El imperio eres tú (45 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

—Yo tengo la potestad de nombrar a las damas de palacio… Te nombro en este momento dama de honor de la emperatriz.

—Ella nunca lo aceptará.

Domitila sabía excitar su prepotencia de gran señor, siempre deseoso de imponer su voluntad y sus caprichos.

—Eso déjamelo a mí.

Cuando Pedro hizo pública su designación de Domitila de Castro como dama de honor de la emperatriz, la austriaca se tambaleó. No se esperaba semejante mazazo.

—¿Por qué me hacéis eso? —le preguntó nada más verle entrar en el salón del palacio.

—Para que se acaben los rumores sobre mi supuesta relación con la señora de Castro…

Era una respuesta desconcertante. Leopoldina tardó en reaccionar.

—Pero estáis con ella…, todo Río lo sabe, todo Brasil lo sabe, y parte de Europa…

—No podéis hacer caso a todo lo que os cuentan. Sabéis tan bien como yo que estamos rodeados de malas lenguas. Si la nombro vuestra dama de honor principal es precisamente para ahuyentar los rumores. Además, os he comentado varias veces que debo varios favores a su padre, el coronel Castro, por sus servicios en la guerra Cisplatina.

¿Dónde estaba la verdad y dónde la mentira? En el fondo Leopoldina deseaba con toda su alma creer a su marido. Pedro jugó la carta del esposo-buen-padre-de-familia que puede tener algún desliz, pero que en el fondo es fiel hasta la médula a su matrimonio, a sus hijos y a los verdaderos valores. Aquello era justo lo que Leopoldina precisaba oír. Esas palabras le devolvían la vida que se le estaba yendo a fuerza de padecer su sufrimiento en silencio y fueron acompañadas del gesto de acercarse a ella, de pasarle el brazo por la espalda y de apoyar su cabeza sobre su hombro. Una muestra sencilla de afecto que tocó su fibra más íntima. Hacía tanto tiempo que no le demostraba ternura… Por un momento pensó que había recapacitado, y que volvía a casa, a sus brazos, a su regazo. Se sintió querida, aunque sólo durante un fugaz instante que bastó para convencerse de lo que en un estado normal de lucidez nunca hubiera creído. Era capaz de ver blanco aunque fuese negro. No sólo tenía sed de afecto, sino también una enorme necesidad del amor de su marido porque la justificación de su vida giraba en torno a él: su matrimonio como deber religioso, sus hijos, su dedicación a la independencia, su vida en Brasil, su título de emperatriz, su existencia, todo. La vida sin él no podía considerarse como tal. Sola en un entorno hostil, necesitaba a Pedro como el aire que respiraba. Todo era válido con tal de mantener encendida una llama, por débil que fuese, en el corazón de Pedro, para facilitar el regreso del esposo infiel a la armonía familiar.

¿Qué pasaría si rechazaba a Domitila como primera dama de la corte? Se arriesgaba a perder la estima de su marido, a apagar esa frágil llama. Quizá, si le decía «sí», cesarían las habladurías… También, en su aceptación, desempeñó un papel importante el miedo a contradecirle, a provocar su ira descontrolada, lo que a la postre podía causar perjuicio a la realeza. Por encima de todo había que evitar el escándalo, porque eso llamaría la atención de toda la nación sobre la vida disoluta del emperador, lo que perjudicaría la propia dinastía y quizá la sucesión de sus hijos. Además, al ser considerada extranjera por los cortesanos portugueses del palacio, un escándalo la aislaría completamente. ¿Quién tendría valor de ponerse de su lado? Únicamente Maria Graham, cuya presencia era cada vez más criticada entre el personal del palacio. Sabía que si se enfrentaba a su marido, perdería la única persona de la corte con la que se sentía íntimamente ligada por el corazón y la religión.

No tenía alternativa, no había salida, excepto la resignación pasiva y la paciencia. Además, no podía reaccionar como una esposa normal porque no lo era. Leopoldina representaba una institución, la monarquía, a la que su educación daba mayor valor que a su propia vida. Los reyes nacían y morían, eran aclamados o depuestos, pero la monarquía existía desde el albor de la historia, y seguiría existiendo durante muchos siglos. Por eso, no convenía echar leña al fuego de los adversarios de la realeza. Y luego estaba la religión. Su resignación era la expresión de un arraigado sentimiento de deber hacia la dinastía, y que mantendría hasta su muerte. Su paciencia era una conquista del alma, una victoria de su voluntad sobre su propia naturaleza, cuyo resultado era el férreo control que tenía sobre sus emociones.

—Que la señora de Castro entre a mi servicio cuando lo estiméis oportuno —acabó diciéndole Leopoldina.

De manera que la respuesta de este «nuevo Napoleón», como le llamaban las malas lenguas, cada día más numerosas, estuvo a la altura de la afrenta recibida por su enamorada. Para más inri, Pedro nombró a Domitila primera dama de la emperatriz —«del emperador», como decían con sorna sus adversarios políticos, el día del cumpleaños de la pequeña Maria da Gloria.

La designación abría a su amante las puertas del palacio de San Cristóbal. A partir de ese momento tendría derecho a trabajar desde el palacio, a estar presente en todas las reuniones, a acompañar a la emperatriz a todas las excursiones, además de asumir un lugar de honor junto a su majestad en todas las funciones públicas.
«Fue un modo de infligir a la emperatriz el más odioso de los fastidios, imponiéndole su presencia desde el momento en que salía de sus apartamentos privados»,
escribía Maria Graham.

69

Una gran recepción en el palacio saludó a la nueva dama de honor, que estaba espléndida aquel día de gala. Como si fuera una versión tropical de madame Pompadour, iba vestida a la moda de Luis XV, con un traje de seda blanco y el toque exótico de unas flores tropicales prendidas en el pelo. Aunque ya se conocían, Pedro no se atrevió a presentarla directamente a Leopoldina y optó por delegar tan delicada tarea en otra dama. Cuando la vio acercarse, la emperatriz se acordó del mal de Lázaro… ¿Cómo olvidar una mujer tan agraciada y afligida de semejante dolencia? Entonces cayó en que todo aquel bulo era sólo para despistar. «Qué dosis de sangre fría debía de tener…», pensó. No la recordaba tan guapa. Quizá era la seguridad de contar con el apoyo incondicional del emperador lo que aumentaba su insolente hermosura. En contraste, Leopoldina estaba desmejorada; su piel tenía ronchas rojas por el agresivo sol del trópico, se le perfilaba una doble papada, tenía el pecho caído, el andar desgarbado… Había engordado porque comer se había convertido en uno de sus escasos placeres. Comer para olvidar, para darse gusto, para mimarse, para poder tragar las mentiras de su marido. Cada vez tenía más nostalgia de los platos alemanes y siempre que podía encargaba jamones de Westfalia, pasas de Corinto, pan de azúcar de Hamburgo y agua Seltzer contra el reuma… Pero el resultado no era nada gratificante, al contrario. Las malas lenguas decían que estaba evolucionando como lo hacían las mujeres de su raza, las germanas que a partir de cierta edad engordan y se hacen flácidas. Ella misma debió de darse cuenta del contraste que ofrecía con su interlocutora porque una sombra fugitiva le nubló la vista. Sin embargo, la ocultó en seguida con una sonrisa, recuperó su aplomo y se dirigió a Domitila con gran presencia de espíritu y cordialidad, fingiendo no saber nada, tendiéndole la mano que la otra se inclinó para besar.

Educada en el control de sus sentimientos, nadie podía saber si Leopoldina sabía lo que pasaba o no. Y ella misma ¿sabía? Su mente era como un péndulo, oscilando de la lucidez al autoengaño, en un vaivén agotador y a la postre deprimente. El propio Mareschal, que la veía con frecuencia, también dudaba y escribía a la corte de Viena:
«Me parece imposible que la señora archiduquesa no vea lo que pasa directamente bajo sus ojos; su alteza real tiene la prudencia de nunca mencionar nada y de simular que nada percibe. En contrapartida, el señor príncipe se muestra lleno de atención y de respeto por ella, no desaprovecha ocasión alguna para elogiar las virtudes de su esposa y la felicidad que preside su unión.»
Pero aquellas palabras no convencieron a Francisco II, que en un oficio llegó a decir:
«Por lo que me cuenta el barón VonMareschal, fui informado, ¡ay de mí!, sobre qué hombre miserable es mi yerno.»

Su yerno aprovechó el tercer aniversario de su aclamación, que además coincidía con su cumpleaños, para ennoblecer a treinta y nueve personas, la mayor parte amigos suyos y colaboradores. El Chalaza se vio así recompensado con el título de jefe del gabinete particular del emperador. Era solamente para dignificarle, porque era el único miembro de ese gabinete, pero sonaba grandilocuente, como si existiese una auténtica oficina «imperial». En realidad, esos nombramientos eran una cortina de humo para disimular lo que de verdad le importaba: entre los diecisiete vizcondes, barones y condes brillaba con un resplandor especial el nombre de Domitila, a quien le correspondió el título de vizcondesa de Santos. Para colmo del cinismo, el decreto que sancionaba el ennoblecimiento Pedro lo justificaba por servicios prestados a «mi muy amada y querida mujer». Leopoldina ni siquiera se escandalizó, pues ya nada la sorprendía. Simplemente se entristecía de ver que «la otra» ganaba terreno a sus expensas. Desde el exilio, los Bonifacio se tomaron estas promociones como una afrenta, ellos que habían nacido en Santos y que se mostraban tan orgullosos de su ciudad.
«Oh, Dios mío
—escribió José—.
¿Por qué me conservas la vida para ver mi país ensuciado de tal manera?… Los condes de Mermelada del emperador Christophe —
escribió en referencia al emperador de Haití que, en efecto, había nombrado un «conde de Mermelada
»— por lo menos habían dado un servicio a los negros, pero nuestros vizcondes y barones ¿qué han hecho para merecerlo?
» La opinión pública también se sintió ofendida. Las ideas democráticas que Pedro había contribuido a promover chocaban de lleno contra el abuso de poder que representaba condecorar a tanta gente sin mérito público alguno. La ciudad se llenó de pasquines que ridiculizaban a los nuevos nobles y a la monarquía y hubo un estribillo que se hizo muy popular: «Condes sois, puesto que vivís.»

A estas alturas, Pedro no podía ignorar que su actitud desvergonzada hacía sufrir a su esposa, pero prefería fingir que no se daba cuenta de nada, para de ese modo no tener que justificarse. Le parecía que su mujer era insensible a la humillación, que su resignación era el resultado de su apatía e indiferencia. Era puro egoísmo de parte de un hombre acostumbrado a seguir ciegamente sus impulsos, sin detenerse a ponerse en la piel de los demás; de un hombre corrompido por la impunidad que le confería su poder.

Una tarde, mientras estaba durmiendo su sacrosanta siesta, una de las damas del palacio, la aristócrata que había reñido con Maria Graham en el carruaje y que tenía gran ascendiente sobre el emperador porque era una de sus aduladoras más fervientes, irrumpió en su dormitorio. Llevaba el cabello despeinado y tenía el rostro deformado por los sollozos: parecía portadora de una trágica noticia. Pedro llegó a pensar que acababa de ser agredida en algún pasillo, pero no era así: venía a quejarse de Maria Graham. La situación, dijo sorbiéndose los mocos, había llegado a un punto crítico. Todas las damas, siempre según ella, habían decidido abandonar Río y regresar a Lisboa, convencidas de que en San Cristóbal «sólo eran toleradas las extranjeras».

—¿Cómo es eso? —preguntó Pedro.

—La gobernanta inglesa es una tirana, señor, y lo peor es que ejerce su tiranía sobre la princesa Maria da Gloria…

Continuó lanzando una extensa lista de acusaciones: Maria Graham había profanado el lugar de honor en el carruaje imperial, se negaba a llevar uniforme por no considerarse una empleada de palacio, y a que Plácido y sus compinches jugasen a las cartas en la antecámara de la princesa. Dejó para el final la acusación más grave: la inglesa inculcaba en la mente influenciable de la niña prejuicios e ideas falsas —le hablaba, por ejemplo, de la igualdad entre los hombres—, ideas destinadas a que la pequeña olvidase la diferencia entre su noble ascendencia y la del más miserable de sus súbditos.

—Señor, nosotras somos vuestras fieles criadas —añadió compungida mientras se pasaba un pañuelo por el rostro—. Hemos abandonado nuestra patria para servir la casa de Braganza en una tierra de negros y macacos…

El emperador, medio dormido, estaba enfurruñado. A nadie le gusta que le despierten de la siesta con semejante alboroto. La mujer continuó con su letanía:

—¿Por qué a una extranjera, por el simple hecho de hablar varias lenguas, se la trata como a una princesa? ¿Por qué tiene permiso para dar órdenes a los verdaderos amigos de su majestad? Es tan inmerecido, tan injusto… —dijo en un profundo suspiro.

Pedro se levantó y en una explosión de rabia, soltó:

—¡Que salga del palacio inmediatamente! No quiero que nadie perturbe a mi familia, ni que se enfrenten a mis incondicionales ni que nadie insulte a los herederos de mi casa.

—Señor, me temo que una orden verbal de vuestra majestad no será tomada en serio por la extranjera. ¡Es tan vanidosa!

—¡Que se lo diga Plácido!

—No le hará caso, señor.

—Está bien, deme papel y tinta.

La mujer, exultante, obedeció. Pedro tomó asiento en su escritorio y, haciendo un esfuerzo por controlar su mal genio, escribió una carta a Maria Graham conminándola a que se limitase a pasear con las infantas por el jardín y a dar a Maria da Gloria solamente clases de inglés.

Luego ordenó llamar a Leopoldina:

—Quiero que entregues esto a Maria Graham.

Las lágrimas de sus ojos brotaron antes de que terminase de leer la carta. ¿Qué podía hacer?, se preguntaba la emperatriz. ¿Pedirle que se retractase? Conociendo el inconmensurable orgullo de su marido, sabía que no cambiaría de opinión. Habían condenado a su única amiga, y ella era la encargada de comunicarle la orden.

«Sus ojos estaban rojos de tanto llorar»,
escribiría Maria Graham en su diario. Leopoldina la besó llamándola «queridísima amiga» y explicándole la situación.

—No puedo ayudarte, Maria de mi corazón; tus enemigos, como los míos, deben de beneficiarse de una influencia muy poderosa —le confesó Leopoldina en clara alusión a Domitila—. Mi apoyo sería contraproducente.

—Lo entiendo perfectamente, majestad. Es mejor que no hagáis nada, vuestra situación sólo podría empeorar…

—Creo que lo mejor es que dejéis el palacio.

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