan se apoderó de doce pequeñas plazas y puso sitio a trece; la cual aun se mantenía firme al quinto día, cuando D'Artagnan mandó abrir trinchera sin que al parecer supiese que el enemigo debiese nunca rendirse.

Los zapadores y los obreros de D'Artagnan formaban un cuerpo lleno de emulación, inteligente y celoso; porque aquél los trataba como soldados, les hacía glorioso el trabajo, y velaba cuidadosamente por sus vidas.

D'Artagnan despachó un correo a Luis XIV, notificándole los últimos triunfos; lo cual redobló el buen humor de Su Majestad, así como las damas.

Daban al rey tanto lustre las victorias del mosquetero, que la Montespan ya no llamó al monarca más que Luis el invencible; así es que La Valiére, que sólo llamaba al soberano Luis el victorioso, perdió mucho en el favor de Su Majestad. Por otra parte, Luisa tenía con frecuencia los párpados hinchados de tanto llorar, y para un invencible nada es más desagradable que una querida que llora cuando en torno de él todo sonríe. El astro de La Valiére se anegaba en el horizonte entre nubes y lágrimas; pero en cambio la alegría de la Montespán redoblaba con los triunfos del rey, a quien consolaba del todo.

El rey, deseoso de premiar los servicios de Artgnán, a quien debía la dicha de que estaba disfrutando, escribió a Colbert la siguiente carta:

Señor Colbert:

Ya es hora de que cumplamos la promesa que hicimos al señor de D'Artagnan, que tan bien cumple las suyas. A este efecto y en tiempo oportuno se os facilitará cuanto es menester.

Luis.

Por consecuencia, Colbert entregó al oficial emisario de D'Artagnan, a quien retuviera junto a sí, otra carta de su puño y letra y una arquilla de ébano con incrustaciones de oro, no voluminosa, pero indudablemente muy pesada, pues el ministro dio al mensajero cinco hombres para que le ayudasen a llevarla. Los emisarios de Colbert y el oficial llegaron ante la plaza sitiada por D'Artagnan al amanecer, y se encaminaron al alojamiento del general, donde supieron que éste, contrariado por la salida que hiciera la víspera el gobernador de la plaza, hombre astuto, y en la cual los holandeses habían cegado una trinchera, matado setenta y siete hombres y empezado a reparar una brecha, acababa de salir con diez compañías de granaderos para rehacer la trinchera. El emisario de Colbert, que tenía orden de buscar a D'Artagnan donde se hallase y fuese la hora que fuese, se encaminó pues a las trincheras seguido de su escolta, todos a caballo, y en sitio descubierto vio a aquél con su sombrero con pasamanos de oro, su largo bastón y su dorado uniforme. D'Artagnan se estaba mordiendo su cano bigote, y con la mano izquierda sacudía el polvo que a su paso hacían llover sobre él las balas rasas que se empotraban en el suelo.

En medio de aquel horroroso fuego que conmovía el aire con sus silbidos, veíase a los oficiales manejar la pala, y a los soldados arrastras las carretillas o cubrir con enormes fajinas el frente de las trincheras abiertas nuevamente por el colosal esfuerzo de los soldados animados por su general.

D'Artagnan empezó a hablar con más suavidad cuando a las tres horas vio rehecha la trinchera, y se sosegó del todo al decirle el capitán de zapadores que en aquélla ya podían abrigarse los soldados.

Apenas el capitán de zapadores acabó de hablar, cuando una bala de cañón le levó una pierna y le hizo caer en brazos de D'Artagnan, que levantó en peso al herido, y con todo sosiego y animándole, lo bajó a la trinchera en medio de los entusiastas aplausos de los regimientos.

Desde entonces, más que ardor fue delirio lo que sintieron los soldados; dos compañías se adelantaron por un camino abierto, arremetieron las avanzadas, las destrozaron y se apoderaron de un baluarte; al ver lo cual, sus compañeros, refrenados a duras penas por D'Artagnan, cargaron también y asaltaron con irresistible ímpetu la contracarpa, llave de la plaza.

D'Artagnan, al ver que sólo le quedaba un recurso para detener a su ejército, que era alojarlo en la plaza, lanzó el resto de sus tropas contra las dos brechas que los sitiados estaban reparando; el choque fue terrible. Diez y ocho compañías dieron el ataque, mientras D'Artagnan avanzaba con la reserva hasta medio tiro de cañón de la plaza para sostener por escalones el asalto.

Se oían claramente los ayes de los holandeses acuchillados sobre sus cañones por los granaderos de D'Artagnan. La lucha se agigantaba con la desesperación dei gobernador, que disputaba palmo a palmo sus posiciones.

D'Artagnan, para acabar y apagar el fuego incesante, envió al asalto una nueva columna, que taladró como una barrena las robustas puertas. Poco después, y en medio del fuego, viose correr con terror pánico a los sitiados perseguidos por los sitiadores.

Entonces D'Artagnan, respirando y lleno de alegría, oyó junto a sí una voz que le decía:

—Señor general, de parte del señor Colbert.

El rompió el sello de una carta que decía así:

Señor de D'Artagnan: el rey me encarga os diga que os ha nombrado mariscal de Francia, en justo premio a vuestros buenos servicios y a la gloria de que cubrís sus armas. Su Majestad está en altísimo grado satisfecho de las conquistas que habéis llevado a cabo, y os encarga especialmente que deis fin al sitio que habéis comenzado, con honra para vos y lustre para él.

D'Artagnan, que estaba en pie, con el rostro animado y la mirada ardiente, levantó los ojos para ver el progreso de sus tropas en aquellas murallas envueltas en rojos y negros torbellinos, y respondió al mensajero:

—He acabado; dentro de un cuarto de hora a lo más se habrá rendido la ciudad.

Y D'Artagnan reanudó la lectura de la carta, que continuaba de este modo:

La arquilla os la regalo yo, y estoy seguro de que no os disgustará ver que mientras vosotros, soldados, desenvaináis la espada en defensa del rey, yo fomento las artes de la paz para adorno de las recompensas dignas de vos.

Me recomiendo a vuestra amistad, señor mariscal, y os ruego creáis en la mía muy sincera.

Colbert.

D'Artagnan, ebrio de gozo, hizo una señal al mensajero, que se acercó con la arquilla en las manos; pero en el momento en que el mariscal iba a contemplarla, llamó su atención hacia la ciudad una fuerte explosión ocurrida en las murallas.

—Es extraño —dijo D'Artagnan—, todavía no veo flamear en las murallas la bandera real ni oigo tocar llamada.

El mariscal lanzó trescientos hombres de refresco a las órdenes de un valiente oficial, y ordenó que se batiese otra brecha.

Luego, más tranquilo, D'Artagnan se volvió hacia la arquilla que le presentaba el emisario de Colbert y que con tanto esfuerzo había ganado; mas, al tender la mano para abrirla, partió de la ciudad una bala raza que hizo pedazos la arquilla entre los brazos del oficial, hirió en mitad del pecho a D'Artagnan, y le derribó en el suelo, mientras el flordelisado bastón caía de aquella mutilada arquilla y, rodando, venía a colocarse bajo la desfallecida mano del mariscal.

D'Artagnan, a quien los que le rodeaban suponían incólume, intentó levantarse. Entonces, al ver al mariscal cubierto de sangre y cada vez más pálido su noble rostro, su estado mayor prorrumpió en un grito terrible.

Apoyado en los brazos que de todas partes se tendían para recibirlo, D'Artagnan aún tuvo fuerzas para dirigir una postrer mirada a la plaza y divisar la bandera blanca en el principal baluarte; sus oídos, ya sordos a los rumores de la vida, percibieron débilmente los redobles del parche que anunciaban la victoria.

Entonces apretó con su crispada mano el bastón bordado de flores de lis de oro, posó en él los ojos, ya sin fuerza para mirar al cielo, y cayó murmurando estas extrañas palabras, que a los soldados les parecieron otras tantas voces cabalísticas, voces que en otro tiempo representaron tanto en la tierra, y que nadie comprendía, excepto aquel moribundo:

—Athos, Porthos, hasta luego. Aramis, adiós para siempre.

De los cuatro valientes cuya historia hemos narrado, no quedaba más que uno solo: éste era Aramis. La fuerza, la nobleza y el valor se habían remontado a Dios; la astucia, más hábil, les sobrevivió y moró sobre la tierra.

Alexandre Dumas padre, novelista y dramaturgo francés del período romántico. Es uno de los escritores franceses más leídos, y conocido, ante todo, por sus novelas históricas “Los tres mosqueteros” y “El Conde de Montecristo”.

Nació en Villers-Cotterêts, Aisne, el 24 de julio de 1802. Era hijo de un general y nieto de un noble afincado en Santo Domingo. Había recibido una escasa educación formal, pero mientras trabajaba para el Duque de Orleans, en París, leía con voracidad, sobre todo historias de aventuras de los siglos XVI y XVII, asistía a las representaciones de una compañía inglesa shakesperiana, y comenzó a escribir obras de teatro. La Comédie-Française produjo su obra “Enrique III y su corte” en 1829, y el drama romántico “Cristina” en 1830; ambas obtuvieron un éxito rotundo.

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