El hombre de la máscara de hierro (46 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

Al llegar aquí, el silencio mortal que encadenaba el aliento de los dos amigos de Pelissón, fue interrumpido por los sollozos de aquéllos, y D'Artagnan, a quien ya el corazón parecía querer saltársele del pecho al escuchar aquella humilde súplica, tuvo que volver el rostro hacia el rincón del gabinete para morderse con libertad el bigote y reprimir sus suspiros.

El rey conservó secos los ojos y severo el rostro; pero se sonrojó, y visiblemente menguó la firmeza de su mirada.

—¿Qué deseáis? —preguntó con voz conmovida el monarca.

—Venimos a pedir humildemente a Vuestra Majestad —respondió Pelissón cada vez más conmovido—, que, sin incurrir en su desagrado, nos permita prestar a la señora Fouquet dos mil pistolas recogidas entre todos los antiguos amigos de su esposo, para que a la viuda no le falte lo más necesario a la vida.

A la palabra “viuda”, pronunciada por Pelissón, cuando Fouquet todavía estaba vivo, Luis XIV palideció intensamente, y se desplomó su orgullo, y la compasión se le subió del corazón a los labios, y mirando con ojos de ternura a aquellos hombres que sollozaban a sus pies, respondió:

—¡Plegue a Dios que yo no confunda al inocente con el culpable! Los que dudan de mi misericordia con los débiles, no me conocen; nunca descargué mi mano sino sobre los arrogantes. Haced lo que el corazón os dicte para aliviar el dolor de la señora Fouquet. Retiraos, señores.

Los tres amigos, con los ojos enjutos, pues las lágrimas se les habían secado al contacto de sus encendidas mejillas y de sus ardientes párpados, se levantaron silenciosamente, sin fuerzas para dar las gracias al rey, que por otra parte puso término a las solemnes reverencias de aquéllos retirándose con presteza detrás de su silón.

—Muy bien, Sire —dijo D'Artagnan cuando los otros salieron, contestando a la interrogadora mirada del rey—; muy bien, amo mío; si no tuvieseis la divisa en la que campea el sol, os aconsejaría una que podríais hacer traducir al latín por Conrat, ésta: «Blando con el débil, severo con el fuerte».

—Os doy la licencia de que debéis tener necesidad para arreglar los asuntos de vuestro amigo el difunto señor de Vallón —dijo el rey sonriéndose y pasando a la pieza contigua.

El testamento de Porthos

Pierrefonds estaba en el máximo luto. Los patios estaban desiertos, las caballerizas cerradas, las terrazas abandonadas. Las fuentes de los estanques parábanse de suyo.

Por los caminos que llegaban al castillo, quien montando en una mula, quien subido sobre un jaco, venían algunos graves personajes vecinos de campo, o si decimos los párracos y los bailíos de las tierras limítrofes, todos los cuales y uno tras otro entraron silenciosos en el castillo, entregaron sus respectivas monturas a un palafrenero afligido y, guiados por un criado, vestido de luto, se encaminaron al salón, donde en el umbral Mosquetón recibía a los llegados.

En dos días había Mosquetón enflaquecido de tal suerte, que se zarandeaba dentro de su vestido como alfiler en canuto, y su rostro, marcado de puntos rojos y blancos como el de la Virgen de Van Dick, estaba surcado por dos argentados arroyos que abrían lecho en aquellos sus carrillos antes tan esféricos cuanto ahora enjutos.

Cada nuevo visitador arrancaba a Mosquetón nuevas lágrimas y era una compasión el verle llevar su manaza a la luz para no reventar en sollozos.

Todas aquellas visitas no tenían otro fin que el de la lectura del testamento de Porthos, anunciada para aquel día, y a la cual concurrieron todos los amigos del difunto, que no dejó pariente alguno, o cuantos sintieron despertársele la codicia.

Los asistentes iban tomando asiento a medida que llegaban, y, al dar el mediodía, hora señalada para la lectura, cerráronse las puertas del vasto salón.

El procurador de Porthos, superfluo es decir que era el sucesor de Coquenard, empezó por desplegar con lentitud el gran pergamino en el cual la hercúlea mano de Porthos consignara su última voluntad. Roto el sello, calados los anteojos y soltado el golpe de tos preliminar, todos y cada uno aguzaron el oído, todos, excepto Mosquetón, que, para oír menos y llorar más a sus anchas, se había acurrucado en un rincón. De pronto y como por mágicas artes se abrió la puerta de la sala y apareció, en medio de la viva luz del sol, una figura viril. Era D'Artagnan que, llegado al castillo y no habiendo encontrado quien le tuviera el estribo, había arrendado su caballo a la aldaba y se anunciaba a sí mismo. La luz del sol al entrar en la sala, el murmullo de los asistentes y, más que todo, el instinto del perro leal, arrancaron de su abatimiento a Mosquetón, que, al levantar la cabeza y conocer al antiguo amigo de su amo, aulló de dolor y vino a abrazarle las rodillas regando al mismo tiempo las losas con sus lágrimas. D'Artagnan levantó al desesperado mayordomo, le abrazó como un hermano digno, y después de saludar cortésmente a los presentes, que se inclinaron unos hacia otros murmurando su nombre, fue a sentarse al testero de la gran sala en un sillón de encina esculpida, sin soltar la mano de Mosquetón que, con el corazón angustiado, se sentó en un escabel. Entonces el procurador, que estaba conmovido como los demás, empezó la lectura. Empezando con una ardiente profesión de fe, Porthos pedía perdón a sus enemigos del daño que pudo haberle causado.

Este párrafo hizo brillar de inmenso orgullo los ojos de D'Artagnan, que, recobrando al antiguo Mosquetero y calculando el número de los enemigos que aquél venciera, creyó que Porthos había obrado cuerdamente al no especificarlos y al no recordar los agravios que les infiriera, pues de lo contrario el procurador habría tenido mucho que leer.

Venía luego la enumeración siguiente:

En la hora presente y por la gracia de Dios, poseo: 1°. El Feudo de Pierrefonds con sus tierras de labranza, bosques, prados, aguas y selvas, rodeados de buena cerca; 2°. El feudo de Bracieux, compuesto de castillo, bosques y tierras de pan llevar, distribuidas en tres cortijos; 3°. El pequeño feudo de Vallón, llamado así porque está en el valle; 4°. Cincuenta alquerías en Turena, que suman en conjunto quinientas fanegas; 5°. Tres estanque en el Berrí, que reditúan doscientas libras cada uno. En cuanto a los bienes “mobiliarios”, así llamados porque se pueden mover, como tan bien lo explica mi sabio amigo el obispo de Vannes…

Este lúgubre nombre hizo estremecer a D'Artagnan. El procurador continuó imperturbable:

Consisten: 1°. En muebles que dejo de enunciar por falta de espacio, y que alhajan todos mis castillos o casas, pero de los cuales ha hecho el inventario mi mayordomo…

Todos los presentes convergieron los ojos hacia Mosquetón, que se abismó en su dolor.

2°. En veinte caballos de mano y de tiro, que se hallan en mi castillo de Pierrefonds, llamados: Bayardo, Rolando, Carlomagno, Pepino, Dunois, La Hire, Ogier, Sansón, Milón, Nemrod, Urganda, Armido, Falstrade, Dalila, Rebeca, Yolanda, Fineta, Griseta, Liseta y Museta, 3°. En sesenta perros, divididos en seis jaurías, para la caza del ciervo, del lobo, del jabalí y de la liebre respectivamente, y las otras dos para muestra o para guarda; 4°. En armas de guerra y de caza, encerradas en mi galería de armas; 5°. En vinos de Anjou, escogidos para Athos, a quien gustaban mucho en otro tiempo, y en vinos de Borgoña, Champaña, Burdeos y España, conservados en ocho bodegas y doce cuevas de mis posesiones; 6°. Mis cuadros y estatuas, que según dicen son de gran mérito, y los hay en bastante cantidad para fatigar la vista; 7°. Mi biblioteca, compuesta de seis mil volúmenes intactos; 8°. Mi vajilla de plata, tal vez un poco usada, pero que no dejará de pesar de mil a mil doscientas libras, pues yo a duras penas podía levantar el cofre que la encerraba; y tanto es así que cargado con él, sólo podía dar seis vueltas alrededor de mi cuarto; 9°. Todo lo mencionado, junto con la mantelería y demás ropa blanca, está distribuido entre las casas mías que más me gustaban…

El procurador se detuvo para tomar aliento, y los concurrentes aprovecharon la suspensión para suspirar, tose, redoblar la atención. Luego el procurador prosiguió:

Ni he tenido hijos, ni es probable que los tenga, lo cual es para mí un verdadero dolor. Con todo eso, digo que no digo bien, porque tengo un hijo en común con mis amigos, ese hijo, joven señor llamado Raúl Augusto Julio de Bragelonne e hijo legítimo del señor conde de La Fere, me ha parecido digno de suceder a los tres bravos hidalgos con cuya amistad me honro y de los cuales soy el servidor más humilde.

Cuando el lector llegó aquí, oyóse un ruido agudo: la espada de D'Artagnan acababa de escurrirse de su tahalí y de caer en las sonoras baldosas. Lo cual motivó que todos se volvieron hacia el punto de donde partiera el ruido, con lo que pudieron ver cómo de las espesas pestañas dei gascón se desprendía una lágrima como una pequeña nuez y le rodaba por su aguileña nariz, cuya luminosa arista brillaba, de aquella suerte, como un filete de oro bruñido.

Por eso lego todos mis bienes, muebles e inmuebles, especificados más arriba, al susodicho señor Raúl Augusto Julio de Bragelonne, hijo del señor conde de La Fere, para que se consuele de la pesadumbre que al parecer le agobia, y ponerle en estado de llevar gloriosamente su nombre…

Por el auditorio corrió un prolongado murmullo.

El procurador, ayudado por la flameante mirada de D'Artagnan, que estableció el silencio recorriendo la sala, continuó:

El vizconde de Bragelonne queda obligado a entregar al señor caballero de D'Artagnan, capitán de los mosqueteros del rey, cuantos demás bienes le pida; a pasar una pensión a mi amigo, el señor caballero de Herblay, caso de verse éste obligado a vivir en el destierro, a mantener a mis criados que me hayan servido diez o más años, y a entregar quinientas libras a cada uno de los demás.

Lego a mi mayordomo Mosquetón todos mis trajes de paisano, militares y de caza, en número de cuarenta y siete, en la seguridad de que los llevará hasta quedar raídos, por amor y en recuerdo mío.

Item más: lego al señor vizconde de Bragelonne el ya nombrado Mosquetón, mi antiguo servidor y fiel amigo, para que le trate de modo que aquél, al morir declare que nunca ha dejado de ser dichoso.

Mosquetón, al oír estas palabras, hizo una reverencia, se puso aún más pálido de lo que estaba, empezó a temblar convulsivamente, y con el rostro trastornado por el dolor se tambaleó y titubeó como si buscara una dirección para salirse de la sala.

—Salid de aquí e id a hacer vuestros preparativos, mi buen amigo —dijo D'Artagnan a Mosquetón—. Os llevo conmigo a casa de Athos, adonde me encamino al irme de Pierrefonds.

Mosquetón, sin contestar, respirando apenas, como si todo en aquella sala debiese serle extraño en lo sucesivo, abrió la puerta y desapareció lentamente.

El procurador terminó la lectura del testamento, después de la cual se marcharon frustrados en sus esperanzas, pero con el más profundo respeto, la mayor parte de los que habían venido para informarse de la última voluntad de Porthos.

D'Artagnan, en cuanto se hubo quedado solo, después de haber recibido la ceremoniosa reverencia que le hiciera el procurador, admiró la profunda sabiduría del testador, que tan justamente distribuyese sus bienes al más digno y al más necesitado, con una delicadeza que no habrían igualado los más puleros cortesanos y los corazones más generosos.

En efecto, Porthos prescribiría a Raúl de Bragelonne que diese a D'Artagnan cuanto éste le pidiese; y el buen Porthos sabía que D'Artagnan no pediría nada, y de pedir algo, quería que nadie sino él mismo eligiese su parte.

Porthos dejaba una pensión a Aramis, quien por excederse en sus pretensiones, se encontraba detenido por el ejemplo de D'Artagnan. Además, el vocablo “destierro”, soltado sin intención aparente por el testador, ¿no era la más blanda y delicada crítica de la conducta de Aramis, causa de la muerte de Porthos?

Finalmente, si el testador no hacía legado alguno a Athos, ¿no era porque había supuesto que el hijo ofrecería la mejor parte al padre?

Como se ve, el tosco entendimiento de Porthos avaloró todas las causas y todas las circunstancias con más tacto que la ley, la costumbre y el criterio.

—Porthos era hombre de corazón —dijo entre sí D'Artagnan exhalando un suspiro, mientras le pareció que bajaba del techo un gemido—. ¡Ah! —añadió el mosquetero—, es el pobre Mosquetón; es preciso distraerle de su dolor.

D'Artagnan se salió apresuradamente de la sala del honrado mayordomo, y al entrar en el cuarto de Porthos, vio un montón de trajes de todos colores y de toda clase de telas sobre los cuales se había echado Mosquetón después de haberlos amontonado. Aquel era el lote del amito fiel; aquellos trajes eran suyos y bien suyos, se los habían legado formalmente.

Mosquetón, con las manos tendidas sobre aquellas reliquias, las besaba con los labios y con el rostro y los cubría con su cuerpo.

—¡Válgame Dios, no se mueve! —dijo entre sí D'Artagnan acercándose al pobre mayordomo para consolarle—; se ha desmayado.

D'Artagnan se engañaba: Mosquetón estaba muerto, como el perro que ha perdido a su amo y va a expirar sobre la ropa de éste.

¡Padre! ¡Padre!

Una serie funesta de acontecimientos había separado para siempre a los cuatro mosqueteros, en otro tiempo ligados de manera al parecer indisoluble. Athos, solo desde la partida de Raúl, empezaba a pagar tributo a esa muerte anticipada a que llamamos la ausencia de los seres queridos.

De regreso en su casa de Blois, sin tener ni siquiera a su lado a Grimaud para recoger de él una triste sonrisa al pasar por el jardín, Athos sentía cada vez más debilitársele el cuerpo, tantos años conservado al parecer inalterable.

Disimulado por la presencia del objeto amado, el curso de la edad, ésta llegaba ahora con el cortejo de dolores e incomodidades tanto mayores, cuanto más tarde llegan, Athos ya no tenía allí a su hijo para esmerarse en caminar derecho y con la cabeza levantada para dar el buen ejemplo, ni podía regenerar la lama de sus miradas en el foco sin cesar ardiente de los ojos de aquél.

Y luego, aquel hombre tan sensible y reservado, desde el punto que dejó de encontrar dique a los impulsos de su corazón, se entregó en brazos de la pesadumbre con todo el ardor con que los seres vulgares se entregan a la alegría.

El conde de La Fere a los sesenta y dos años había conservado sus fuerzas. Siempre hermoso, pero agobiado, noble, pero triste, benigno, buscaba desde que se quedó solo, los claros de las alamedas a los cuales llegaba el sol al través del follaje.

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