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Authors: Cody McFadyen

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

El hombre sombra (30 page)

—Joder —exclama Alan asqueado.

—Es interesante —comenta James—. Ese tío es como un virus informático. Eso es lo que pretende mostrarnos. Que puede reproducirse en otros.

—Sí —responde Leo—. Y sigue subiendo la apuesta. Indicándonos que no piensa dejar de hacerlo hasta que le atrapemos.

Me siento demasiado cansada y trastornada para responder.

—Colócalo en el ordenador —digo a Leo entregándole el cedé.

Todos nos situamos detrás de él mientras pone el cedé en la bandeja y lo abre. Vemos lo de siempre, un archivo de vídeo. Leo me mira.

—Adelante.

Hace un doble clic y comienza al vídeo y el audio. Vemos a una mujer atada a una silla. Esta vez está complemente desnuda y no lleva una capucha que le oculta el rostro. Observo que es morena. Una atractiva joven de veintitantos años. Y está tan aterrorizada que mira enloquecida a la cámara.

Un hombre se acerca a ella. Está sonriendo, desnudo. Trago saliva y observo asqueada que tiene una erección. El terror de la joven le excita sexualmente. Deduzco que se trata de Ronnie Barnes.

—Qué aspecto de cretino tiene ese tipo —comenta Oldfield.

Un comentario cruel, pero cierto. Ronnie Barnes es prácticamente un adolescente con la cara llena de granos, el torso escuchimizado y lleva unas gruesas gafas. Es el tipo de chico del que las mujeres frívolas se burlan, que se masturba pensando en ellas aunque las odia por los comentarios que hacen sobre él. Las odia ante todo por ser mujeres apetecibles, y se odia a sí mismo por desearlas. Lo sé, no porque Ronnie sea un joven escuchimizado con un problema de acné, sino porque empuña un cuchillo y la escena le pone cachondo.

Ronnie se vuelve hacia alguien que no vemos.

—¿Quieres que lo haga ahora? —pregunta. No oigo la respuesta, pero Ronnie asiente con la cabeza y se relame—. Mola.

—¿Con quién estará hablando? —pregunta Alan.

—A ver si lo adivinas —contesto.

Ronnie Barnes se inclina hacia delante, como haciendo acopio de valor. Lo que hace a continuación es tan decisivo, tan brutal, que todos retrocedemos espantados.

—¡Hijaputa de mierda! —grita el chico. Empuña el cuchillo de caza y lo clava en su víctima con tal brutalidad que el arma casi desaparece en el cuerpo de la joven. Acto seguido Barnes no se limita a extraer el cuchillo, sino que se lo arranca con un gesto salvaje, feroz. Lo empuña de nuevo y vuelve a clavárselo.

Barnes utiliza todo su cuerpo, todos sus músculos. Los tendones de su cuello resaltan debajo de la piel debido al esfuerzo.

Otra vez.

Barnes no emplea el metódico método de Jack Jr. Es la ferocidad descontrolada de un loco.

Otra vez.

—¡Hijaputa! —grita. Y sigue gritando como un auténtico poseso.

—¡Dios, qué cabronazo! —dice Leo levantándose apresuradamente y poniéndose a vomitar dentro de una papelera.

Ninguno de nosotros le censuramos por ello.

Todo concluye con la misma rapidez con la que ha comenzado. La mujer ha terminado postrada boca arriba. Apenas es reconocible como ser humano. Barnes está de rodillas, inclinado hacia atrás, con los brazos extendidos, los ojos cerrados, cubierto de sangre y sudor. Jadeando y gozando de su éxtasis. Ya no tiene una erección.

Mira de nuevo un punto fuera de la cámara, con expresión de adoración.

—¿Puedo decirlo ya? —pregunta. A continuación se vuelve y mira a la cámara. Esboza una sonrisa que no muestra ningún atisbo humano ni cuerdo—. Va por ti, Smoky.

—Vaya, hombre… —protesta Leo.

Yo callo. Una parte de mí permanece insensible. Sigo mirando el monitor.

Barnes se vuelve de nuevo a un punto fuera de la cámara.

—¿Lo he hecho bien? ¿Como tú querías? —De repente muda de expresión. Su rostro muestra al principio perplejidad, luego temor—. ¿Qué haces?

Cuando se produce el disparo que hace saltar la tapa de los sesos de Barnes, me levanto sobresaltada, volcando la silla en la que estaba sentada.

—¡Joder! —grita Alan tan impresionado como yo.

Me inclino hacia delante, sujetando los bordes de la mesa con fuerza, sintiendo que me tiemblan los brazos. Sé lo que va a ocurrir ahora. Por fuerza. Jack Jr. no desaprovecharía esa oportunidad. No me defrauda. Frente a la cámara aparece el rostro cubierto por una capucha, los ojos risueños debido a la sonrisa que no alcanzamos a ver, alzando el pulgar en señal de victoria.

El vídeo concluye.

Todos estamos sobrecogidos y silenciosos. Leo se enjuga la boca. El agente Oldfield tiene la mano apoyada en la pistola, un gesto reflejo.

Siento como si tuviera la mente vacía, hueca, y a través de ella flotaran unas plantas rodadoras impulsadas por el viento.

Tengo que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para recobrar la compostura.

Por fin digo con tono seco, tenso, furioso.

—A trabajar.

Todos me miran como si estuviera chiflada.

—¡Vamos! —les espeto—. Poneos las pilas. Éste ha sido otro truco para distraernos. Jack Jr. pretende confundirnos. Serenaos y poneos a trabajar. Voy a llamar al agente Jenkins. —Mi voz suena firme, pero sigo temblando.

Al cabo de unos minutos los otros asimilan mis palabras y reanudan su trabajo. Yo descuelgo el teléfono, llamo a la centralita y pido que me comuniquen con el cuartel general del FBI en Nueva York. Siento que la cabeza me da vueltas. Pregunto por el agente Jenkins. Curiosamente, también trabaja en la Coordinadora del NCAVC.

El teléfono suena y Jenkins responde en el acto.

—Agente especial Bob Jenkins.

—Hola, Bob. Soy Smoky Barrett, de la Coordinadora del NCAVC de Los Ángeles. —El tono normal de mi voz me sorprende. Hola, qué tal, acabo de ver cómo descuartizaban a una mujer.

Me siento. Respiro hondo. Los latidos de mi corazón recuperan su ritmo acompasado.

—¿Qué puedes decirme sobre Ronnie Barnes?

—¿Barnes? —pregunta Jenkins. Parece sorprendido—. Es un caso antiguo. Ocurrió hace unos cinco o seis meses. Asesinó y mutiló a cinco mujeres. Más que mutilarlas, las destrozó. Para ser sincero, fue un caso muy sencillo. Alguien percibió un hedor y lo denunció a la policía. Unos policías entraron en el apartamento de Barnes, hallaron a una de las mujeres asesinadas y a éste con una bala que él mismo se había disparado en la cabeza. Caso cerrado.

—Te equivocas, Bob. Barnes no se disparó él mismo.

Se produce una larga pausa.

—Cuéntamelo —responde Bob.

Le ofrezco una versión resumida de Jack Jr. y el paquete que nos ha enviado. Del vídeo. Cuando termino, Jenkins guarda silencio unos minutos.

—Creo que llevo en esto tanto tiempo como tú, Smoky. ¿Te has encontrado alguna vez con un caso como éste?

—No.

—Yo tampoco. —Jenkins emite un suspiro que reconozco, como resignándose a aceptar que los monstruos siguen mutando, y que cada vez son peores—. ¿Puedo ayudarte en algo? —pregunta.

—¿Puedes enviarme una copia del historial de Barnes? Dudo que encuentre algo en él, pero… Nuestro asesino se anda con mucha cautela…

—Por supuesto. ¿Algo más?

—Sí. Por curiosidad, ¿cuándo murió Barnes?

—Un momento. —Oigo a Jenkins tecleando en el ordenador—. Veamos… Hallaron su cadáver el veintiuno de noviembre… Basándose en la descomposición y otros factores, el forense calcula que murió el diecinueve.

Me siento como si de pronto me hubiera quedado sin aire en los pulmones. La mano con que sostengo el teléfono se queda fláccida.

—¿Sigues ahí, Barrett?

—Sí, gracias por tu ayuda, Bob. Espero que me envíes ese historial. —Mi voz me suena muy remota, y mecánica. Jenkins no parece percatarse.

—Te lo enviaré mañana por mensajería.

Ambos colgamos y me quedo mirando el teléfono.

El diecinueve de noviembre.

Mientras Ronnie Barnes estaba destrozando a esa chica, Joseph Sands estaba destrozando mi vida. La misma noche. No la misma fecha un año o una década más tarde, sino el mismo día.

¿Fue una coincidencia? ¿O encerraba algún significado, algo que se me pasó por alto?

34

E
L resto del día transcurre como un sueño. Callie ha vuelto; Marilyn está bien. El agente Oldfield me asegura antes de marcharse que jamás permitirá que Jack Jr. le haga a Marilyn lo que hemos visto a Barnes hacer en ese vídeo. Todo está listo para recibir el paquete que Jack Jr. nos remitirá mañana. Seguimos con nuestra rutina.

Pero cuando me dirijo en coche a casa de Alan y Elaina me doy cuenta de que estoy un tanto alterada. No dejo de pensar en la coincidencia de esas fechas. Tengo la sensación de haber dado un salto atrás en el tiempo. Sabiendo que mientras Ronnie Barnes sonreía ante la cámara, yo estaba gritando y Matt se moría. Que cuando Barnes clavaba el cuchillo en el cuerpo de esa pobre mujer, Joseph Sands me clavaba la navaja en la cara.

Mientras eso sucedía, Jack Jr. ya se había puesto manos a la obra.

Y sabía lo que me estaba ocurriendo a mí.

Eso es lo que más me preocupa. ¿Cuánto hace que Jack Jr. se ha fijado en mí? ¿Va a convertirse en otro Joseph Sands?

Tengo miedo. No me importa reconocerlo. Estoy aterrorizada.

—¡Maldito seas! —grito asestando un golpe al volante con tanta fuerza que la palma de mi mano se queda insensible. Estoy temblando de pies a cabeza.

—Eso es mejor —me digo sin dejar de temblar—. Agárrate a eso, Smoky.

De modo que sigo alimentando esa rabia, enfureciéndome más y más con Jack Jr. por hacer que sienta temor.

Esa estrategia no consigue disipar del todo mi temor.

Pero me ayuda a controlarlo de momento.

35

H
ABÍA aceptado la invitación de Alan y Elaina de ir a cenar anoche a su casa porque necesitaba un poco de normalidad. Elaina no me defraudó. Tenía mejor aspecto y había recuperado su antigua alegría. Me hizo reír en más de una ocasión y, lo que es más importante, hizo que Bonnie sonriera multitud de veces. Observé que la pequeña se estaba encariñando con Elaina, cosa que comprendo perfectamente.

Mientras Elaina prepara a Bonnie para que regrese a casa conmigo, Alan y yo estamos sentados en el cuarto de estar, esperando. Es un silencio amigable.

—Elaina tiene mejor aspecto —digo.

Él asiente con la cabeza.

—Sí, está mejor. Bonnie ha contribuido a ello.

—Me alegro.

La niña irrumpe en la habitación, interrumpiendo ese momento, seguida por Elaina.

—¿Estás lista para marcharte, tesoro? —pregunto a Bonnie.

Ella sonríe y asiente con la cabeza. Yo me levanto, abrazo a Alan y a Elaina y beso a ésta en la mejilla.

—¿Te ha dicho Alan que mañana nos pondremos en marcha temprano?

—Sí.

—¿Te parece bien que traiga a Bonnie a las siete?

Elaina sonríe, se agacha y acaricia el pelo de la pequeña, que la mira con adoración.

—Por supuesto. —Elaina se arrodilla y dice—: Dame un achuchón, cielito.

Ambas se abrazan y sonríen, y a continuación la niña y yo nos marchamos.

—Sube a acostarte, tesoro —digo a Bonnie—. Subiré enseguida.

Ella asiente con la cabeza y sube por la escalera. Mi móvil empieza a sonar.

—Soy Leo.

—¿Qué hay?

—Alan y yo hemos conseguido la orden judicial para examinar la lista de suscriptores de Annie —dice—. No tuve oportunidad de decírselo antes de que se fuera. Me he puesto en contacto con la compañía. Se mostraron dispuestos a colaborar con nosotros.

—¿Ya ha conseguido la lista?

—Llevo cuatro horas examinándola. He descubierto algo.

—Cuéntemelo —respondo con tono esperanzado.

—Al parecer su amiga tenía una lista muy extensa de suscriptores. Casi un millar. Pensé que sería interesante fijar los parámetros de la búsqueda con el fin de hallar nombres relacionados con el escenario de Jack el Destripador. Ya sabe, Londres, el infierno y esas cosas.

—¿Y?

—Lo encontré enseguida. Frederick Abberline. El nombre del inspector que se hizo famoso por haber cazado a nuestro amigo Jack en aquella época.

—¿Por qué no me llamó?

—Porque aún no he terminado. Piense en ello. Es demasiado obvio. No iban a facilitarnos unas señas auténticas tan fácilmente. De todos modos lo he comprobado. Es un apartado de correos.

—Qué mala pata —contesto.

—Pero no deja de ser una pista —dice Leo—. Estoy analizando la lista también desde otro ángulo. Cada vez que alguien adquiere algo o se registra para acceder a unas prestaciones utilizando una tarjeta de crédito, su dirección IP queda archivada.

—Lo cual significa… ¿qué?

—Que todo lo que existe en la Red, ya sea un puntocom o una conexión telefónica, tiene un número. Eso es el Protocolo de Internet. Cada vez que navegas por la Red, tienes una identidad, eres tu número IP.

—De modo que cuando adquieres algo o te registras utilizando una tarjeta de crédito, ese número queda archivado.

—Exacto.

—¿Cree que eso puede conducirnos a algo interesante?

—Eso es lo problemático. Hay dos sistemas mediante los cuales las direcciones IP pueden ser relacionadas con tu conexión a Internet. Uno nos beneficia, el otro no. Las direcciones IP son propiedad de la compañía que te facilita el acceso a Internet. En la mayoría de los casos, cada vez que marcas o te conectas, te asignan una dirección IP distinta. No hay una continuidad.

—Deduzco que ése es el sistema que no nos beneficia —digo.

—Así es. El otro sistema consiste en una conexión «permanente» con la Red. Tu proveedor de servicios te asigna una dirección IP, que siempre es la misma. Eso nos beneficia, siempre y cuando Jack Jr. haya utilizado ese sistema. Porque podemos rastrear esa dirección para dar con el titular.

—Bien… —respondo con tono pensativo—. Quizá me equivoque, pero creo que nuestro Jack es demasiado inteligente para utilizar ese sistema.

—Es probable —contesta Leo—. Pero quizá no. En cualquier caso, puede sernos útil. El proveedor de servicios que utilice debe tener unos archivos que muestran cuándo se usaron las direcciones IP, y a partir de ahí podemos obtener una ubicación general. Quizás incluso una ubicación exacta.

—Muy bien, Leo. Le felicito. Quiero que se concentre en eso.

—De acuerdo —contesta él.

Le creo. Su voz denota excitación y dudo que esta noche consiga pegar ojo. Huele la sangre, la droga irresistible del cazador.

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