Luego todo volvió a ser como antes y la ciudad se despertó de aquel sueño de grandeza para retomar su aspecto habitual de urbe pacata, tranquila y sucia.
19
La diferencia de mentalidad entre los austriacos —los que acompañaron a Leopoldina y los que llegaron en barcos repletos de material científico— y los portugueses que habían decorado su ciudad con motivos romanos de cartón piedra era abismal. Si los primeros tenían una imagen de cerebrales, serios y trabajadores, los segundos la tenían de arcaicos, supersticiosos y perezosos. De la misma manera, la familia a la que se había unido Leopoldina no podía ser más distinta a la suya. Las aventuras sexuales, muy mal vistas en la corte austriaca, en ésta eran protagonizadas por la mismísima reina, y a plena luz del día. El odio que los monarcas se profesaban era de dominio público, pero la aceptación tácita de don Juan de las infidelidades de su mujer lo hacían objeto, si cabe, de un mayor oprobio en la corte. Los hijos, poco instruidos, y las hijas, virtualmente analfabetas a excepción de María Teresa, presentaban un intenso contraste con los Habsburgo, conocidos por su excelencia académica, su disciplina personal y sus altos estándares morales.
Desde que se había instalado en el trópico diez años atrás, la corte portuguesa había evolucionado en una dirección distinta a la de las Cortes de Europa. Quizá lo hizo por la mayor influencia de sus colonias de Goa en la India y Macao en China, que se reflejaba en muchos aspectos de la vida, desde la arquitectura de los edificios cuyos aleros del techo terminaban con una curvatura muy oriental hasta la costumbre de desplazarse en palanquín, sentarse en cojines con las piernas cruzadas para escuchar un recital, usar especias asiáticas para aderezar la comida, o disponer de una reserva inacabable de mano de obra gratuita que el próspero comercio de esclavos proporcionaba. Era una corte exótica.
Desde el momento en que embarcaron en el
Dom João VI
, a los austriacos les había sorprendido el enorme número de cortesanos que formaban parte del viaje, acompañados por un número aún mayor de asistentes, ayudantes, criados, doncellas y esclavos. ¿Para qué necesitaban tanta gente?, se preguntaban. La respuesta era que los portugueses se habían acostumbrado a vivir sin trabajar de la riqueza de sus colonias y del comercio de esclavos.
La misma pregunta se la hacían ahora en el palacio, invadido por cientos de criados, jardineros, ayudantes, etc., pero que a la vez eran incapaces de ofrecer un servicio adecuado. Los austriacos no necesitaron mucho tiempo para darse cuenta de que la deslumbrante embajada de Marialva no había sido más que un señuelo destinado a crear una buena impresión en las cortes de Europa, pero que detrás escondía una realidad distinta, mucho más prosaica. La misma que se percibía en el palacio de San Cristóbal que, aparte de ser vulgar, olía mal y les parecía descuidado. «¿Por qué dejan esa montaña de estiércol en el jardín si atrae a nubes de insectos?», se preguntaban atónitos los invitados, mientras se tapaban la nariz. Peor fue cuando, horrorizados, descubrieron en sus habitaciones orinales a medio vaciar. Esos recipientes hediondos decían mucho sobre aquella corte, mezcla de pompa y dejadez, de pretensión y cochambre, de tacañería y derroche. Aunque, conociendo al rey y su aversión por la higiene, tampoco resultaba tan extraño. Todavía pervivía la mentalidad de que la limpieza era cosa del pueblo, de los que trabajaban con sus manos. Los ricos, los nobles, los cortesanos no se lavaban nunca y combatían el olor corporal a base de perfume. Para los austriacos, aquello era una actitud atrasada, que afortunadamente estaba evolucionando en los palacios de Europa. El caso es que la incuria general, unida a las interminables ceremonias, las misas eternas, el ritual nupcial al que habían sometido a doña Leopoldina, todo se confabulaba para dar una impresión de que la devoción religiosa y el boato de los rituales escondía un cerrilismo rancio y vulgar.
Los esfuerzos de don Juan por modernizar la vida no terminaban de cuajar en la sociedad local. Es cierto que había traído de Portugal la primera imprenta que existió en Brasil y desde entonces se publicaban varias hojas de noticias, había levantado el Teatro de la Ópera, había creado la Biblioteca Real con los fondos traídos de la metrópoli… Consciente de la importancia del conocimiento científico, capital para descubrir y ampliar las riquezas del país, había inaugurado diez años atrás un soberbio jardín botánico detrás de una laguna no muy lejos del centro de la ciudad. En un intento de competir con las ricas plantaciones de té del sudeste asiático, había hecho venir de Cantón doscientas familias chinas para su cultivo.
Antes de que los naturalistas Spix y Martius iniciasen su expedición, don Juan, que siempre hacía todo lo posible para dar satisfacción a su nuera, a la que quería como una hija, quiso mostrarles su obra. Spix y Martius descubrieron que el jardín botánico era una enorme plantación de té atravesada por avenidas bordeadas de gigantescas palmeras, de árboles del pan, de floridos itó, de mangos y papayas, y tenía parcelas plantadas de una gran variedad de especímenes botánicos. Don Juan estaba preocupado porque no conseguían una gran calidad en las hojas de té. En aquel suelo sólo se daba bien una variedad ordinaria que no tenía una buena aceptación en los mercados. Spix le animó a seguir con el incipiente cultivo de otra planta que, según sus averiguaciones, tenía mejores posibilidades de prosperar en aquel suelo tropical. Así fue como el fracaso de un cultivo dio pie al éxito espectacular de otro: el café. Pronto, Spix y Martius iniciaron su expedición por el vasto interior de Brasil que les llevaría hasta el Amazonas. De allí seguirían río abajo hasta Belem, en la desembocadura, en un viaje de exploración que duraría cuatro años.
Por su parte, los acompañantes de la corte austriaca regresaron poco a poco a Europa, dejando a la princesa sola en aquel mundo insólito, a excepción de sus damas de compañía, su médico y sus criadas. Poco a poco fueron acostumbrándose a vivir con el ruido de fondo de la insoportable cantinela de las broncas y los golpes que los criados blancos daban a los esclavos negros bajo cualquier pretexto.
20
Ni Pedro compartía la pasión de Leopoldina por clasificar piedras, ni ella era coqueta como las cortesanas a las que el príncipe estaba acostumbrado. Fiel a sus convicciones, se maquillaba poco y vestía con discreción, algo que en sí mismo resultaba chocante en una sociedad donde las mujeres de familias acaudaladas, dedicadas por completo a la pérdida de tiempo, llevaban altísimas pelucas sujetas por una estructura de alambre que llegaba a pesar tres o cuatro kilos, de donde colgaban pequeños objetos como tijeras, cuchillos, plumas, cintas y hasta verduras y frutas. Aquellas señoras que seguían la moda europea con varios años de retraso rara vez se dejaban ver en la calle, sólo en misa o en recepciones oficiales. Vivían como reclusas. «¡Dios mío! ¿Cómo voy a hacerme alguna amiga aquí?», se preguntaba Leopoldina.
Sacrificados en el altar de las conveniencias dinásticas y el juego diplomático, en el fondo a nadie le había importado que las preferencias, gustos e inclinaciones de Pedro y Leopoldina coincidiesen. El único criterio que se había tenido en cuenta había sido su estirpe real y que fuesen aptos para criar una prole de principitos, que a su vez estuviesen orgullosos de su linaje. Sin embargo, a pesar de que todo parecía separarles, encontraron un pequeño terreno común al que aferrarse: la música y la equitación. Leopoldina era una amazona consumada —montaba a horcajadas, como su suegra, aunque de forma más serena, sin la fiereza dominante de Carlota Joaquina—, y los paseos a caballo que ella y Pedro dieron por la zona fueron el escenario de sus primeros afectos.
Juntos visitaban el jardín botánico varias veces a la semana. O iban de caza, explorando los bosques de Tijuca hasta la magnífica cascada donde el agua caía desde una altura de ochocientos metros entre mimosas y palmeras. Cabalgaban a través de malezas vírgenes en excursiones que duraban el día entero con el único fin de recoger unas mariposas. De sus andanzas por la selva atravesada por el vuelo de enormes mariposas azules, donde gritaban las cotorras y donde monos de especies raras, unos con anchos bigotes, otros del tamaño de un puño cerrado, otros de piel roja carmesí, Leopoldina volvía con manojos de flores, aristoloquias violetas, begonias color rosa, orquídeas negras y también con piedras de formas curiosas o trozos de cuarzo que entregaba a su bibliotecario para que los clasificase. También se dedicaban a explorar las faldas del Corcovado, y recalaban en casa del general Hogendorp. Dio la casualidad de que Leopoldina le había conocido en Viena, siendo muy niña, y ese reencuentro en aquel lugar remoto les llenó a ambos de júbilo. El hombre que había introducido a Pedro a las ideas de la época había envejecido mucho, pero seguía teniendo el mismo brillo en la mirada cuando hablaba de su vida en Java, de la estrategia de sus batallas y de Napoleón. Y hablaba francés y alemán, lo que servía para que Leopoldina olvidase durante unos instantes su creciente sentimiento de nostalgia y desarraigo.
Aquellos paseos con su marido eran algo muy poco común y a algunos les parecía una extravagancia, un mal ejemplo, y a otros descaradamente escandaloso. Las únicas mujeres que andaban por las calles eran en su mayoría negras o mulatas y vestían blusas de hilo casi transparente cerradas con un lazo al cuello y anchas faldas de colores. Le sonreían y guiñaban el ojo con un atrevimiento al que no estaba acostumbrada:
«
Nuestra princesita rubia», decían cariñosamente. Algunas llevaban cestas en la cabeza, otras, bandejas con dulces y frutas, o bien cántaros de agua.
—Aquí está mal visto que las señoras se muestren fuera del hogar. Es de putas —le explicó Pedro.
—¿Y tu madre, que se va de caza sola en su caballo?
—Se han metido mucho con ella por eso. Es la excepción… Mi madre, y ahora tú.
En esos recorridos por la ciudad y sus alrededores, la princesa observaba su nuevo mundo con una mezcla de interés y temor. Sentía que su posición de mujer, y además extranjera, era precaria a ojos de la sociedad. Estaba en un país donde un hombre podía encerrar a su esposa en un convento por simple sospecha de enamoramiento, por pura desconfianza, o a veces ni siquiera por eso. Lo había leído en el relato de un viajero alemán:
«Muchos brasileños internan a sus mujeres, sin razón plausible, durante años en un claustro, simplemente a fin de vivir más a gusto con su amante. Y la ley está siempre de parte del marido.»
El suyo nunca llegaría a esos extremos, de eso estaba convencida, pero aun así, no era muy tranquilizador.
21
Sin embargo, lo que mayor impresión causó a Leopoldina fue la cantidad de esclavos que había; en aquella época, dos de cada tres habitantes de Río eran de origen africano. Un tercio de la población estaba esclavizada. Iban desnudos, a excepción de un paño que llevaban alrededor de la cintura, y hablaban idiomas diferentes con vozarrones que acusaban un fuerte acento. «Parecen iguales, pero no son de la misma raza —le explicaba Pedro—. Hay kaffires, quiloas, males, monjolos… Unos vienen de Mozambique, otros de Guinea o Angola.» Todos los africanos habían sido traídos a la fuerza para desempeñar los trabajos que ni los indígenas ni los europeos querían hacer. Río era, de lejos, el mayor mercado de esclavos de América. Leopoldina los observaba: jugaban a pelearse mientras esperaban su turno en la fuente para llenar sus baldes de agua, hasta que el violento latigazo de un capataz restauraba el orden. Entonces la princesa espoleaba a su caballo mientras los esclavos se dispersaban con sus cuerpos mojados que brillaban como el azabache.
Había otros que iban vestidos como señores, con túnicas bordadas, pelucas rizadas y llevaban las manos recubiertas de guantes blancos: eran los que portaban en palanquines a los nobles y a los ricos de la ciudad. En contraste con ese derroche de elegancia, iban descalzos porque los dueños nunca consiguieron imponerles el uso de zapatos. Los pies eran el único resquicio de libertad que les quedaba, y se aferraban a esa desnudez con ahínco. Ni siquiera don Juan, que se desplazaba por la ciudad en un palanquín sostenido por doce esclavos en uniforme de librea, llegó a conseguir nunca que se calzasen.
—¡Pedro, mira! ¿Qué es eso? ¡Por Dios! —preguntó Leopoldina un día mientras atravesaban un arrabal de la ciudad, al ver a un grupo de africanos con la piel cubierta de rayas blancas.
—Tigres —contestó él.
Eran los esclavos más bajos en el escalafón. Entre ellos había fugitivos que habían sido atrapados, así como otros castigados por sus dueños a hacer las tareas más ingratas… Los
tigres
se encargaban de transportar en pesados toneles los excrementos recogidos de noche en las casas para tirarlos al mar por la mañana. Al desbordarse la carga, ésta caía a chorretones sobre la piel y el amoniaco y la urea de los orines y las heces la quemaba, dejando estrías blanquecinas por todo el cuerpo que sugerían las rayas de un felino. Leopoldina, que era una alma caritativa, quiso dar una limosna a los
tigres
que había descubierto, pero en seguida se agolparon tal cantidad de esclavos alrededor de su caballo que Pedro tuvo que intervenir haciendo chasquear su látigo:
—¡Largo de aquí! ¡Fuera! ¡Dejadla en paz!
A pesar de los gritos de su mujer, no dudó en azotar a uno de los
tigres
recalcitrantes.
—¡Déjalo, Pedro! ¡Por favor, no le pegues!
—¡Ponen nervioso a tu caballo! ¡Fuera de aquí! —les repetía.
La autoridad del príncipe hizo que no tardasen en dispersarse. Pedro cabalgó hasta llegar a la altura de Leopoldina:
—Dame un par de esas monedas, por favor —le pidió, antes de llamar al esclavo al que había tenido que pegar.
—¡Eh, tú!
Pedro galopó hacia el hombre, que estaba asustado, pensando que la saña del príncipe se abatiría contra él con más furia aún. Se protegió el rostro con los brazos, esperando el contacto lacerante del látigo.
—Toma —le dijo Pedro entregándole las monedas—. Y te pido disculpas, ¿eh?
El hombre le miró incrédulo, suspiró, cogió tímidamente las monedas y musitó un «gracias, señor» agachando la cabeza.
Los esclavos no sólo estaban en el palacio o en las casas ricas de la ciudad, como había podido comprobar Leopoldina, sino que estaban por doquier. Aparte de dedicarse al transporte de mercancías y personas, hacían todo tipo de tareas manuales: eran barberos, zapateros, recaderos, tejedores de cestos, vendedores de forraje, de refrescos, de dulces, de agua, de café… Su presencia en cada esquina, en cada trecho de calle, formaba parte intrínseca del paisaje. Los esclavos que Leopoldina veía trabajar en los jardines del palacio habían sido el regalo de un rico hacendado a su suegro don Juan nada más desembarcar en Río… Y el propio rey también recurría a músicos esclavos para amenizar sus veladas. Estaba en un mundo donde hasta los colonos pobres tenían esclavos: los carpinteros los usaban para que les llevasen las herramientas y las maderas, los oficiales para que les portasen las armas, las amas de casa para hacerse la manicura. Los usaban hasta para rezar en nombre de sus dueños. Se les veía musitando avemarías mecánicamente frente a oratorios dedicados a la Virgen y empotrados en los muros.